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Gracias a la delicadeza de un loco y a la obsesión de otro, Starling había obtenido por el momento lo que siempre había deseado, un despacho en el famoso pasillo subterráneo de la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Conseguirlo de aquel modo resultaba amargo. Starling nunca había imaginado que la fueran a destinar a la elitista Unidad de Ciencias del Comportamiento nada más graduarse en la Academia del FBI; pero siempre tuvo la convicción de que acabaría ganándose la plaza. Sin embargo, sabía que debería pasar años en centros operativos antes de conseguirlo.

La agente especial era buena en su trabajo, pero le faltaba mano izquierda para los cabildeos de despacho; hasta pasados unos años no se dio cuenta de que nunca llegaría a Ciencias del Comportamiento, por más que el jefe de la unidad, Jack Crawford, también lo deseara.

El motivo fundamental no se le hizo evidente hasta que, como un astrónomo que localiza un agujero negro, descubrió la existencia de Paul Krendler, ayudante del inspector general, por su influencia en los hombres que lo rodeaban. Aquel hombre nunca le había perdonado que encontrara al asesino en serie Jame Gumb antes que él, y no podía soportar la atención que la prensa había dedicado a la novata.

En cierta ocasión, Krendler la llamó a casa una lluviosa noche de invierno. Starling cogió el teléfono envuelta en un albornoz, calzada con zapatillas de Bugs Bunny y con el pelo envuelto en una toalla. Siempre se acordaría de la fecha, porque era la primera semana de la operación Tormenta del desierto. Starling trabajaba por entonces como agente técnico y acababa de volver de Nueva York, donde había dado el cambiazo a la radio de la limusina de la delegación iraquí en las Naciones Unidas. La nueva era idéntica a la anterior, salvo por el hecho de que las conversaciones mantenidas en el interior del vehículo eran captadas por un satélite del Departamento de Defensa. Había sido una jugada comprometida en el interior de un garaje privado, y Starling todavía tenía los nervios de punta. Por un segundo, se le ocurrió la loca idea de que Krendler la llamaba para felicitarla por haber hecho un buen trabajo.

Recordaba la lluvia tamborileando en los cristales y la voz de Krendler en el auricular, un tanto farfullante sobre un fondo de ruidos de bar.

Le preguntó si podían verse y añadió que podía llegar en media hora. Krendler estaba casado.

—Me parece que no, señor Krendler —respondió Starling al tiempo que pulsaba el botón de grabación del contestador automático. El aparato produjo el pitido que exige la ley, y la comunicación se cortó.

Ahora, pasados los años y sentada en el despacho que siempre había querido ganarse, Starling escribió su nombre en un trozo de papel y lo pegó con celo en la puerta. Como el rótulo no parecía serio, lo arrancó y lo arrojó a la papelera.

Había una carta en su bandeja para el correo. Se trataba de un cuestionario del Libro Guinness de los récords, que quería incluirla en sus páginas como el agente del orden de sexo femenino que más criminales había matado en la historia de Estados Unidos. Empleaban el término «criminales», le explicaba el editor, con todas las de la ley, dado que todos los fallecidos habían cometido múltiples delitos mayores, y sobre tres de ellos pesaban órdenes de busca y captura que se salían de lo habitual. El cuestionario fue a hacer compañía al rótulo con su nombre.

Llevaba dos horas tecleando en la mesa auxiliar del ordenador y apartándose mechones sueltos de la cara cuando Crawford llamó a la puerta con los nudillos y asomó la cabeza al interior del despacho.

—Ha llamado Brian desde el laboratorio, Starling. La radiografía de Mason y la que conseguiste de Barney coinciden. Es el brazo de Lecter. Van a digitalizarlas y compararlas, pero según él no hay duda posible. Incluiremos los datos en el archivo VICAP de Lecter.

—¿Qué hacemos con Mason Verger?

—Le diremos la verdad —dijo Crawford—. Los dos sabemos que él no compartirá nada más con nosotros a no ser que le demos algo que no puede conseguir por sus propios medios. Y si intentamos tomarle la delantera en Brasil en este momento, lo echaremos todo a perder.

—Usted me dijo que no hiciera nada, y eso he hecho.

—Entonces, ¿qué estabas haciendo, jugando con el ordenador?

—La radiografía le llegó a Mason por DHL Express. La mensajería retuvo el código de barras, la etiqueta de información y el lugar en que se hicieron cargo del envío. El hotel Ibarra, en Río de Janeiro —Starling levantó una mano para adelantarse a una interrupción—. Hasta ahora sólo he utilizado fuentes de Nueva York. No he hecho ninguna pesquisa en Brasil.

»Mason hace sus llamadas telefónicas, o muchas de ellas, a través de la centralita de una agencia de apuestas deportivas de Las Vegas. Imagínese la cantidad de llamadas que mueven.

—No sé si atreverme a preguntar cómo has averiguado todo eso.

—Sin salirme de la legalidad —respondió Starling—. Bueno, casi. Pero no dejé ningún micrófono en su casa. Tengo los códigos para acceder a su cuenta telefónica, eso es todo. Todos los agentes técnicos los tienen. Mire, podríamos acusarlo de obstrucción a la justicia. Con sus influencias, ¿cuánto tiempo tendríamos que suplicar hasta conseguir una orden que nos permitiera tenderle una trampa? Y en caso de que lo condenaran, ¿de qué nos serviría? Ahora bien, está usando una correduría de apuestas deportivas.

—Comprendo —dijo Crawford—. La Comisión para el Juego de Nevada podría pinchar el teléfono o apretarles las tuercas a los de la correduría de apuestas para que nos dieran la información que necesitamos, o sea, a quién van dirigidas las llamadas. Starling asintió.

—Ya ve que he dejado tranquilo a Mason, tal como me ordenó.

—Sí, ya lo veo —dijo Crawford—. Puedes decirle a Mason que esperamos ayuda de la Interpol y de la embajada brasileña. Dile que necesitamos mandar gente allí y empezar a organizar la extradición. Lo más probable es que Lecter haya cometido crímenes en Sudamérica, así que más vale que pidamos la extradición antes de que la policía de Rio empiece a hojear sus propios ficheros empezando por la ce de «canibalismo». Si es que está en Sudamérica. Starling, ¿no te enferma hablar con Mason?

—No tengo más remedio que acostumbrarme. Usted me proporcionó una buena introducción a la materia cuando encontramos aquel «flotador» en Virginia Occidental. ¿Cómo puedo hablar así, «aquel flotador»? Era un ser humano, y se llamaba Fredericka Bimmel; y sí, Mason me enferma. Hay un montón de cosas que me enferman últimamente, Jack.

Sorprendida de sí misma, Starling se quedó callada. Hasta aquel momento nunca se había dirigido al jefe de unidad Jack Crawford por su nombre de pila ni había tenido intención de llamarlo «Jack», y haberlo hecho la asombraba. Estudió el rostro del hombre, un rostro que tenía fama de inescrutable.

Crawford asintió con una sonrisa triste que más parecía una mueca.

—A mí también, Starling. ¿Quieres un par de tabletas de Pepto-Bismol para tomártelas antes de hablar con Mason?

Mason Verger no se molestó en ponerse al teléfono. Un secretario agradeció a Starling el mensaje y dijo que su jefe le devolvería la llamada. Pero Verger no se puso en contacto con ella personalmente. Para aquel hombre, que estaba varios puestos por encima de Starling en la lista de notificaciones, la comprobación de la radiografía ya no era una novedad.