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Durante el día vigilaban la fachada del Palazzo Capponi ocultos tras la persiana de un piso alto de la acera de enfrente. Eran Romula, la gitana mayor que la ayudaba con el niño, y podía ser su prima, y Pazzi, que robó a la oficina tanto tiempo como le fue posible. El brazo de madera que Romula empleaba en su trabajo reposaba en una silla del dormitorio.

Pazzi había obtenido permiso para usar el piso de un profesor de la cercana Escuela Dante Alighieri durante el día. Romula había exigido un anaquel del pequeño frigorífico para ella y el niño.

No tuvieron que esperar mucho.

A las nueve y media del segundo día, la ayudante de Romula les siseó desde su puesto en la ventana. Un hueco negro apareció al otro lado de la calle al abrirse hacia dentro la pesada hoja de uno de los portales del palacio.

Ahí estaba el hombre que toda Florencia conocía por el nombre de doctor Fell, pequeño y nervudo en su traje negro, lustroso como un visón mientras husmeaba el aire en el tranco de la puerta y recorría la calle con la mirada en ambas direcciones. Pulsó un mando a distancia para activar las alarmas y cerró la puerta tirando del enorme asidero de forja, cubierto de roña e inservible para recoger huellas. Llevaba una bolsa de la compra. Al verlo por primera vez entre las tablillas de la persiana, la gitana vieja asió la mano de Romula como para detenerla, la miró a los ojos y sacudió rápidamente la cabeza aprovechando una distracción del policía. Pazzi supo de inmediato adonde se dirigía el conservador.

Entre la basura del doctor Fell, Pazzi había encontrado los inconfundibles envoltorios de Vera dal 1926, la exquisita tienda de comestibles situada en la Via San Jacopo, cerca del puente de Santa Trinita. El doctor se encaminó en esa dirección, mientras Romula se ponía el vestido y Pazzi se asomaba a la ventana.

Dunque, va a por comida —dijo Pazzi. No pudo evitar repetir las instrucciones a Romula por quinta vez—. Baja y espéralo a este lado del Ponte Vecchio. Lo abordarás cuando vuelva con la bolsa llena. Yo iré media manzana por delante, así que me verás primero. Me quedaré cerca. Si hay algún problema, si te arrestan, yo me encargaré. Si va a algún otro sitio, te vuelves al piso. Ya te llamaré. Pones este pase para el casco antiguo en el parabrisas de un taxi y vienes adonde te diga.

Eminenza —dijo Romula, exagerando los honores al irónico estilo italiano—, si hay algún problema y me ayuda alguien, no le haga daño, mi amigo no se llevará nada, déjelo escapar.

Pazzi no esperó el ascensor, corrió escaleras abajo vestido con un mono y una gorra. En Florencia es difícil seguir a alguien debido a la estrechez de las aceras y la saña de los conductores. Pazzi tenía un viejo motorino esperándolo en el bordillo de la acera con una docena de cepillos atados a la parte de atrás. La motocicleta arrancó a la primera patada y envuelto en una nube de humo azulado el investigador jefe avanzó por la calzada de cantos rodados, sobre los que el cacharro brincaba como un pollino al trote. Pazzi remoloneó, provocó los bocinazos del despiadado tráfico, compró tabaco, mató el tiempo para mantenerse rezagado, hasta que estuvo seguro de que el doctor Fell se dirigía a donde había supuesto. Al final de la Via de' Bardi, el Borgo San Jacopo era dirección prohibida. Pazzi dejó la motocicleta en la acera y siguió a pie, avanzando de costado entre la masa de turistas arremolinados en el extremo sur del Ponte Vecchio. Los florentinos dicen que Vera dal 1926, con su tesoro de quesos y trufas, huele como los pies de Dios.

Ciertamente, el doctor se tomó su tiempo en el interior del establecimiento. Estaba haciendo una selección de las primeras trufas blancas de la temporada. Pazzi veía su espalda a través del escaparate, más allá del maravilloso despliegue de jamones y pastas. Dio la vuelta a la esquina y volvió atrás; se mojó la cara en la fuente que escupía agua por una cara con bigotes y orejas de león.

—Tendrás que afeitarte eso si quieres trabajar para mí —dijo a la fuente, olvidando la pelota helada que le rebotaba en el estómago.

El doctor salió por fin con unos cuantos paquetes en su bolsa de la compra. Volvió a tomar el Borgo San Jacopo, ahora en dirección a casa. Pazzi se adelantó por el otro lado. La muchedumbre de la estrecha acera lo obligó a bajar a la calzada, y el retrovisor de un coche patrulla de los carabinieri le golpeó el reloj de pulsera y le hizo daño.

Stronzo! Analfabeto! —le gritó el conductor sacando la cabeza por la ventanilla, y Pazzi juró vengarse.

Cuando llegó al Ponte Vecchio llevaba cuarenta metros de ventaja.

Romula estaba en el quicio de una puerta con la criatura apoyada en el brazo de madera y una mano extendida hacia los transeúntes, mientras el brazo libre permanecía bajo la ropa holgada dispuesto a levantar otra cartera, que se añadiría a los dos centenares largos que había birlado a lo largo de su vida. En el brazo oculto llevaba el ancho brazalete de plata, pulido con esmero.

En un instante la víctima aparecería entre el gentío que salía del viejo puente. Justo cuando se separara de la muchedumbre y embocara la Via de' Bardi, Romula se encontraría con él, haría su faena y se perdería entre el torrente de turistas que abarrotaban el puente. Entre la gente había un amigo en quien Romula confiaba en caso de complicaciones. No sabía nada del primo y no se fiaba del policía pata protegerla. Giles Prevert, que figuraba en algunos dossiers de la policía como Giles Dumain o Roger LeDuc, pero era conocido en el ambiente como Gnocco, esperaba entre la muchedumbre del extremo sur del Ponte Vecchio a que Romula metiera mano. Gnocco, minado por los malos hábitos, empezaba a enseñar la calavera bajo los rasgos afilados, pero seguía siendo fuerte, expeditivo y muy capaz de sacar a Romula del apuro si el asunto se ponía feo.

Vestido de dependiente, pasaba inadvertido en medio del gentío, sobre el que asomaba la cabeza de vez en cuando como si fuera una marmota en una pradera humana. Si la víctima se apoderaba de Romula y trataba de retenerla, Gnocco podía tropezar, caer sobre el primo y quedarse enganchado a él ofreciéndole toda una retahíla de disculpas hasta que la mujer se hubiera perdido de vista. Lo había hecho otras veces.

Pazzi pasó de largo junto a la gitana y se paró en la cola de clientes de un establecimiento de zumos, desde donde podía verlo todo.

Romula salió del umbral. Estudió con ojo de experta el tráfago del espacio de acera que mediaba entre ella y el hombre que se acercaba. Podría moverse entre los viandantes a las mil maravillas llevando al niño ante sí, sobre el brazo de madera forrada con lona. Muy bien. Como siempre, se besaría los dedos de la mano visible para depositar el beso en la cara de aquel hombre. Con la mano libre, le tentaría las costillas en busca de la cartera hasta que la agarrara por la muñeca. Entonces pegaría un tirón y echaría a correr. Pazzi le había jurado que aquel individuo no podía permitirse llevarla a la policía, que estaría deseoso de perderla de vista. Ninguna de las veces que había intentado birlar una cartera la víctima había usado la violencia con una mujer que sostenía a un niño de pecho. En la mayoría de las ocasiones creían que era otra persona la que hurgaba en sus chaquetas. La propia Romula había acusado a varios inocentes transeúntes para evitar que la cogieran. Romula se dejó llevar por la corriente humana, sacó el brazo de debajo de la ropa, pero lo mantuvo oculto bajo el falso, que sostenía al niño. Veía al objetivo entre el mar de cabezas que bajaban y subían, a diez metros y acercándose.

Madonna! El individuo estaba dando media vuelta en medio de la gente y uniéndose a la riada de turistas que se dirigían hacia el Ponte Vecchio. No volvía a casa. Se metió entre la gente a empujones, pero no pudo alcanzarlo. Gnocco, al que el hombre se estaba acercando, la miraba desconcertado. Romula sacudió la cabeza y Gnocco lo dejó pasar de largo. No hubiera servido de nada que Gnocco le robara la cartera. Pazzi había llegado a su lado y le refunfuñaba como si fuera culpa suya.

—Vete al apartamento. Ya te llamaré. ¿Tienes el pase de taxi para el casco antiguo? Venga. ¡Vete!

Pazzi recuperó la motocicleta y la empujó a lo largo del Ponte Vecchio, sobre el Arno opaco como jade. Creía haber perdido al doctor, pero ahí estaba, al otro lado del puente, bajo el pórtico del Lungarno, echando un rápido vistazo a un apunte sobre el hombro del dibujante, siguiendo luego su camino con zancadas vivas y ligeras. Pazzi supuso que se dirigía a la iglesia de Santa Croce, y lo siguió a una distancia prudencial en medio de un tráfico de mil demonios.