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¿Cómo comportarse cuando se sabe que los honores convencionales son basura? ¿Cuando, como Marco Aurelio, se está convencido de que la opinión de las generaciones futuras importará tan poco como la de la presente? ¿Es posible comportarse bien? ¿Es inteligente comportarse bien?

Ahora Rinaldo Pazzi, del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la Questura florentina, debía decidir cuánto valía su honor, o si existía una sabiduría superior a las consideraciones sobre el honor.

Llegó de París a la hora de cenar, y durmió un poco. Hubiera querido consultar a su mujer, pero no fue capaz; sin embargo, obtuvo consuelo en ella. Permaneció despierto largo rato después de que la respiración de la mujer se sosegara. Bien entrada la noche, renunció a dormirse y salió a la calle para dar un paseo y pensar.

La codicia no es un pecado desconocido en Italia; Rinaldo Pazzi la había absorbido a bocanadas con el aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y su ambición naturales se habían pulido en Norteamérica, donde todo se asimila rápidamente, incluidas la muerte de Jehová y la adoración del becerro de oro.

Cuando Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se plantó en el lugar de la Piazza della Signoria donde Savonarola fue quemado, cuando alzó la vista hacia la ventana del iluminado Palazzo Vecchio bajo la que murió su antepasado, creía estar deliberando. Pero no era así. Ya estaba decidido a sacar tajada.

Asignamos un momento concreto a la toma de una decisión para dignificarla como resultado maduro de una sucesión de pensamientos racionales y conscientes. Pero las decisiones se forman a partir de sentimientos amasados; con frecuencia se parecen más a un amasijo que a una suma.

Cuando tomó el avión a París, Pazzi ya se había decidido. Y ya se había decidido hacía una hora, cuando su mujer, con el salto de cama nuevo, se había mostrado complaciente como una buena esposa. Y minutos más tarde, cuando, acostado en la oscuridad, había tomado su mejilla para darle un tierno beso de buenas noches y una lágrima se había deslizado por la palma de su mano. En ese momento, sin saberlo, ella le había enternecido el corazón. ¿Honores, otra vez? ¿Otra oportunidad para soportar la halitosis del arzobispo mientras los santos pedernales prendían el cohete en el culo de la paloma de trapo? ¿Más elogios de los políticos cuyas vidas privadas tan bien conocía? ¿De qué le serviría ser conocido como el policía que había capturado al doctor Hannibal Lecter? Para un policía, la fama tiene una vida corta y vicaria. Más valía venderlo.

La idea lo desgarraba, retumbaba en su cabeza, le hacía palidecer pero le daba resolución. Cuando acabó de decidirse, a pesar de ser tan visual el contenido de su mente, dos olores se mezclaron en su recuerdo, el de su mujer y el de la brisa de Chesapeake. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. Francesco de' Pazzi no había hundido su daga con más fuerza en 1478, cuando derribó a Giuliano sobre el suelo de la catedral, cuando en su frenesí se apuñaló el propio muslo.