Mason supo que su placa radiográfica correspondía al brazo del doctor Lecter bastante antes que Starling, porque sus fuentes del Departamento de Justicia eran mejores que las de la agente especial.
Mason recibió un e-mail firmado «Token287». Era la segunda contraseña empleada por el ayudante para el Comité Judicial de la Cámara de Representantes del congresista Parton Vellmore. A su vez, en la oficina de Vellmore se había recibido un e-mail procedente de Cassiusl99, la segunda contraseña de Paul Krendler en el Departamento de Justicia. La confirmación había puesto a Mason en un estado de gran agitación. Aunque no creía que Lecter estuviera en Brasil, la radiografía probaba que el doctor tenía en la actualidad el número normal de dedos en la mano izquierda. Ese dato corroboraba una nueva pista sobre su paradero procedente de Europa. Mason estaba convencido de que la información provenía de alguien que trabajaba en las fuerzas del orden italianas, y era el rastro más sólido de Lecter en los últimos años.
Mason no tenía intención de compartir aquella pista con el FBI. Gracias a siete años de esfuerzos sostenidos, acceso a archivos federales reservados, distribución exhaustiva de pasquines, libertad respecto a restricciones internacionales y enormes sumas de dinero, Mason había tomado la delantera al FBI en la persecución de Lecter. Sólo compartía información con el Bureau cuando necesitaba explotar sus recursos. Para guardar las apariencias, ordenó a su secretario que atosigara a Starling con llamadas para interesarse por el desarrollo de la investigación. La agenda informática de Mason obligó al secretario a llamarla al menos tres veces al día.
Mason giró inmediatamente cinco mil dólares a su informante de Brasil para que siguiera la pista de la radiografía. El fondo para gastos que envió a Suiza era mucho mayor, y estaba dispuesto a aumentarlo en cuanto recibiera informes consistentes.
Estaba casi seguro de que su fuente europea había localizado a Lecter, pero le habían dado gato por liebre muchas veces y estaba escarmentado. Pronto tendría pruebas tangibles. Hasta entonces, para aliviar la agonía de la espera, Mason se ocupó de lo que ocurriría cuando el doctor estuviera en su poder. Las disposiciones necesarias también habían requerido su tiempo, porque Mason era un estudioso del sufrimiento…
Las elecciones de Dios a la hora de infligir dolor no nos resultan satisfactorias ni comprensibles, a no ser que aceptemos que la inocencia lo ofende. Es evidente que necesita ayuda para encauzar la furia ciega con que flagela a la Humanidad.
Mason acabó comprendiendo el papel que le correspondía en el plan divino durante el duodécimo año de su parálisis, cuando ya no era más que una piltrafa que apenas abultaba bajo las sábanas y supo que no volvería a levantarse. Su anexo en la mansión de Muskrat Farm estaba acabado y disponía de medios, aunque no ilimitados, porque el patriarca de la familia, Molson Verger, seguía llevando las riendas.
Eran las Navidades del año en que Lecter escapó. Vulnerable a los sentimientos que suelen provocar las Navidades, Mason lamentaba con amargura no haber dispuesto lo necesario para que Lecter fuera asesinado en el manicomio. Sabía que, dondequiera que se encontrara, el doctor Lecter estaría moviéndose a su antojo y, casi con toda seguridad, pasándoselo en grande.
Mientras tanto, él yacía bajo un respirador, cubierto de los pies a la cabeza con una manta suave y vigilado por una enfermera que se moría de ganas por sentarse. Le habían traído en autobús a un grupo de niños pobres para que cantaran villancicos. Con permiso del médico, le abrieron brevemente las ventanas al aire fresco y, bajo ellas, con velas en la mano, los niños cantaron.
En la habitación de Mason, las luces estaban apagadas y, en el cielo oscuro sobre la granja, las estrellas parecían muy cercanas.
Pueblecito de Belén, ¡qué tranquilo pareces!
Qué tranquilo pareces,
qué tranquilo pareces.
La letra del villancico parecía burlarse de Mason. «¡Qué tranquilo pareces, Mason!» Asomadas a su ventana, las estrellas navideñas guardaban un silencio opresivo. Las estrellas no le contestaban cuando alzaba hacia ellas su ojo encapsulado y suplicante, ni cuando intentaba hacer un gesto en su dirección con los dedos que podía mover. Mason se sentía incapaz de respirar. Si se estuviera asfixiando en el espacio, pensó, lo último que vería serían esas mismas estrellas, hermosas pero mudas y sin atmósfera. Se estaba ahogando, pensó, su respirador no conseguía mantener el ritmo, tenía que esperar para respirar las líneas de sus constantes vitales, verdes como el árbol de Navidad, pequeños y puntiagudos abetos en el bosque nocturno de los monitores. Las agujas de sus latidos, las agujas de la sístole, las agujas de la diástole.
La enfermera se asustó, y a punto estuvo de pulsar el timbre de la alarma y administrarle adrenalina.
La burla del villancico, «Qué tranquilo pareces, Mason».
Aquellas Navidades recibió la iluminación. Antes de que la enfermera pulsara el timbre o le aplicara medicación, las primeras y ásperas cerdas de su venganza rozaron su pálida mano, que buscaba ansiosa como el fantasma de un cangrejo, y consiguieron calmarlo poco a poco.
En las comuniones navideñas de todo el mundo, los fieles creen que, a través del milagro de la transubstanciación, toman la sangre y la carne del propio Cristo. Mason empezó a hacer los preparativos para una ceremonia aún más impresionante, en la que la transubstanciación sería innecesaria. Comenzó los preparativos que permitirían comerse vivo al doctor Hannibal Lecter.