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En los tiempos que corren, cuando una exposición constante a la vulgaridad y la lujuria han acabado por insensibilizarnos, resulta muy instructivo comprobar qué nos sigue pareciendo perverso. ¿Qué puede golpear la costra purulenta que cubre nuestras sumisas conciencias lo bastante fuertemente como para despabilar nuestra atención?

En Florencia cumplió este cometido la exposición llamada «Atroces instrumentos de tortura», donde Rinaldo Pazzi volvió a encontrar al doctor Fell.

La muestra, que presentaba más de veinte artilugios clásicos acompañados de una documentación exhaustiva, había sido montada en el Forte di Belvedere, una sobrecogedora fortaleza del siglo XVI construida por los Médicis para guardar la muralla meridional de la ciudad. El acontecimiento atrajo a una muchedumbre insólita; la excitación saltaba como una trucha en los pantalones de la concurrencia. La duración prevista inicialmente era de un mes; pero los «Atroces instrumentos de tortura» permanecieron en cartel seis, durante los que igualaron la concurrencia a los Uffizi y sobrepasaron la del museo del Palazzo Pitti.

Los promotores, dos taxidermistas fracasados que habían sobrevivido hasta entonces comiéndose las vísceras de los animales que disecaban, se hicieron millonarios y recorrieron Europa en triunfo con su espectáculo, embutidos en flamantes trajes de etiqueta.

Los visitantes acudieron de toda Europa, sobre todo en parejas, y aprovecharon la amplitud del horario para desfilar entre los artefactos del dolor leyendo de cabo a rabo su procedencia y funcionamiento en alguno de los cuatro idiomas de los rótulos. Ilustraciones de Durero y otros artistas, así como documentación de la época, ilustraron a las masas sobre materias como las excelencias del suplicio de la rueda. La leyenda correspondiente rezaba así:

Los príncipes italianos preferían fracturar los huesos de la víctima mientras ésta se encontraba todavía en el suelo, colocando bloques de madera bajo los miembros, tal como muestra la imagen, y haciendo pasar la rueda sobre las articulaciones. En cambio, en el norte de Europa el método más habitual era atar al condenado o condenada a la rueda, romperle los huesos con una barra de hierro y, finalmente, ensartar los miembros en las púas que recorrían la circunferencia exterior de la rueda; las fracturas proporcionaban la necesaria flexibilidad; la cabeza, que seguía aullando, y el tronco se colocaban en el centro. Este sistema resultaba más apropiado como espectáculo, pero la diversión podía acabar demasiado pronto si algún hueso astillado alcanzaba el corazón del reo.

La exposición no podía menos de interesar a cualquier especialista en lo peor que ha dado el género humano. Pero la esencia de lo peor, el auténtico estiércol del diablo de la Humanidad, no se encuentra en la doncella de hierro o en el potro; el horror elemental se encuentra en el rostro de la multitud.

En la semioscuridad del enorme recinto de piedra, bajo las jaulas iluminadas que colgaban del techo, el doctor Fell, experto degustador de rasgos faciales, con las gafas en la mano operada y una de las patillas metida en la boca, contemplaba el desfile del público con una expresión de éxtasis.

Rinaldo Pazzi lo sorprendió en semejante actitud.

Pazzi cumplía su segunda investigación rutinaria de aquella jornada. En lugar de comer con su mujer, se veía obligado a abrirse paso entre aquella gente para colocar avisos previniendo a las parejas contra el Monstruo de Florencia, que el inspector jefe había sido incapaz de capturar. Se trataba del mismo cartel que presidía su propio escritorio por orden de sus nuevos superiores, junto a órdenes de busca y captura procedentes de todo el mundo.

Los taxidermistas, que vigilaban la taquilla, estuvieron encantados de añadir un poco de horror contemporáneo a su espectáculo; no obstante, indicaron a Pazzi que colocara los carteles él mismo, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar al otro a solas con la recaudación. Algunos florentinos reconocieron al inspector jefe entre los rostros anónimos y murmuraron su nombre entre sí.

Pazzi clavó chinchetas en las esquinas del cartel, azul con un gran ojo amenazador en el centro, sobre un tablón de anuncios que colgaba junto a la salida, donde captaría la atención de un mayor número de visitantes, y encendió el foco que pendía encima. Mientras observaba a las parejas que salían, Pazzi advirtió que muchas estaban excitadas y se frotaban al amparo de la muchedumbre. No le apetecía contemplar otro «cuadro», más flores, ni más sangre.

Pazzi decidió hablar con el doctor Fell. Aprovechando que estaba cerca del Palazzo Capponi, pasaría a recoger los efectos personales del conservador desaparecido. Pero cuando se alejó del tablón de anuncios, el doctor había desaparecido. No estaba entre el torrente humano que desfilaba hacia la salida. En el lugar donde había permanecido de pie no quedaba más que el muro desnudo bajo la jaula de un muerto por inanición, cuyo esqueleto en posición fetal parecía seguir suplicando comida.

Pazzi sintió rabia. Se abrió paso entre la gente hasta el exterior, pero no dio con el erudito. El vigilante de la salida reconoció al inspector jefe y no le dijo nada cuando pasó por encima del cordón y abandonó el camino para perderse en la oscuridad de los terrenos que rodean el fuerte. Llegó al parapeto y miró hacia el norte por encima del río Arno. A sus pies, la Florencia vieja, la antigua joroba del Duomo, la torre del Palazzo Vecchio erguida como una fuente de luz.

Pazzi se sintió como un alma en pena, retorciéndose en un espetón de ridículo. Su propia ciudad le hacía burla.

El FBI había acabado de hundir el puñal en la espalda del inspector jefe al declarar a la prensa que el perfil de Il Mostro elaborado por el Bureau no tenía el menor parecido con el del hombre al que Pazzi había detenido. La Nazione añadía que el policía «había encarrilado a Tocca hacia su celda».

La última vez que Pazzi había pegado el cartel azul de Il Mostro había sido en Estados Unidos. En aquella ocasión, lo había colocado lleno de orgullo, como si fuera un trofeo, en una pared de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y había estampado su firma en él a petición de los agentes federales. Lo sabían todo sobre él, lo admiraban, lo agasajaban. Su esposa y él habían pasado unos días como invitados en la costa de Maryland. Mientras permanecía apoyado en el parapeto del fuerte con la ciudad a sus pies, volvía a oler el aire salino de Chesapeake y veía a su mujer andando por la playa con unas deportivas blancas recién estrenadas.

En la Unidad de Quantico tenían una imagen de Florencia, que le enseñaron como curiosidad. Era la misma vista que contemplaba en esos momentos, la Florencia vieja desde el Belvedere, la mejor perspectiva posible. Pero no era en color. No, se trataba de un dibujo a lápiz, esfumado al carboncillo. El dibujo estaba en una fotografía, sobre el fondo de una fotografía. Era un retrato del asesino en serie norteamericano doctor Hannibal Lecter. Hannibal el Caníbal. Lecter había dibujado Florencia de memoria, y el paisaje había colgado en su celda del hospital psiquiátrico, un lugar tan siniestro como el fuerte.

¿En qué momento se hizo la luz en la mente de Pazzi? Dos imágenes, la Florencia real que tenía ante sus ojos y el dibujo que veía con los del recuerdo. El cartel de Il Mostro que había clavado hacía apenas unos minutos. El de Mason Verger ofreciendo una fuerte recompensa por Hannibal Lecter y algunas pistas, colgado en la pared de su propio despacho:

EL DOCTOR LECTER SE VERÁ OBLIGADO A DISIMULAR SU MANO IZQUIERDA Y PUEDE INTENTAR OPERÁRSELA, YA QUE EL TIPO DE POLIDACTILISMO QUE PRESENTA, CON PERFECTO DESARROLLO DE LOS DEDOS, ES EXTREMADAMENTE RARO Y FÁCILMENTE IDENTIFICABLE.

El doctor Fell llevándose las gafas a los labios con la mano atravesada por una cicatriz. El minucioso boceto de aquella vista en el muro de la celda de Hannibal Lecter. ¿Tuvo Pazzi la inspiración mientras contemplaba la ciudad a sus pies, o le llegó de la preñada oscuridad que se cernía sobre las luces? Y ¿por qué fue su heraldo el aroma de la brisa salina de la bahía de Chesapeake?

Por insólito que parezca tratándose de alguien con tan acusada memoria visual, la conexión se produjo como un sonido, el que haría una gota al caer en un charco cada vez más grande.

«Hannibal Lecter había huido a Florencia.»

¡Plop!

«Hannibal Lecter era el doctor Fell.»

Su voz interior le dijo que tal vez había perdido el juicio en el espetón de su ridículo; su cerebro desesperado podía estar partiéndose los dientes en los barrotes, como el esqueleto muerto de hambre en la jaula de la exposición.

Sin tener conciencia de haberse movido, Pazzi se encontró en la puerta del Renacimiento, que abre el Belvedere a la pronunciada Costa di San Giorgio, una calleja tortuosa que en menos de un kilómetro desciende hasta el corazón de la Florencia vieja. Sus pasos parecían arrastrarlo contra su voluntad por el pavimento de cantos rodados, bajaba más deprisa de lo que hubiera querido, sin apartar la vista del frente en busca de aquel hombre que se hacía llamar doctor Fell, cuyo camino de vuelta a casa estaba siguiendo. A mitad de la calle torció por la Costa Scarpuccia y siguió descendiendo hasta desembocar en la Via de' Bardi, cerca del río. Junto al Palazzo Capponi, hogar del doctor Fell.

Pazzi, resollando por la carrera, buscó un lugar, a resguardo de las luces, la entrada a un edificio de apartamentos en la acera contraria al palacio. Si pasaba alguien, podía volverse y hacer como que llamaba a un timbre.

El palacio estaba a oscuras. Sobre la enorme puerta de dos hojas, Pazzi distinguió el piloto rojo de una cámara de vigilancia. No sabía si funcionaba continuamente o sólo cuando alguien llamaba. Estaba instalada bajo la marquesina de la entrada. Pazzi supuso que no podía captar la extensión de la fachada.

Esperó media hora oyendo su propia respiración, pero el doctor no apareció. Tal vez estaba dentro con todas las luces apagadas.

La calle estaba desierta. Pazzi la cruzó deprisa y se apretó contra el muro. Llegaba, muy débil, apenas perceptible, un sonido procedente del otro lado del paramento. Pazzi apoyó la cabeza contra los fríos barrotes de un ventanal. Un clavicordio, las Variaciones Goldberg de Bach, interpretadas con destreza.

Pazzi tenía que esperar, seguir oculto y pensar. Era demasiado pronto para levantar la caza. Tenía que decidir una línea de acción. No estaba dispuesto a ser el hazmerreír público por segunda vez. Mientras retrocedía hacia las sombras del otro lado de la calle, su nariz fue lo último en desaparecer.