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Con todos los actores excepto el doctor Lecter presentes en las montañas sardas de Gennargentu, Mason se ocupó a continuación de aprestar los medios que le permitirían dejar constancia de la muerte del doctor para la posteridad y para su propio placer visual. Había tomado las disposiciones fundamentales hacía tiempo; ahora bastaba con dar la voz de alerta.

Llevó a cabo tan delicadas gestiones por teléfono, a través de la centralita de la agencia legal de apuestas cercana al Castaways de Las Vegas. Sus llamadas eran diminutos hilos imperceptibles en el entramado de febril actividad que se apoderaba de aquel sitio durante los fines de semana.

La profunda voz de Mason, despojada de oclusivas y fricativas, viajó desde la reserva forestal próxima a la costa de Chesapeake hasta el desierto, y desde allí atravesó el Atlántico para hacer una primera escala en Roma.

En un apartamento del séptimo piso de un edificio de la Via Archimede, detrás del hotel del mismo nombre, sonó el áspero ring-ring de un teléfono italiano. En la oscuridad, voces soñolientas:

Cosa? Cosa c'é?

Accendi la luce, idiota.

La lámpara de la mesilla iluminó el cuarto. En la cama había tres personas. El joven que estaba en el lado del teléfono levantó el auricular y se lo pasó al grueso hombre maduro acostado en el centro. En el otro lado de la cama una rubia veinteañera alzó la cara soñolienta hacia la luz y volvió a hundirla en el almohadón.

Pronto, chi? Chiparla?

—Oreste, querido, soy Mason.

El individuo obeso se espabiló del todo y le señaló al joven un vaso de agua mineral.

—¡Ah, Mason, amigo mío! Perdóname, estaba dormido. ¿Qué hora es ahí?

—Es tarde en todas partes, Oreste. ¿Recuerdas lo que dije que haría por ti y lo que tú tenías que hacer por mí?

—Sí, sí… Claro.

—Pues ha llegado el momento. Ya sabes lo que quiero. Quiero dos cámaras, quiero mejor calidad de sonido que la de tus películas porno, y tienes que conseguir tu propia electricidad, porque quiero que el generador esté bien lejos del lugar de rodaje. Quiero unos planos bonitos de naturaleza para cuando hagamos el montaje, y cantos de pájaros. Quiero que te encargues de la localización de exteriores mañana mismo y que lo tengas todo a punto. Puedes dejar el equipo allí, yo me encargo de la seguridad. Luego vuelves a Roma hasta el momento del rodaje. Pero estate listo para salir cagando leches antes de dos horas en cuanto te avise. ¿Lo has entendido todo, Oreste? Tienes un cheque esperándote en el Citibank. ¿De acuerdo?

—Mason, en estos momentos estoy rodando…

—¿Quieres hacer esto, Oreste? ¿No dijiste que estabas harto de hacer películas de folleteo, snuff y rollos históricos para la RAI? ¿Es que ya no quieres hacer una película de las de verdad, Oreste?

—Claro que sí, Mason.

—Entonces, sal por la mañana. El dinero está en el Citibank. Quiero que vayas allí.

—¿A dónde, Mason?

—A Cerdeña. Volarás a Cagliari, allí irán a recogerte.

La siguiente llamada fue a Porto Torres, en la costa oriental de Cerdeña. La comunicación fue escueta. No había gran cosa que decir, puesto que la maquinaria de aquel lugar estaba lista hacía tiempo y era tan eficaz como la guillotina portátil de Mason. También era más higiénica, ecológicamente hablando, aunque no tan rápida.