21

El mártir cristiano San Miniato recogió su cabeza recién cortada de la arena del anfiteatro romano de Florencia, se la puso bajo el brazo y se fue a vivir a la ladera de una montaña del otro lado del río, donde yace enterrado en su espléndida iglesia, según cuenta la tradición.

Lo hiciera por su propio pie o llevado en andas, lo cierto es que el cuerpo de san Miniato no tuvo más remedio que pasar por la vieja calle en que ahora nos encontramos, la Via de' Bardi. Ha caído la tarde y en la calle desierta una llovizna invernal, no lo bastante fría para anular el olor a gato, hace relucir el dibujo en forma de abanico de los cantos. Nos rodean palacios erigidos hace seiscientos años por los príncipes mercaderes, los hacedores de reyes y los conspiradores de la Florencia renacentista. Al otro lado del Arno, a tiro de arco, se yerguen las crueles agujas de la Signoria, donde ahorcaron y quemaron al monje Savonarola, y ese enorme matadero de Cristos crucificados que es la Galería de los Uffizi. Los palacios de las grandes familias, apretados en la histórica calle, congelados por la moderna burocracia italiana, son arquitectura carcelaria en su exterior, pero encierran espacios amplios y etéreos, altos salones silenciosos en los que nadie penetra, ocultos tras cortinajes de seda que la lluvia ha ido pudriendo y de cuyas paredes obras menores de los grandes maestros del Renacimiento penden durante años en la oscuridad, iluminadas tan sólo por los relámpagos cuando las colgaduras se desploman.

Ante ti se alza el palacio de los Capponi, una familia ilustre durante mil años, que hizo trizas el ultimátum de un rey francés ante sus propias narices y dio un papa a la Iglesia. Tras sus rejas de hierro, las ventanas del Palazzo Capponi permanecen a oscuras. Los soportes de las antorchas están vacíos. En aquella ventana el viejo cristal cuarteado tiene un agujero de bala de los años cuarenta. Acércate más. Apoya la cabeza en el frío hierro, como ha hecho el policía, y escucha. Aunque con dificultad, puedes oír un clavicordio. Las Variaciones Goldberg de Bach tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien, con una conmovedora comprensión de la partitura. Tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien; tal vez con una ligera rigidez de la mano izquierda. Si te creyeras a salvo de todo peligro, ¿entrarías en el edificio? ¿Penetrarías en este palacio tan pródigo en sangre y gloria, seguirías a tu rostro a través de la extendida maraña de tinieblas hacia las exquisitas notas del clavicordio? Las alarmas no pueden detectarnos. El policía empapado que acecha en el quicio de una puerta no puede vernos. Ven… En el vestíbulo reina una oscuridad casi completa. Una larga escalinata de piedra, sobre cuya gélida balaustrada deslizamos las manos, con los escalones desgastados por las pisadas de cientos de años, desiguales bajo los pies, que nos conducen hacia la música. Las altas hojas de la puerta del salón principal chirriarían y se quejarían si tuviéramos que abrirlas. En atención a ti, están abiertas. La música procede del rincón más alejado, el mismo del que llega la única luz, una claridad producida por muchas velas, que enrojece al atravesar la pequeña puerta de una capilla, en el ángulo del salón.

Vayamos hacia la música. Somos vagamente conscientes de pasar al lado de grandes grupos de muebles cubiertos con telas, formas ambiguas que parecen alentar a la luz de las velas, como un rebaño dormido. Sobre nuestras cabezas, el alto techo desaparece en la oscuridad.

La luz rojiza cae sobre un clavicordio ornamentado y sobre el hombre que los especialistas en el Renacimiento conocen como doctor Fell, elegante, absorto en la música que interpreta con la espalda erguida, mientras la luz se refleja en su pelo y en el dorso de su bata de seda, lustrosa como piel.

La cubierta del clavicordio está decorada con una bulliciosa escena de bacanal, y los diminutos personajes parecen revolotear sobre las cuerdas a la luz de las velas. El hombre toca con los ojos cerrados. No necesita partitura. En su lugar, sobre el atril en forma de lira del instrumento, hay un ejemplar del diario sensacionalista norteamericano National Tattler. Está doblado de forma que sólo se ve la foto de la portada, que muestra el rostro de Clarice Starling.

Nuestro músico sonríe, finaliza la interpretación de la pieza, repite la zarabanda por puro placer y, mientras aún vibra la última cuerda golpeada por el maculo, abre los ojos, en cuyas pupilas brilla una luz roja, minúscula como la punta de un alfiler. Ladea la cabeza y mira el periódico que tiene ante sí.

Se levanta sin hacer ruido y se lleva el periódico norteamericano a la diminuta y decorada capilla, construida antes del descubrimiento de América. Cuando lo sostiene a la luz de las velas y lo despliega, los santos que presiden el altar parecen leerlo por encima de su hombro, como harían en la cola del supermercado. El tipo del titular es Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Dice lo siguiente: «EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASESINA DEL FBI».

Cuando sopla las velas, la oscuridad se traga los rostros pintados, en agonía o en éxtasis, alrededor del altar. No necesita luz para cruzar el enorme salón. Una brizna de aire nos acaricia cuando el doctor pasa a nuestro lado. La enorme puerta rechina y se cierra con un golpe que repercute bajo nuestros pies. Silencio.

Pisadas que entran en otra habitación. Los ecos de la estancia permiten adivinar un espacio más reducido, aunque el techo debe de ser igual de alto, pues los sonidos agudos tardan en rebotar desde arriba; el aire inmóvil guarda olores a vitela, pergamino y cabos de vela consumidos.

El crujido de papeles en la oscuridad, el rechinar de un asiento al ser arrastrado. El doctor Lecter se sienta en un gran sillón de la fabulosa Biblioteca Capponi. Es cierto que la luz adquiere un tono rojizo cuando la reflejan sus ojos, que sin embargo no emiten un resplandor rojo en la oscuridad, como muchos de sus guardianes han asegurado. La oscuridad es completa. El doctor medita…

No puede negarse que el doctor Lecter ha creado la vacante del Palazzo Capponi haciendo desaparecer al antiguo conservador, proceso sencillo para el que bastaron unos segundos de trabajo físico con el anciano y un modesto desembolso en la adquisición de dos sacos de cemento; sin embargo, una vez despejado el camino, se ha ganado el puesto por méritos propios demostrando al Comitato delle Belle Arti una extraordinaria competencia lingüística, al traducir sin titubeos el latín y el italiano medieval de manuscritos redactados con la letra gótica más enrevesada.

En este lugar ha encontrado una paz que está decidido a conservar; desde su llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.

Considera su elección como conservador y bibliotecario del Palazzo Capponi un premio nada desdeñable por varias razones.

La amplitud y la altura de las estancias del palacio son primordiales para el doctor Lecter tras años de entumecedor cautiverio. Y, lo que es más importante, siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el único edificio privado que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha ido construyendo desde su juventud. En la biblioteca, colección única de manuscritos y correspondencia que se remontan a principios del siglo XIII, puede permitirse cierta curiosidad sobre sí mismo. El doctor Lecter, basándose en documentos familiares fragmentarios, creía ser el descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terrible personaje del siglo XII toscano, así como de los Maquiavelo y los Visconti. Éste era el lugar ideal para confirmarlo. Aunque sentía una cierta curiosidad abstracta por el hecho, no guardaba relación con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares. Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no pueden medirse con instrumentos convencionales. De hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiátrica respecto a si el doctor Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en la profesión, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.

Sentado en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuridad mientras en su cabeza suena un aire medieval. Está reflexionando sobre el policía. El clic de un interruptor, y una lámpara de sobremesa derrama su luz. Ahora podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV en la Biblioteca Capponi. Tras él, una pared llena de manuscritos y grandes libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos años atrás. Sobre la mesa, la correspondencia con un ministro de la República de Venecia del siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Ángel, un estudio para su Moisés con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al portatintero hay un ordenador portátil con capacidad para investigar on-line a través de la Universidad de Milán.

Entre los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules chillones. Junto a él, la edición florentina de La Nazione.

El doctor Lecter coge el periódico italiano y lee su último ataque contra Rinaldo Pazzi, provocado por una declaración sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca coincidió con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.

La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrenamiento en Estados Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policía no había hecho honor a semejante preparación.

El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los antecedentes de Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar a un policía entrenado en Quantico, donde Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.

Cuando el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante cerca de él como para aspirar su olor, supo sin lugar a dudas que el inspector jefe no sospechaba nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo referente a la desaparición del conservador. El policía lo había visto en la muestra de instrumentos de tortura. Ojalá hubiera sido una exposición de orquídeas.

Lecter era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminación estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de sus conocimientos. ¿Se reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Palazzo Capponi, abajo, en la humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de un aparente suicidio? La Nazione se sentiría orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.

Todavía no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su atención a los grandes rollos de manuscritos de pergamino y vitela.

El doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y embajador en Venecia en el siglo XV, y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta altas horas de la noche.