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Las naves de la iglesia de Santa Croce, sede de los franciscanos, resonaban en ocho idiomas mientras las hordas de turistas hormigueaban siguiendo las vistosas sombrillas de los guías y buscando en la penumbra monedas de doscientas liras para costear, durante un precioso minuto de sus vidas, la iluminación de los grandes frescos de las capillas. Una vez en el interior, Romula tuvo que pararse junto a la tumba de Miguel Ángel para dejar que sus ojos, privados del resplandor de la espléndida mañana, se habituaran al tenebroso recinto. Cuando se dio cuenta de que estaba sobre una lápida, susurró un «Mí dispiace!» y se apartó de ella a toda prisa; para Romula el tropel de los muertos que bullía bajo sus pies era tan real como la gente que la rodeaba, y quizá más poderoso. Era hija y nieta de médiums y quiromantes, y veía a la gente que pisaba la faz de la tierra y a la que habitaba en su interior como dos muchedumbres a las que sólo separaba el telón de la muerte. Siendo más viejos y más sabios, los de abajo tenían, en su opinión, todas las de ganar.

Miró a su alrededor tratando de localizar al sacristán, individuo con inquebrantables prejuicios contra los gitanos, y se refugió detrás de la primera columna, al amparo de la Madonna del Latte de Rossellino, mientras el niño le hocicaba contra el pecho. Pazzi, que acechaba junto a la tumba de Galileo, la descubrió allí.

El inspector jefe señaló con la barbilla hacia el fondo de la iglesia, donde, al otro lado del crucero, los flashes de las cámaras prohibidas y los reflectores brillaban como relámpagos en la vasta penumbra, mientras los ruidosos temporizadores tragaban monedas de doscientas liras y alguna que otra moneda falsa o calderilla australiana.

Una y otra vez, Cristo nacía, era traicionado y clavado a la cruz, a medida que los enormes frescos iban apareciendo a la brillante luz de los reflectores, tras lo cual volvía a reinar una oscuridad cerrada y rumorosa en la que los peregrinos se arremolinaban imposibilitados de leer sus guías, mientras el incienso y los olores corporales ascendían para cocerse al calor de los focos.

En el brazo izquierdo del crucero, el doctor Fell se había puesto manos a la obra en la Capilla Capponi. La famosa Capilla Capponi está en Santa Felicita. Esta otra, reconstruida en el siglo XIX, interesaba al doctor porque la restauración le proporcionaba cierta perspectiva para contemplar el pasado. Estaba calcando con carboncillo una inscripción en piedra tan gastada que ni una iluminación oblicua hubiera conseguido realzarla. Pazzi, que lo observaba con un pequeño catalejo de bolsillo, descubrió por qué el doctor había salido de casa llevando tan sólo la bolsa de la compra: guardaba sus materiales de dibujo tras el altar de la capilla. Por un momento estuvo a punto de llamar a Romula para decirle que se marchara. Puede que los utensilios le sirvieran para tomar las huellas. Pero no, el doctor llevaba puestos unos guantes de algodón para no mancharse las manos con el carboncillo.

En el mejor de los casos, sería un trabajo torpe. La técnica de Romula estaba pensada para la calle. Pero la mujer era lo que parecía, y lo menos parecido a lo que un criminal podía temer. Era la persona más indicada para no espantar al doctor. No. Si la atrapaba, se la entregaría al sacristán, con el que Pazzi podría hablar más tarde.

Pero aquel hombre estaba loco. ¿Y si la mataba? ¿Y si mataba al niño? Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Se enfrentaría al doctor si sus vidas corrían peligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitir que sufrieran heridas menores para conseguir su dinero? Sí.

Se limitarían a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guantes y se dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el crucero, Pazzi y Romula tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguió un rostro entre el gentío.

—¿Quién es ese que te sigue, Romula? Más vale que me lo digas. Lo tengo visto de la cárcel.

—Es mi amigo, se pondrá en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada. Nada de nada. Es mejor para usted, así no tendrá que mancharse las manos.

Para matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbiseando en un idioma que Pazzi no reconoció, y éste, a la intención de un largo rosario de cosas, particularmente la casa en la bahía de Chesapeake y algo más en lo que no debería pensar en una iglesia. Les llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguía alzarse sobre la algarabía general.

Sonó la campana. Era la hora del cierre de mediodía. Aparecieron los sacristanes haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.

El doctor Fell se irguió y salió de detrás de la Pietá de Andreotti de la capilla, se quitó los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses, agotada su provisión de calderilla, se habían apiñado ante el altar mayor y permanecían estupefactos en la oscuridad, sin comprender aún que tenían que salir.

El codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabía que el momento había llegado. Besó la coronilla del niño, tranquilo sobre el brazo de madera.

El doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas, fue a su encuentro, le cerró el paso, alzó la mano ante él procurando atraer su mirada, se besó los dedos y se dispuso a plantarlos en su mejilla, con el brazo oculto listo para colarse en la chaqueta del hombre.

Alguien había dado con una última moneda de doscientas liras y las luces se encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miró el rostro del hombre y sintió que sus rojizas pupilas la absorbían, sintió que un vacío enorme y helado tiraba de su corazón hacia las costillas, y apartó la mano a toda prisa para cubrir la cara de la criatura, mientras oía su propia voz diciendo: «Perdonami, perdonami, signare», se daba la vuelta y huía. El doctor se la quedó mirando hasta que se apagó la luz y volvió a ser una silueta recortada contra los cirios de una capilla, y con zancadas ágiles continuó su camino.

Pazzi, pálido de ira, encontró a Romula apoyada en la pila, mojando una y otra vez la cabeza del niño y lavándole los ojos por si había mirado al doctor Fell. Se tragó los peores improperios cuando vio el rostro aterrorizado de la mujer.

—Es el Demonio —susurró, y sus ojos parecían enormes en la semioscuridad—. Shaitan, el Hijo de la Mañana. Ahora ya lo he visto.

—Te devolveré a la prisión —dijo Pazzi.

Romula miró el rostro del niño y exhaló un suspiro, un suspiro de matadero, tan profundo y resignado que producía escalofríos. Se quitó el brazalete de plata y lo lavó con agua bendita.

—Todavía no —dijo.