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El lucero del alba se eclipsaba sobre Génova a medida que un resplandor rojizo apuntaba por oriente cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzi llegó al puerto. Un viento helado rizaba la bahía. En un mercante fondeado en un amarradero de la bocana hacían trabajos de soldadura, y las chispas de color naranja llovían sobre el agua negra.

Romula permaneció en el coche, al abrigo del viento, con el niño en el regazo. Esmeralda se acurrucaba en el pequeño asiento posterior de la berlinetta cupé con las piernas de través. No había vuelto a abrir la boca desde que se negó a tocar a Shaitan.

Estaban tomando café bien cargado en vasos de plástico y pastíccini.

Rinaldo Pazzi fue a la oficina de embarque. Cuando salió, el sol ya estaba alto y teñía de rojo el casco roñoso del carguero Astra Philogenes, que completaba su carga anclado junto al muelle. Hizo un gesto a las mujeres.

El Astra Philogenes, con veintisiete mil toneladas y bandera griega, tenía autorización para transportar doce pasajeros sin médico de a bordo rumbo a Río. Allí, le había explicado Pazzi a Romula, transbordarían a otro barco que zarparía hacia Sydney, Australia, para lo cual recibirían ayuda del sobrecargo del Astra. El pasaje estaba pagado hasta destino sin posibilidad de reembolso. En Italia, Australia se considera una tierra de promisión donde es fácil encontrar trabajo, y cuenta con una nutrida comunidad gitana.

Pazzi había prometido a Romula dos millones de liras, unos mil doscientos cincuenta dólares a la cotización vigente, y se los entregó en un abultado sobre.

El equipaje de las gitanas era insignificante: una maleta pequeña y el brazo falso metido en la funda de una trompa de pistones.

Las gitanas y el niño estarían en el mar e incomunicadas cerca de un mes. Pazzi repitió a Romula por enésima vez que Gnocco se reuniría con ella más adelante, porque ese día había sido imposible. Se pondría en contacto con ella escribiéndole a la oficina central de correos de Sydney.

—Cumpliré mi palabra con él como lo he hecho contigo —le dijo al pie de la pasarela, mientras el sol de primera hora alargaba sus sombras sobre la áspera superficie del muelle. Al acercarse el momento de zarpar, mientras Romula y el niño empezaban a trepar hacia cubierta, la vieja, mirándolo con sus ojos negros como aceitunas de Kalamata, habló por segunda y última vez en la experiencia de Pazzi.

—Has entregado a Gnocco a Shaitan —dijo con calma—. Gnocco está muerto. Doblándose con dificultad, como haría ante un pollo acogotado en el tajo, Esmeralda apuntó con cuidado, escupió a la sombra de Pazzi y se apresuró pasarela arriba tras Romula y la criatura.