La caja en la que la DHL Express había hecho la entrega era modélica. Sentado a una mesa bajo los focos de la zona de las visitas, el técnico en huellas dactilares desenroscó los tornillos con cuidado usando un destornillador eléctrico.
El ancho brazalete de plata estaba sujeto a un soporte de terciopelo grapado al interior de la caja, de forma que la joya no tocara nada.
—Tráigamelo —ordenó Mason.
Examinar las huellas hubiera sido mucho más fácil en la Sección de Identificación del Departamento de Policía de Baltimore, donde el técnico trabajaba durante el día; pero Verger le pagaría una cantidad enorme y en metálico, y quería supervisar el trabajo con sus propios ojos. O con su propio ojo, reflexionó el técnico con sorna mientras dejaba el brazalete, todavía en su soporte, en una bandeja de porcelana sostenida por un enfermero. Éste la aproximó al anteojo de Mason. No podía depositarla en la trenza de pelo enroscada sobre el corazón de Mason, porque el respirador le alzaba el pecho constantemente, arriba y abajo.
El pesado brazalete tenía manchas de sangre seca, que cayó en forma de polvo rojizo sobre la porcelana. Mason lo miró a través del anteojo. La falta de tejido facial le impedía toda expresión, pero el ojo estaba brillante.
—Empiece —dijo.
El técnico tenía una copia del anverso de la tarjeta del FBI con las huellas del doctor Lecter. La sexta huella del reverso y los datos personales no estaban reproducidos. Se dispuso a distribuir con el pincel los polvos para identificación de pruebas entre las costras de sangre. Los «Sangre de dragón» que solía utilizar tenían un color semejante al de la sangre seca, así que utilizó otros de color negro y los espolvoreó con cuidado.
—Hay huellas —informó, e hizo una pausa bajo los focos para secarse el sudor de la frente.
La luz era la adecuada, así que fotografió in situ las huellas obtenidas antes de levantarlas para compararlas al microscopio.
—Dedos corazón y pulgar de la mano izquierda, coincidentes en dieciséis puntos. Suficiente para un tribunal —dijo por fin—. No hay duda, es el mismo sujeto. A Mason los tribunales lo traían sin cuidado. Su pálida mano ya había empezado a reptar por la colcha en busca del teléfono.