Es de noche y los focos, hábilmente dispuestos, iluminan los edificios y monumentos del casco antiguo de Florencia.
En la oscura Piazza della Signoria, el Palazzo Vecchio se eleva inundado de luz, majestuoso y medieval con sus parteluces góticos, sus almenas como dientes de una calabaza de Halloween, y el campanario clavándose en el cielo negro. Los murciélagos cazarán los mosquitos atraídos por la resplandeciente cara del reloj hasta el amanecer, cuando las golondrinas alcen el vuelo sobresaltadas por las campanas. Rinaldo Pazzi, inspector jefe de la Questura, con la negra gabardina contra las estatuas de mármol congeladas en el acto de violar o asesinar, emergió de las sombras de la Loggia y cruzó la plaza volviendo el pálido rostro como un girasol hacia el palacio iluminado. Se detuvo en el lugar en que el reformador religioso Savonarola había ardido en la hoguera y alzó la vista hacia las ventanas bajo las que su propio antepasado sufriera martirio. De una de aquellas altas ventanas habían arrojado a Francesco de' Pazzi, desnudo y con un nudo corredizo en torno al cuello, para que muriera contorsionándose y girando como un pelele contra los rugosos muros del palacio. El arzobispo que pendía a su lado revestido con todos sus sagrados atavíos no supo proporcionarle consuelo espiritual; con los ojos saliéndosele de las órbitas y en el paroxismo de la asfixia, el santo varón clavó sus dientes en la carne de Pazzi.
Toda la familia Pazzi cayó en desgracia aquel domingo 26 de abril de 1478 por el asesinato de Giuliano de' Medici y el intento de hacer lo mismo con Lorenzo el Magnífico durante la misa en la catedral.
Ahora, Rinaldo Pazzi, de aquellos famosos Pazzi, que odiaba al gobierno tanto como hubiera podido odiarlo su antepasado, igualmente caído en desgracia y abandonado por la fortuna, y esperando oír el silbido del hacha en cualquier momento, se había acercado a aquel lugar para decidir la mejor manera de aprovechar un singular golpe de suerte. El inspector jefe Pazzi creía haber descubierto que Hannibal Lecter vivía en Florencia. Se le presentaba la oportunidad de recuperar su prestigio y recibir todos los honores de su profesión capturando a aquel demonio. También podía vendérselo a Mason Verger por más dinero del que nunca hubiera podido imaginar. Si el sospechoso era realmente Lecter. Por supuesto, de hacer aquello, Pazzi sabía que vendería también los últimos jirones de su honor.
Pazzi no dirigía la división de investigación de la Questura por casualidad. Era un individuo capacitado para su trabajo, y en otros tiempos un hambre de lobo lo había empujado en pos del éxito profesional. También ostentaba las cicatrices de un hombre que, cegado por la prisa y una ambición desmedida, había aferrado su propio talento por el filo. Había elegido aquel lugar para decidir su propia suerte porque tiempo atrás había experimentado en él unos instantes de iluminación que lo habían llevado a la fama y arruinado después.
Pazzi compartía el sentido de la ironía propio de sus compatriotas. Qué a propósito resultó que la funesta revelación se hubiera producido bajo aquella ventana de la cual el furioso fantasma de su antepasado quizá siguiera colgando, balanceándose contra el muro.
En aquel lugar siempre cabría la posibilidad de cambiar el destino de los Pazzi.
Fue la cacería de otro asesino en serie, Il Mostro, lo que hizo célebre a Pazzi, para convertirse más tarde en la causa de que los cuervos le picotearan el corazón. La experiencia adquirida entonces había hecho posible su reciente descubrimiento. Pero las últimas consecuencias del caso de Il Mostro habían dejado un regusto a ceniza en la boca del inspector jefe y estaban a punto de empujarlo a una caza llena de peligros a espaldas de la ley.
Il Mostro, el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de déjá vu..
El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez en que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al parecer por error. La presión de la opinión pública sobre la Questura se hizo insoportable y provocó el cese del predecesor de Rinaldo Pazzi. Cuando éste ocupó el puesto de inspector jefe, se sintió como un hombre enfrentado a un enjambre de abejas, con la prensa invadiendo su despacho al menor descuido y los fotógrafos apostados en Via Zara, detrás de la central de la Questura, en el lugar por donde no tenía más remedio que salir con su coche. Los turistas que visitaron Florencia en aquella época nunca olvidarían los omnipresentes carteles en que un único ojo advertía a las parejas contra el monstruo. Pazzi trabajó como un poseso.
Se puso en contacto con la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI para que le ayudaran a establecer el perfil psicológico del asesino, y leyó todo lo que pudo conseguir sobre los métodos utilizados por el Bureau.
Puso en marcha medidas preventivas, y así, en muchos de los escondites favoritos de las parejas y en los lugares de citas de los cementerios había más policías que enamorados en el interior de los coches. No había suficientes agentes femeninos para cubrir los turnos de vigilancia. En la época calurosa las parejas de agentes masculinos se turnaban para llevar peluca, y muchos tuvieron que sacrificar el bigote. Pazzi predicó con el ejemplo y fue el primero en afeitárselo.
El Monstruo era cauteloso. Seguía golpeando, pero al parecer no necesitaba hacerlo a menudo.
Pazzi se dio cuenta de que el Monstruo había permanecido inactivo durante largos periodos, el más prolongado de los cuales había durado ocho años, y se concentró en ese hecho. Penosa, laboriosamente, exigiendo ayuda oficinesca de cualquier departamento al que pudiera amenazar, confiscando el ordenador a su sobrino para usarlo con el único de que disponían en la Questura, Pazzi elaboró una lista de todos los delincuentes del norte de Italia cuyos periodos de encarcelamiento coincidieran con los lapsos de inactividad criminal del Monstruo. Eran noventa y siete.
El inspector jefe se adueñó del viejo pero rápido Alfa Romeo GTV de un atracador de bancos encarcelado y, haciendo más de cinco mil kilómetros en un mes, vio personalmente a noventa y cuatro de los sospechosos e hizo que los interrogaran. Los otros estaban incapacitados o muertos.
En los escenarios de los crímenes apenas se habían recogido pruebas que permitieran ir descartando sospechosos. Ni fluidos corporales ni huellas dactilares del asesino. Tan sólo se había encontrado un casquillo de bala, en la escena del crimen cometido en Impruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminante alrededor de la base y marcas de extractor que encajaban con una pistola Colt semiautomática, posiblemente una Woodsman. Las balas extraídas de todos los cadáveres eran del mismo calibre y procedían de la misma pistola. No había marcas que indicaran el empleo de un silenciador, pero tal posibilidad no podía descartarse por completo.
Como buen Pazzi, el inspector jefe era sobre todo ambicioso, y tenía una joven y encantadora esposa con una boquita que no se cansaba de pedir. Los esfuerzos de su marido arrebataron cinco kilos a su ya magra humanidad. Los miembros más jóvenes de la Questura comentaban a sus espaldas su creciente parecido con el Coyote de los dibujos animados.
Cuando alguno de aquellos listillos manipuló el ordenador de la Questura para conseguir que los rostros de los Tres Tenores se convirtieran en las jetas de un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi se quedó mirando la pantalla durante un buen rato y le pareció que su propia cara se transformaba una y otra vez en la del burro.
La ventana del laboratorio de la Questura estaba adornada con una ristra de ajos para mantener alejados a los malos espíritus. Después de haber visitado y encerrado al último de los sospechosos sin obtener resultados, Pazzi se quedó apoyado en el alféizar mirando al patio interior con desesperación.
Pensó en su mujer, con la que había contraído matrimonio hacía poco, en sus esbeltos y firmes tobillos y en el antojo que tenía en el nacimiento de la espalda. Pensó en la forma en que sus pechos temblaban y se agitaban cuando se lavaba los dientes, y en cómo se reía cuando lo sorprendía mirándola. Pensó en las cosas que quería darle. La imaginó abriendo los regalos. Pensaba en su mujer en términos visuales; aunque también era fragante y maravillosamente suave, lo visual siempre acudía a su mente en primer lugar. Consideró la forma en que deseaba aparecer a sus ojos. Ciertamente no como el pelele de la prensa que era en esos momentos. La central de la Questura en Florencia ocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y los caricaturistas estaban sacando todo el partido posible a semejante circunstancia.
Pazzi estaba convencido de que el éxito llega como resultado de la inspiración. Su memoria visual era excelente y, como mucha gente cuyo sentido más agudo es la vista, se imaginaba la iluminación como el desarrollo de una imagen que aparecería borrosa al principio y se iría perfilando poco a poco. Reflexionaba sobre la manera en que la mayoría de las personas buscamos los objetos perdidos. Evocamos su imagen mental y la comparamos con lo que vemos a nuestro alrededor, mientras renovamos la imagen muchas veces por minuto y la hacemos girar en el espacio.
Al cabo de unos días, un atentado terrorista con bomba detrás de la Galería de los Uflizi reclamó la atención del público y la dedicación exclusiva de Pazzi por un corto periodo. Sin embargo, aunque el importante caso de la bomba del museo exigía toda su atención, las imágenes relacionadas con el Monstruo no se le iban de la cabeza. Las veía periféricamente, como se mira alrededor de un objeto para distinguirlo en la oscuridad. Su imaginación se detenía especialmente en la pareja asesinada en la plataforma de un camión en Impruneta. El asesino había dispuesto los cuerpos con esmero, cubriéndolos de pétalos y enmarcándolos con una guirnalda de flores, y la chica tenía el pecho izquierdo al descubierto.
Cierta tarde, Pazzi acababa de salir de la Galería de los Uffizi y estaba cruzando la Piazza della Signoria cuando algo le llamó la atención al pasar junto al tenderete de un vendedor de postales.
No muy seguro del origen de la imagen, se detuvo justo en el lugar donde había ardido Savonarola. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Los turistas abarrotaban la plaza. Pazzi sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Puede que todo estuviera tan sólo en su cabeza, la imagen, la sacudida… Volvió sobre sus pasos e hizo el mismo recorrido. Allí estaba: un pequeño póster, cubierto de moscas y acartonado por la lluvia, de La Primavera de Botticelli. El cuadro original se exponía a sus espaldas, en el museo. La Primavera. La ninfa enguirnaldada a la derecha, con el pecho izquierdo al desnudo y flores asomándole por la boca, mientras el pálido Céfiro alarga una mano hacia ella desde el bosque.
Allí estaba. La imagen de la pareja muerta en la plataforma del camión, con la guirnalda de flores, con flores en la boca de la chica. Exacto. Exacto.
Allí, en el mismo lugar donde su antepasado se había asfixiado chocando contra el muro, le iluminó la idea, la imagen maestra que andaba buscando, una imagen creada quinientos años antes por Sandro Botticelli, el mismo artista que había pintado por cuarenta florines el ahorcamiento de Francesco de' Pazzi en el muro de la prisión de Bargello. ¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse a semejante inspiración, teniendo un origen tan delicioso? Necesitaba sentarse. Todos los bancos estaban llenos. Se vio obligado a enseñar su placa y hacer levantarse a un viejo cuyas muletas no vio hasta que el veterano de guerra se alzó sobre su único pie y armó un escándalo de mil demonios.
La agitación de Pazzi tenía dos motivos. Haber descubierto la imagen en que se inspiraba el Monstruo era todo un éxito; pero había algo mucho más importante: el inspector jefe había visto una reproducción de La Primavera durante los interrogatorios a los sospechosos.
Sabía que era mejor no forzar la memoria; se recostó en el banco y dejó pasar los minutos, invitando al recuerdo. Volvió a los Uffizi y se puso delante del cuadro, pero no demasiado tiempo. Caminó hasta el mercado de la paja y acarició el morro del jabalí de bronce conocido como Il Porcellino. Cogió el coche, condujo hasta el Ippocampo y, apoyado contra la capota del polvoriento Alfa Romeo, con el olor del aceite caliente del motor en la nariz, se quedó mirando a los chavales que jugaban al fútbol.
Lo primero que vio mentalmente fue la escalera y el rellano del primer piso, luego la parte superior de la reproducción de La Primavera apareciendo conforme subía los peldaños; se dio la vuelta mentalmente y vio el marco del portal, pero nada de la calle, ningún rostro. Experto en los trucos de interrogatorio, se interrogó a sí mismo, procurando sacar partido de sus cinco sentidos.
«Cuando viste el póster, ¿qué oíste?… Pucheros hirviendo en una cocina de la planta baja. Cuando llegaste al rellano y te paraste ante el póster, ¿qué oíste? La televisión. Una televisión en una sala de estar. Robert Stack interpretando a Eliot Ness en Los intocables. ¿Olía a comida? Sí, a comida. Vi el póster… No, no me cuentes lo que viste, lo que viste no me importa. ¿Oliste algo más? Seguía oliendo el Alfa, el interior recalentado, tenía pegado a la nariz el olor a aceite caliente, caliente porque… Raccordo, iba a toda velocidad por la autopista de Raccordo… Pero ¿adonde? San Casciano. También oí ladrar a un perro, en San Casciano… Un ladrón y violador que se llamaba Girolamo no sé qué.» El momento en que se establece la conexión, ese espasmo sináptico de plenitud en que el pensamiento hace saltar los fusibles, es el placer más intenso a que se pueda aspirar. Rinaldo Pazzi acababa de disfrutar el mejor momento de su vida.
En hora y media Pazzi tuvo a Girolamo Tocca bajo custodia. La mujer de Tocca apedreó el pequeño convoy que se llevó a su marido.