Tocca era el sospechoso ideal. De joven había cumplido una condena de nueve años por el asesinato de un hombre al que encontró abrazando a su novia al aire libre. También había sido juzgado por abusos deshonestos a sus hijas y por violencia doméstica, y había estado en la cárcel por violación.
La Questura casi destrozó la vivienda de Tocca intentando encontrar pruebas. Al final fue el propio Pazzi quien, buscando por los alrededores de la casa, halló la caja de munición, una de las pocas pruebas físicas que pudo presentar el fiscal.
El juicio causó sensación. Tuvo lugar en un edificio de alta seguridad llamado «el bunker» donde se celebraban los juicios a los terroristas en los años setenta, frente a las oficinas locales del periódico La Nazione. Los miembros del jurado, cinco hombres y cinco mujeres sentados tras el cristal antibalas, condenaron a Tocca basándose, no en las pruebas físicas, prácticamente inexistentes, sino en la personalidad del acusado. La mayor parte del público lo creía inocente, pero muchos opinaban que Tocca era un sinvergüenza cuyo sitio estaba en la cárcel. A sus sesenta y cinco años, recibió una sentencia de cuarenta años en Volterra. Los siguientes meses fueron un sueño. Un Pazzi no había sido tan festejado en Florencia desde hacía quinientos años, cuando Pazzo de' Pazzi regresó de la primera cruzada trayendo piedras del Santo Sepulcro.
En compañía del arzobispo, Rinaldo Pazzi y su hermosa mujer presenciaron desde el Duomo la ceremonia tradicional del día de Pascua en la que aquellas mismas piedras sagradas se usan para encender la mecha de la paloma-cohete que, volando desde la catedral a lo largo de un alambre, hacía explotar un carro de fuegos artificiales en medio del entusiasmo popular.
Los periódicos se hicieron eco de las palabras con las que Pazzi atribuyó parte del mérito a sus subordinados, que habían llevado a cabo un trabajo ímprobo. Se entrevistaba a la señora Pazzi, espléndida con los modelos que los diseñadores la animaban a ponerse, para pedirle consejo sobre la moda. Los invitaban a tomar el té en las aburridas mansiones de los poderosos, y compartieron mesa con un conde en su castillo lleno de armaduras. Lo animaron a emprender una carrera política, recibió elogios en el vocinglero parlamento italiano y se le encomendó la tarea de encabezar los esfuerzos italianos en la cooperación con el FBI norteamericano contra la Mafia.
Este encargo, y una beca para estudiar y tomar parte en seminarios de criminología en la Universidad de Georgetown, condujo a los Pazzi a Washington, D.C. El inspector jefe pasó muchas horas en la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico, y soñaba con crear una división similar en Roma.
Y de pronto, al cabo de dos años, el desastre. En una atmósfera más calmada, un tribunal de apelación exento de la presión del público aceptó revisar la sentencia de Tocca. Pazzi tuvo que volver a casa para hacer frente a la investigación. Los antiguos colegas que había dejado atrás lo esperaban con las navajas abiertas.
Un tribunal de apelación revocó la condena de Tocca y amonestó a Pazzi por considerar verosímil que el policía hubiera manipulado las pruebas.
Sus antiguos apoyos en las altas esferas le dieron la espalda como a un apestado. Seguía ocupando un cargo importante en la Questura, pero estaba acabado y todos lo sabían. El gobierno italiano es lento de reflejos, pero más pronto que tarde el hacha silbaría sobre su cuello.