Durante la época amarga en que Pazzi esperaba la inminente caída del hacha, éste vio por primera vez al hombre que los eruditos florentinos conocían como doctor Fell… Rinaldo Pazzi ascendía por las escaleras del Palazzo Vecchio para cumplir una tarea rutinaria, una de tantas que alguno de sus antiguos subordinados en la Questura le encomendaba regodeándose al verlo humillado por la adversidad. Mientras subía los peldaños a lo largo del muro cubierto de frescos, Pazzi no veía más que las puntas de sus propios zapatos sobre el gastado mármol, indiferente a las maravillas artísticas que lo rodeaban. Quinientos años antes, su antepasado había subido, a rastras y sangrando, por aquella misma escalinata.
Al llegar a un rellano, enderezó los hombros y se obligó a mirar los ojos de los personajes que poblaban los frescos, algunos pertenecientes a su propia familia. Podía oír el alboroto de las discusiones en el Salón de los Lirios del piso superior, donde los directores de la Galería de los Uffizi y del Comitato delle Belle Arti estaban reunidos en sesión plenaria. La misión de Pazzi para aquel día era la siguiente: había desaparecido el veterano conservador del Palazzo Capponi. La opinión general era que el viejo se había fugado con una mujer, con el dinero de alguien o con ambas cosas. Había faltado a las cuatro últimas reuniones que la junta de la que dependía celebraba una vez al mes en el Palazzo Vecchio. Se había designado a Pazzi para proseguir la investigación del caso. El inspector jefe, que tras el atentado terrorista había sermoneado agriamente a aquellos malencarados directores de los Uffizi y miembros del rival Comitato delle Belle Arti por las deficiencias en la seguridad, se veía obligado en esa ocasión a hacer acto de presencia en circunstancias muy distintas para interrogarlos sobre la vida amorosa de un conservador. No era, desde luego, plato de su gusto.
Los dos comités formaban una asamblea desaforada y suspicaz; durante años ni siquiera habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre un lugar de reunión, ya que ambas partes se mostraban reacias a jugar en campo contrario. Como solución intermedia, habían optado por juntarse en el magnífico Salón de los Lirios del Palazzo Vecchio, convencidos de que la hermosa sala era el marco apropiado para su propia eminencia y distinción. Una vez establecidos allí, se negaron a reunirse en ningún otro sitio, incluso a pesar de que el Palazzo Vecchio estaba sufriendo una de sus innumerables reformas y había andamios, lonas y maquinaria por todas partes.
El profesor Ricci, antiguo compañero de colegio de Rinaldo Pazzi, estaba en el vestíbulo inmediato al salón con un ataque de estornudos provocado por el polvo de la escayola. Cuando se recuperó lo suficiente, puso los llorosos ojos en blanco y señaló hacia el salón.
—La sólita arringa —dijo—. Están discutiendo, para no perder la costumbre. ¿Has venido por lo del conservador del Capponi? Pues justamente están peleándose por el puesto. Sogliato lo quiere para su sobrino. Pero los especialistas están impresionados con el interino que contrataron hace unos meses, el doctor Fell. Están empeñados en que se quede.
Pazzi dejó a su amigo tanteándose los bolsillos en busca de pañuelos de papel y entró en el histórico salón, famoso por su techo de lirios de oro. Dos de los muros estaban cubiertos con lonas, lo que reducía el eco de la trifulca.
El nepotista, Sogliato, tenía la palabra, y la estaba usando a pleno pulmón:
—La correspondencia de los Capponi se remonta al siglo XIII. El doctor Fell podría sostener entre las manos, entre sus manos extranjeras, una nota del propio Dante Alighieri.
¿La reconocería? Yo creo que no. Ustedes han examinado sus conocimientos de italiano medieval, y no seré yo quien niegue que su dominio del idioma es admirable. Para un straniero. Pero ¿está familiarizado con las personalidades de la Florencia del prerrenacimiento? Yo creo que no. ¿Qué ocurriría si diera con un escrito de… de Guido Cavalcanti, por poner un ejemplo? ¿Lo reconocería? Yo creo que no. ¿Le importaría responder a eso, doctor Fell?
Rinaldo Pazzi recorrió el salón con la mirada y no vio a nadie en quien pudiera reconocer al doctor Fell, aunque había observado con detalle una fotografía del individuo en cuestión hacía menos de una hora. Y no lo veía, porque el doctor no estaba sentado con los demás. Primero oyó su voz y al cabo de un momento consiguió localizarlo.
El doctor Fell estaba de pie, completamente inmóvil junto a la gran escultura en bronce de Judith y Holofernes, de espaldas al orador y al público. Empezó a hablar sin darse la vuelta, de forma que era difícil decir de qué figura procedía la voz: si de Judith, con la espada siempre a punto de abatirse sobre el cuello del monarca ebrio; de Holofernes, cuya cabeza aferra la mujer por los cabellos; o del doctor Fell, esbelto e inmóvil junto a las criaturas esculpidas por Donatello. Su voz horadó la algarabía como un láser atravesando el humo, y el académico gallinero acabó por guardar silencio.
—Cavalcanti replicó públicamente al primer soneto de La vita nuova, donde Dante describe el extraño sueño en que se le apareció Beatrice Portinari —dijo el doctor Fell—. Es posible que también lo comentara en privado. Si escribió a un Capponi, tuvo que ser a Andrea, a quien la literatura interesaba mucho más que a sus hermanos —el erudito consideró oportuno volverse hacia su público, después de haber hecho que todos salvo él mismo se sintieran incómodos—. ¿Conoce ese soneto de Dante, profesor Sogliato? ¿Sabe a qué soneto me refiero? Fascinaba a Cavalcanti, y merece que le robe un poco de su tiempo. Dice así:
Alma cautiva y corazón gentil
dignos de esta razón, vuestro avisado
consejo solicito y os saludo
en el nombre de Amor, que es nuestro dueño.
Pasado casi un tercio de las horas
fijadas a la luz de las estrellas,
Amor me visitó súbitamente,
cuya esencia nombrar aún me aterra.
Alegre me sentí al ver en sus manos
mi corazón desnudo, y en sus brazos
a mi dama dormida bajo un lienzo.
Al fin la despertó y del corazón
ardiente, humilde y trémula comía;
luego se la llevó y quedé llorando.
—Preste atención a la naturalidad con que transforma el italiano coloquial en instrumento poético, lo que él llamó vulgari eloquentia:
Allegro mi sembrava Amor tenendo
meo core in mano, e ne le braccia avea
madonna involta en un drappo dormendo.
Poi la svegliava, e d'esto core ardendo
leí paventosa umilmente posesa:
appresso gir lo ne vedea piangendo.
Ni el más testarudo de los florentinos hubiera podido resistirse a los versos de Dante repercutiendo en los frescos de aquellos muros en el melodioso toscano del doctor Fell. Primero con aplausos, luego con lacrimosos vítores, los congregados proclamaron al erudito dueño y señor del Palazzo Capponi, mientras Sogliato echaba chispas. Pazzi no hubiera sabido decir si la victoria complacía al doctor, pues Fell había vuelto a darles la espalda. Pero Sogliato no había dicho su última palabra.
—Si nuestro querido colega es tan versado en Dante, que hable de Dante. Pero ante el Studiolo —Sogliato musitó el nombre como si se tratara de la Inquisición—. Que hable ante ellos extempore, el próximo viernes, si es que puede.
El Studiolo, así llamado por el pequeño y decorado estudio del Palazzo Vecchio donde celebraba sus reuniones, era un reducido y feroz grupo de eruditos que había arruinado buen número de reputaciones académicas. Prepararse para aparecer ante ellos se consideraba una tarea hercúlea, y disertar en su presencia, un riesgo que pocos estaban dispuestos a arrostrar. Un tío de Sogliato secundó la moción, un cuñado propuso que se votara y su hermana se aprestó a registrar el resultado en las actas. Fue aprobada. En principio, el puesto quedaba adjudicado al doctor Fell, que, no obstante, debería obtener el visto bueno del Studiolo para conservarlo.
Los profesores contaban al fin con un nuevo conservador para el Palazzo Capponi y no echaban de menos al antiguo, de modo que las preguntas del desventurado Pazzi sobre el desaparecido obtuvieron respuestas escuetas y desabridas. Pazzi aguantó el tipo de forma admirable.
Como buen investigador, Pazzi había considerado todas las circunstancias tratando de descubrir un móvil. ¿Quién sacaba provecho de la desaparición del viejo conservador? Se trataba de un solterón, un sabio tranquilo y respetado que llevaba una vida ordenada. Tenía algunos ahorros, nada del otro mundo. Su única posesión valiosa era su trabajo, que le concedía el privilegio de habitar el ático del Palazzo Capponi.
Ahí tenía al sustituto, recién elegido por la asamblea después de un escrupuloso examen de sus conocimientos sobre historia de Florencia e italiano medieval. Pazzi había estudiado su solicitud para el cargo y su ficha del Ministerio de Sanidad.
Lo abordó mientras los eruditos cerraban sus carteras y se disponían a marcharse a sus casas.
—Doctor Fell…
—¿Sí, Commendatore?
El flamante conservador era un individuo pequeño y pulcro. Llevaba unas gafas con la mitad superior de las lentes ahumada, y un traje de excelente corte incluso para Italia.
—Me preguntaba si llegó usted a conocer a su predecesor.
Un policía experimentado siempre tiene las antenas bien orientadas para captar la longitud de onda del miedo. Pazzi, que observaba a Fell detenidamente, registró una calma absoluta.
—No llegué a conocerlo. He leído varias monografías suyas publicadas en la Nuova Antología.
El toscano coloquial del doctor era tan fluido como el de su recitación. Si había algún rastro de acento, Pazzi fue incapaz de identificarlo.
—Los agentes que investigaron el caso con anterioridad registraron el palacio en busca de cualquier nota, una carta de despedida, o de suicidio, pero no encontraron nada. Si apareciera algo entre los papeles, cualquier cosa personal, aunque le parezca insignificante, ¿tendrá la amabilidad de llamarme?
—Por supuesto, Commendatore Pazzi.
—Sus efectos personales, ¿siguen en el palacio?
—Guardados en dos maletas, con un inventario.
—Mandaré… Me pasaré por allí y los recogeré.
—¿Le importaría llamarme antes, Commendatore? Así podré desactivar el sistema de seguridad antes de que llegue y ahorrarle tiempo.
«Este tío está demasiado tranquilo. Lo normal es que yo le impusiera un poco de respeto. Y quiere que le avise antes de ir.»
Los miembros de la junta lo habían tratado con suficiencia. Eso ya no tenía remedio. Pero la suficiencia de aquel individuo lo irritaba. Procuró pagarle con la misma moneda.
—Doctor Fell, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Siempre que su deber se lo exija, Commendatore.
—Tiene usted una cicatriz relativamente reciente en el dorso de la mano izquierda.
—Y usted un anillo de casado relativamente nuevo en la suya. ¿La vita nuova? —el doctor Fell sonrió. Sus dientes eran pequeños y muy blancos. En el instante de desconcierto de Pazzi, que intentaba decidir si debía sentirse ofendido, el erudito alzó la mano izquierda y añadió—: Síndrome del túnel carpiano, Commendatore. La Historia es una profesión peligrosa.
—¿Por qué no figura ese síndrome en el informe sanitario que presentó para trabajar aquí?
—Tenía la impresión, Commendatore, de que las lesiones sólo son relevantes si se perciben ingresos por invalidez; no es mi caso. Tampoco soy un inválido.
—Entonces lo operaron en Brasil, su país de origen…
—No ha sido en Italia, ni he recibido nada del gobierno italiano —respondió el doctor Fell, como si creyera que esa respuesta era concluyente.
Se habían quedado solos en el Salón de los Lirios. Pazzi se disponía a salir cuando el doctor Fell lo llamó.
—Commendatore Pazzi…
El nuevo conservador era una silueta negra contra los altos ventanales. Tras él, en lontananza, se alzaba la cúpula del Duomo.
—¿Sí?
—Usted es un Pazzi, de los famosos Pazzi, ¿me equivoco?
—No. ¿Cómo lo ha sabido?
Pazzi hubiera considerado en extremo impropia cualquier alusión a las recientes noticias de los periódicos.
—Se parece usted a uno de los rostros de los medallones de Della Robbia en la capilla de su familia en Santa Croce.
—Sí, es Andrea de' Pazzi retratado como Juan el Bautista —dijo Rinaldo, con un punto de orgullo en su corazón amargado.
Cuando Pazzi abandonó el salón, su última imagen fue la extraordinaria quietud del doctor Fell.
Muy pronto tendría motivos para confirmarla.