12

Si EN EL CAMINO AL INFIERNO HAY ESTACIONES, deben de parecerse a la entrada de ambulancias del Hospital General de la Misericordia, en Baltimore. Por encima del fúnebre lamento de las sirenas, de las ansias de los agonizantes, del chirrido de las ruedas de las camillas empapadas, de los gritos y alaridos, las columnas de vapor que despiden las bocas de alcantarilla, teñidas de rojo por un gran letrero de neón que dice EMERGENCIAS, ascienden como la columna que guió a Moisés, de fuego en la oscuridad, de nube a la luz del día.

Barney surgió de entre el vapor embutiendo los poderosos hombros en la chaqueta y, bajando la cabeza, redonda y rapada, avanzó por el agrietado pavimento a grandes zancadas en dirección este, por donde empezaba a amanecer.

Salía del trabajo veinticinco minutos tarde; la policía había traído a un chulo, al que le gustaba pegar a las mujeres, colocado y herido de bala, y la enfermera jefe le había pedido que se quedara. Siempre se lo pedían cuando llegaba algún paciente violento. Clarice Starling observó a Barney bajo la profunda capucha de su chaqueta y dejó que se le adelantara media manzana por la otra acera antes de colgarse al hombro el capazo y seguirlo. Cuando el hombre pasó de largo ante el aparcamiento y la parada de autobús, Starling se sintió aliviada. Le sería más fácil seguirlo si iba a pie. No estaba segura de dónde vivía y necesitaba averiguarlo antes de que la viera.

El barrio de detrás del hospital era tranquilo, obrero y multirracial. Uno de esos barrios en los que conviene ponerle una cerradura especial al coche, pero no hace falta llevarse la batería a casa por la noche, y en el que los niños pueden jugar en la calle. Después de recorrer tres manzanas, Barney dejó pasar una furgoneta y cruzó el paso de cebra en dirección norte, hacia una calle de edificios estrechos, algunos con peldaños de mármol y cuidados jardines delanteros. Los pocos locales comerciales vacíos tenían las lunas intactas y limpias. Las tiendas estaban abriendo y empezaba a verse gente. Los camiones que habían permanecido aparcados durante la noche a ambos lados de la calle impidieron a Starling ver al hombre durante medio minuto y, al no advertir que se había detenido, se encontró a su altura. Estaba justo al otro lado de la calle. Quizá también él la hubiera visto, pero no estaba segura.

Barney se había quedado inmóvil con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza adelantada, mirando con los ojos entornados algo que se movía en mitad de la calzada. Sobre el asfalto yacía una paloma muerta, cuyas plumas se agitaban movidas por el aire de los coches que pasaban a su lado. Su compañera daba una y más vueltas a su alrededor mirándola con uno de los ojillos y agitando la cabeza a cada salto de sus patas rosáceas. Gira que gira, sin dejar de arrullar con el suave zureo de su especie. Pasaron varios coches y una furgoneta, que la atribulada viuda sorteaba en el último instante con cortos vuelos. Era posible que Barney hubiera levantado la vista un segundo y la hubiera visto; Clarice no podía afirmarlo. Pero tenía que moverse, o la descubriría. Cuando miró hacia atrás por encima del hombro, vio a Barney en cuclillas en medio de la calzada, con un brazo levantado para detener el tráfico.

Torció en la primera esquina, se quitó la chaqueta y sacó del capazo un jersey de chándal, una gorra de béisbol y una bolsa de deporte; se cambió a toda prisa, metió la chaqueta y el capazo en la bolsa de deporte, y se encasquetó la gorra. Se cruzó con varias mujeres de la limpieza que volvían a sus casas, y volvió a doblar la esquina hacia la calle donde había dejado a Barney.

El celador había recogido el cadáver de la paloma y lo sostenía entre las manos. La compañera del ave voló hasta los cables del teléfono y lo observó desde allí. Barney depositó la paloma en la hierba de un parterre y le alisó las plumas. Alzó el ancho rostro hacia los cables y dijo algo. Cuando el hombre continuó su camino, la paloma descendió al césped y volvió a merodear en torno a su pareja, dando saltitos por la hierba. Barney no miró atrás. Cuando subió los escalones de una casa de apartamentos cien metros más adelante y se puso a buscar las llaves en su bolsillo, Starling, que estaba a media manzana de distancia, echó a correr para alcanzarlo antes de que abriera la puerta.

—Barney… Hola.

El hombre se dio la vuelta sin prisa y la miró. Starling había olvidado que Barney tenía los ojos más separados de lo normal. Vio brillar en ellos una mirada de inteligencia y sintió como el pequeño clic de una conexión.

Se quitó la gorra y dejó que el cabello le resbalara por los hombros.

—Soy Clarice Starling. ¿Te acuerdas de mí? Soy…

—La novata —dijo, sin cambiar de expresión. Starling juntó las palmas de las manos y asintió.

—Pues, sí, soy la novata. Barney, necesito hablar contigo. No es oficial, sólo quiero hacerte unas preguntas.

Barney bajó los escalones. Cuando estuvo en la acera, frente a ella, Starling tuvo que seguir levantando la vista. No se sentía amenazada por su tamaño, como le hubiera ocurrido a un hombre.

—Agente Starling, ¿reconoce usted oficialmente que no me ha leído mis derechos? —tenía una voz áspera y fuerte, como la de Tarzán, versión Johnny Weissmuller.

—Por supuesto. No te he aplicado la ley Miranda. Estamos de acuerdo.

—¿Qué tal si se lo dices a tu bolsa de deporte?

Starling abrió la bolsa, metió la cara y habló en voz alta, como si dentro llevara un enano.

—No he leído sus derechos a Barney ni le he ofrecido hacer una llamada.

—Al final de la calle hay un sitio donde preparan un café estupendo —dijo Barney—. ¿Cuántas gorras llevas en la bolsa? —le preguntó cuando se pusieron en marcha.

—Tres —contestó Starling.

Cuando el microbús matriculado como transporte para minusválidos pasó ante ellos, Starling se dio cuenta de que los ocupantes la miraban; pero los desdichados se ponen cachondos a menudo, derecho que nadie puede negarles. Los jóvenes que ocupaban un coche parado ante el siguiente semáforo también se la quedaron mirando, aunque, como iba con Barney, no le dijeron nada. Cualquier cosa que hubiera asomado por las ventanillas habría captado la atención instantánea de Starling, prevenida contra la venganza de los Tullidos, pero no le quedaba más remedio que aguantar las miradas silenciosas de los babosos.

Cuando entraron en la cafetería, el microbús dio marcha atrás, entró en una calleja y volvió por donde había venido.

El establecimiento, especializado en almuerzos de jamón y huevos, estaba abarrotado y esperaron a que quedara libre un reservado, mientras el camarero le gritaba en hindi al cocinero, que manejaba la carne con unas largas pinzas y expresión culpable.

—Comamos algo —propuso Starling, cuando por fin pudieron sentarse—. Paga el tío Sam. ¿Cómo te van las cosas, Barney?

—Tengo un buen trabajo.

—¿Qué haces?

—Celador. Bueno, auxiliar de enfermería.

—Pensaba que serías ya un enfermero diplomado, o que estarías en la facultad de medicina.

Barney se encogió de hombros y alargó la mano hacia la jarrita de la crema. Alzó la vista y miró a Starling.

—¿Te están apretando por lo de Evelda?

—Ya veremos. ¿La conocías?

—La vi una vez, cuando trajeron a su marido, Dijon. Estaba muerto, se desangró antes de que pudieran meterlo en la ambulancia. Cuando llegó al hospital no le quedaba una gota de sangre. Ella no quería soltarlo y les pegó a las enfermeras. Tuve que… Ya sabes… Era guapa. Y fuerte. No la trajeron cuando tú…

—No, la declararon muerta oficialmente allí mismo, en la escena del tiroteo.

—Ya me lo imaginé.

—Barney, cuando entregaste al doctor Lecter a los de Tennessee…

—No lo trataron con educación.

—Cuando tú…

—Y ahora están todos muertos.

—Sí. No duraron vivos ni tres días. Tú en cambio fuiste su guardián durante ocho años.

—Sólo seis. Él ya llevaba allí dos cuando yo llegué.

—¿Cómo lo hacías, Barney? Si no te molesta la pregunta, ¿cómo conseguiste aguantarlo tanto tiempo? No bastaba con tratarlo con educación.

Barney miró su reflejo en la cuchara, primero convexo y luego cóncavo, y pensó durante un instante.

—El doctor Lecter tenía unas maneras exquisitas, nada estiradas, sino naturales y elegantes. Yo estaba estudiando por correspondencia y él me ayudaba. Eso no quita que me hubiera matado en cuestión de segundos a la menor oportunidad. En las personas, una cualidad no anula las otras. Pueden coexistir unas con otras, las buenas con las terribles. Sócrates lo dijo mucho mejor que yo. Si trabajas en máxima seguridad, no puedes permitirte olvidarlo en ningún momento. Si procuras recordarlo, todo irá bien. Puede que el doctor Lecter llegara a lamentar haberme explicado lo de Sócrates —para Barney, libre del lastre de una formación académica, Sócrates había sido una experiencia de primera mano, que había tenido la inmediatez de un encuentro personal—. La seguridad y la conversación eran dos cosas totalmente independientes —prosiguió—. La seguridad no era algo personal, ni siquiera cuando tenía que suprimirle el correo o ponerle las correas.

—¿Hablabas a menudo con él?

—A veces se pasaba meses sin abrir la boca, y otras veces hablábamos por las noches, cuando los otros dejaban de gritar. De hecho, yo seguía esos cursos por correspondencia y no entendía una mierda; fue él quien me abrió los ojos a todo un mundo de cosas que desconocía: Suetonio, Gibbon, cosas así.

Barney cogió la taza. Tenía un trazo naranja de yodo en un rasguño reciente que le cruzaba el dorso de la mano.

—Cuando se escapó, ¿pensaste alguna vez que iría a por ti? Barney meneó la cabezota.

—Una vez me dijo que, siempre que fuera «factible», prefería comerse a los maleducados. «Maleducados en sentido amplio», los llamó.

Barney rió, cosa rara en él. Tenía los dientes pequeños como los de un niño, y en su regocijo había algo de perverso, como en la alegría de un bebé cuando embadurna de papilla la cara de un familiar embelesado.

Starling se preguntó si no habría estado encerrado con los majaras más tiempo de la cuenta.

—Y tú, ¿qué? ¿Tuviste miedo cuando se escapó? ¿Pensaste que iría a buscarte? —le preguntó Barney.

—No.

—¿Por qué?

—Porque me dijo que no lo haría.

Por extraño que parezca, ambos encontraban la respuesta completamente satisfactoria. Les trajeron los huevos. Los dos estaban hambrientos y comieron sin decir palabra durante unos minutos. Luego, Starling decidió ir al grano.

—Barney, cuando trasladaron a Memphis al doctor Lecter, te pedí que me dieras sus dibujos y tú me los trajiste de la celda. ¿Qué pasó con todo lo demás, libros, papeles…? En el hospital ni siquiera tienen su historial médico.

—Hubo un follón de mil pares de cojones —Barney hizo una pausa para golpear la base del salero contra la palma de la mano—. Ya sabes la que se armó en el hospital. Me despidieron. Despidieron a un montón de gente, y todo se desperdigó por ahí. Cualquiera sabe…

—¿Perdona? —dijo Starling—. Con todo este jaleo creo que no te he oído bien. Anoche descubrí que el ejemplar del Dictionnaire de cuisine de Alejandro Dumas con anotaciones del doctor Lecter fue vendido en una casa de subastas de Nueva York hace dos años. Lo adquirió un coleccionista particular por dieciséis mil dólares. La declaración jurada de propiedad que presentó el vendedor estaba firmada por un tal Cary Phlox. ¿Conoces a Cary Phlox, Barney? Espero que sí, porque tiene la misma letra que quien redactó tu solicitud de ingreso en el hospital en el que ahora trabajas, sólo que firma «Barney». Ese Cary también hizo tu declaración de la renta. Perdona que no oyera lo que has dicho antes. ¿Puedes repetirlo, por favor? ¿Cuánto te dieron por el libro, Barney?

—Unos diez —respondió él mirándola fijamente. Starling asintió.

—El recibo dice que fueron diez quinientos. Y por la entrevista con el Tattler cuando Lecter se escapó, ¿cuánto conseguiste?

—Quince de los grandes.

—Vale. Me alegro por ti. Toda la mierda que les contaste era pura invención.

—Sabía que a él no le importaría. Se habría sentido decepcionado si no los hubiera puteado un poco.

—El ataque a aquella enfermera, ¿fue antes de que trabajaras en el hospital?

—Sí.

—Le dislocaron un hombro.

—Eso creo.

—¿Le hicieron alguna radiografía?

—Es de suponer que sí.

—Quiero esa radiografía.

—Ummmm.

—He descubierto que los autógrafos de Lecter están divididos en dos grupos. Los escritos con tinta, anteriores a su encarcelamiento, y los hechos con lápices de colores o rotulador en el manicomio. Los hechos con lápices son los que más valen, pero supongo que ya lo sabes. Barney, creo que tú tienes todo ese material y piensas sacarlo al mercado de los coleccionistas poco a poco, durante años. Barney se encogió de hombros, pero no soltó prenda.

—Creo que estás esperando a que el doctor vuelva a estar en el candelero ¿Qué pretendes, Barney?

—Ver todos los Vermeer del mundo antes de morirme.

—¿Hace falta que te pregunte quién te inició en Vermeer?

—Hablábamos de muchas cosas en plena noche.

—¿Hablasteis de lo que le hubiera gustado hacer de estar libre?

—No. Al doctor Lecter no le interesan las hipótesis. No cree en los silogismos, ni en las síntesis, ni en ningún absoluto.

—¿En qué cree?

—En el caos. Tiene la ventaja de que no necesitas tener fe. Es evidente por sí mismo. Starling prefirió seguirle la corriente por el momento.

—Lo dices como si creyeras en ello —le dijo—, pero tu trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore consistía precisamente en mantener el orden. Eras el celador jefe. Tú y yo estamos en el negocio del orden. De hecho el doctor Lecter nunca escapó a tu vigilancia.

—Eso ya te lo he explicado.

—Porque nunca bajaste la guardia. Aunque, en cierto sentido, fraternizarais…

—No fraternicé con él —la cortó Barney—. Él no es hermano de nadie. Hablábamos de temas que nos interesaban a los dos. Por lo menos, me interesaron a mí cuando empecé a descubrirlos.

—¿Alguna vez se burló de ti porque no sabías algo?

—No. ¿Se burló de ti?

—No —respondió para no herir a Barney, al comprender por primera vez que, si el monstruo la había ridiculizado, debía tomárselo en parte como un cumplido—. Y habría podido burlarse de mí si hubiera querido. ¿Sabes dónde están todas esas cosas, Barney?

—¿Dan alguna recompensa al que las encuentre?

Starling dobló su servilleta de papel y la puso bajo el borde del plato.

—La recompensa es que no te acusaré de obstrucción a la justicia. Ya te di una oportunidad cuando pusiste un micrófono en mi escritorio del hospital.

—Aquel micrófono era del difunto doctor Chilton.

—¿Difunto? ¿Cómo sabes que Chilton es un «difunto»?

—Si no es eso, es que lleva siete años de retraso —dijo Barney—, Y yo no lo esperaría para la hora de la cena. Déjame preguntarte algo: ¿con qué te conformarías, agente especial Starling?

—Quiero ver la radiografía. Necesito la radiografía. Si hay libros de Lecter, quiero echarles un vistazo.

—Supongamos que diéramos con el material. ¿Qué pasaría después?

—Bueno, la verdad es que no estoy segura. El fiscal podría incautarse de todo y considerar los objetos pruebas en la investigación de la huida. Luego criarían moho en su enorme depósito de pruebas. Si examino el material y no descubro nada útil en los libros, y lo hago constar, tú podrías alegar que te los regaló el propio doctor Lecter. Ha permanecido in absentia siete años, de forma que podrías reclamarlos por la vía civil. No tiene parientes conocidos. Y yo recomendaría que cualquier material inocuo te fuera devuelto. Debes saber que mi recomendación estaría al final de la cola. Y es poco probable que te devolvieran la radiografía o el historial médico, puesto que el doctor Lecter no era quién para dártelos.

—¿Y si te dijera que no tengo ese material?

—A quien lo tuviera le costaría horrores venderlo, porque expediríamos una orden de búsqueda y haríamos saber al mercado que requisaríamos cualquier objeto y perseguiríamos a quien fuera por recepción y posesión. Y yo pediría una orden de registro de tu casa.

—Ahora que has averiguado dónde está mi casa.

—Lo que puedo asegurarte es que si devuelves el material, nadie te reprochará haberlo cogido, sobre todo teniendo en cuenta lo que le habría ocurrido si lo hubieras dejado en su sitio. Ahora, prometerte que te lo devolverán, no, eso no puedo hacerlo. —A modo de puntuación, Starling se puso a rebuscar en su bolso—. Sabes, Barney, tengo la sensación de que no has conseguido un título porque quizá lleves algo arrastrando. No sé, tal vez tengas unos antecedentes rodando por ahí. ¿Lo miramos? Quiero que sepas una cosa; nunca he intentado averiguar si tenías una ficha, ni me he puesto a husmear en tu pasado.

—No, sólo has estado fisgando en mi declaración de la renta y mi solicitud de ingreso en el hospital, nada más. Estoy conmovido.

—Si tienes antecedentes, el fiscal de esta jurisdicción podría hablar en tu favor, y conseguir que se haga tabla rasa de tu historial.

—¿Has acabado? —dijo Barney rebañando el plato con un trozo de pan—. Vamos a dar una vuelta.

—He visto a Sammie, ¿te acuerdas, el que ocupó la celda de Miggs? Sigue viviendo en ella —dijo Starling una vez en la calle.

—Creía que el hospital estaba condenado.

—Lo está.

—¿Y está siguiendo algún programa?

—No, simplemente vive allí, a oscuras.

—Creo que deberías avisar. Es diabético crónico, no aguantará mucho. ¿Sabes por qué hizo Lecter que Miggs se tragara su propia lengua?

—Tengo una ligera idea.

—Lo mató por haberte ofendido. Ése fue el motivo inmediato. Pero no te sientas mal, hubiera acabado haciéndolo de todos modos.

Dejaron atrás el edificio de apartamentos donde vivía Barney y llegaron al jardín, donde la paloma seguía dando vueltas alrededor del cadáver de su compañera. Barney procuró espantarla haciendo aspavientos con las manos.

—Vete de una vez —le dijo al pájaro—. Ya has guardado bastante luto. Si sigues dando vueltas, acabará cazándote un gato.

La paloma alzó el vuelo. No pudieron ver dónde se posaba.

Barney recogió el cadáver de la otra. El cuerpo cubierto de suaves plumas se deslizó fácilmente en su bolsillo.

—Sabes, una vez el doctor Lecter habló de ti un poco. Puede que fuera la última vez que hablé con él, o una de las últimas. Me lo ha recordado el pájaro. ¿Te gustaría saber lo que dijo?

—Cómo no —dijo Starling. El desayuno se le revolvió en el estómago, pero no estaba dispuesta a dejarse acobardar.

—Estábamos hablando de los comportamientos hereditarios, que no tienen vuelta de hoja. Puso como ejemplo los experimentos genéticos en un tipo de pichones que giran sobre sí mismos durante el cortejo. Vuelan bien alto y luego giran y giran hacia atrás, mientras se dejan caer hacia el suelo. Los hay que hacen piruetas muy cerradas, y otros que las dan más abiertas. No puedes cruzar dos de los primeros, porque las crías darían vueltas cayendo en picado hasta estrellarse contra el suelo. Lo que dijo el doctor Lecter fue esto: «La agente Starling es uno de esos pichones que giran como locos, Barney. Esperemos que alguno de sus progenitores no lo fuera». Starling tenía que rumiar aquello.

—¿Qué harás con el pájaro? —le preguntó.

—Desplumarlo y comérmelo —contestó Barney—. Sube a casa y te daré la radiografía y los libros.

Cuando regresaba cargada con el enorme paquete hacia el hospital y el coche, Starling oyó entre los árboles la patética llamada de la paloma viuda.