Antes de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos las fotografías tomadas al doctor Fell para su permiso de trabajo, además de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los archivos de los carabinieri. También disponía de los excelentes retratos policiales reproducidos en el cartel de Mason Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pómulos habían sufrido una transformación, tal vez mediante inyecciones de colágeno. Las orejas parecían prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente de aumento. Parecían idénticas. En el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su código de Interpol para acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del módem e intentó descifrar el borroso texto de la pantalla hasta que las letras se estabilizaron. Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron contener la respiración. Una vieja y otra nueva. La entrada más reciente hacía alusión a una radiografía según la cual era muy posible que Lecter se hubiera operado la mano. La información antigua, el escáner de un informe policial de Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia de que, mientras asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las Variaciones Goldberg. El aviso puesto en circulación por la acaudalada víctima norteamericana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al número del FBI que constaba en el mismo. Se hacía la advertencia rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. También figuraba el número de un teléfono particular, justo debajo del párrafo que daba a conocer la enorme recompensa.
El billete de avión de Florencia a París es absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le proporcionara una conexión por radio sin entrometerse, y no conocía otro modo de conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Ópera, llamó al número privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarían la llamada. Pazzi hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento lo delataría como italiano.
La voz era de hombre, con inconfundible acento norteamericano y muy tranquila.
—Tenga la bondad de comunicarme el motivo de su llamada.
—Creo tener información sobre Hannibal Lecter.
—Bien, le agradecemos que se haya puesto en contacto con nosotros. ¿Conoce su paradero actual?
—Eso creo. La recompensa, ¿es en efectivo?
—Así es. ¿Qué prueba concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe hacerse cargo de que recibimos muchas llamadas sin fundamento.
—Puedo decirle que se ha sometido a cirugía facial y se ha operado de la mano izquierda. Pero sigue tocando las Variaciones Goldberg. Tiene documentación brasileña. Una pausa.
—¿Por qué no ha llamado a la policía? Mi obligación es animarlo a que lo haga.
—La recompensa, ¿se hará efectiva bajo cualquier circunstancia?
—La recompensa se entregará a quien proporcione información que conduzca al arresto y condena.
—Pero ¿se pagaría aunque las circunstancias fueran… especiales?
—¿Se refiere al caso de alguien que en circunstancias normales no tendría derecho a cobrarlo?
—Sí.
—Los dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así que permanezca al teléfono, por favor, y permita que le haga una sugerencia. Va contra las convenciones internacionales y contra la ley norteamericana ofrecer una recompensa por alguien muerto. Permanezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle si llama desde Europa?
—Sí, así es, y eso es todo lo que pienso decirle.
—Muy bien, caballero, escúcheme. Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado para informarse sobre la legalidad de ese tipo de recompensa, y que no emprenda ninguna acción delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que le recomiende un abogado? Puedo darle la dirección de uno en Ginebra con experiencia en este terreno. ¿Me permite que le dé su número de teléfono gratuito? Lo animo calurosamente a que lo llame y sea franco con él.
Pazzi compró una tarjeta telefónica e hizo la siguiente llamada desde una cabina en los grandes almacenes Bon Marché. Habló con una voz de cerrado acento suizo. En cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos por la cabeza y las manos de Hannibal Lecter. Pagaría la misma cantidad por cualquier información que condujera a su arresto. Confidencialmente, pagaría tres millones de dólares por el doctor vivo, sin hacer preguntas y garantizando absoluta discreción. Las condiciones incluían cien mil dólares por adelantado. Para hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar un objeto que tuviera al menos una huella dactilar del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito, podría disponer del resto del dinero, depositado en una caja de seguridad suiza, a su conveniencia. Antes de abandonar los almacenes en dirección al aeropuerto, Pazzi le compró a su mujer un salto de cama de moaré color melocotón.