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Ciencias del comportamiento es la unidad del FBI que investiga los asesinatos en serie. En sus dependencias, situadas en los sótanos del edificio, el aire está quieto y fresco. Los decoradores con sus muestrarios de colores han intentado en los últimos años iluminar ese espacio subterráneo. El resultado no ha sido mejor que el de los cosméticos que emplean las empresas de pompas fúnebres.

El despacho del jefe de unidad conserva los tonos marrones y canela originales, y las cortinas a cuadros de color café en sus altas ventanas. Allí, rodeado de sus infernales archivos, estaba sentado Jack Crawford, escribiendo sobre la mesa.

Oyó un golpe de nudillos en la puerta y, al levantar los ojos, se encontró con una vista que siempre le resultaba agradable; Clarice Starling estaba en el umbral. Crawford sonrió y se puso en pie. Starling y él hablaban de pie a menudo; era una de las formalidades tácitas que habían acabado por imponer a su relación. No necesitaban estrecharse la mano.

—Me han dicho que fue al hospital —dijo Starling—. Me hubiera gustado verlo.

—Me alegro de que te soltaran tan pronto —contestó Crawford—. Y la oreja, ¿cómo va?

—Estupendamente, si le gusta la coliflor. Me han dicho que la mayor parte se me caerá.

El cabello se la cubría y Starling no se ofreció a enseñársela. Se produjo un momento de silencio.

—Querían que cargara con el muerto por lo de la operación, señor. Lo de Evelda Drumgo, para mí solita. Se estaban comportando como un hatajo de hienas y de pronto todo acabó y se fueron con el rabo entre las piernas. Algo o alguien les quitó la idea de la cabeza.

—Puede que tengas un ángel de la guarda, Starling.

—Puede que sí. ¿Qué tuvo que hacer, Jack?

Crawford meneó la cabeza.

—Por favor, Starling, cierra la puerta —encontró un kleenex arrugado en el bolsillo y se limpió las gafas con él—. Habría hecho algo si hubiera podido. Pero no tenía suficiente fuerza por mí mismo. Si el senador Martin siguiera en activo, te habría conseguido apoyo… Se cepillaron a John Brigham en esa operación. Como si lo hubieran tirado a la basura. Hubiera sido una vergüenza que hicieran lo mismo contigo. Me he sentido como si os estuviera cargando en un jeep a John y a ti.

Las mejillas de Crawford enrojecieron y la mujer se acordó de su rostro al viento cortante que soplaba sobre la tumba de John Brigham. Crawford nunca le había hablado de su experiencia de guerra.

—Usted ha hecho algo, Jack.

Él asintió.

—Algo he hecho. Pero no sé si te vas a alegrar. Es un trabajo.

Un trabajo. «Trabajo» era una palabra positiva en sus respectivos diccionarios. Significaba una actividad inmediata y específica, y servía para despejar el aire. Si podían evitarlo, no solían hablar de la turbia burocracia central del FBI. Crawford y Starling eran como los médicos de una misión, con poca paciencia para la teología, concentrados en el niño que tienen delante, sabedores, por más que se lo callen, de que Dios no moverá un puto dedo para ayudarlos. Que no se molestará en hacer que llueva ni para salvar las vidas de cincuenta mil niños nigerianos.

—Aunque de forma indirecta, Starling, tu benefactor ha sido tu reciente corresponsal.

—El doctor Lecter.

Starling se había dado cuenta desde hacía tiempo de la repugnancia de su superior a pronunciar aquel nombre.

—Sí, el mismo. Nos ha eludido durante todos estos años, parecía que se lo hubiera tragado la tierra y ahora te escribe una carta. ¿Por qué?

Habían pasado siete años desde que el doctor Hannibal Lecter, verdugo de al menos diez seres humanos, había burlado las medidas de seguridad en Memphis y acabado con otras cinco vidas durante su huida.

Era como si se hubiera volatilizado. El FBI mantenía abierto el caso, y lo mantendría abierto por los siglos de los siglos, o hasta que lograran capturarlo. Lo mismo ocurría en Tennessee y otras jurisdicciones; pero ya no había ningún efectivo asignado a su búsqueda, aunque los familiares de las víctimas habían llorado lágrimas de rabia ante las autoridades del estado de Tennessee pidiendo que se emprendieran acciones.

Al cabo de los años, se disponía de toda una biblioteca de monografías académicas que intentaban desentrañar los entresijos de la mente del doctor, la mayor parte escritas por psicólogos que nunca se habían visto las caras con el hombre de carne y hueso. Unas cuantas se debían a psiquiatras que Lecter había ridiculizado en las publicaciones profesionales, al parecer convencidos de que ahora podían alzar la voz sin peligro. Algunos de ellos afirmaban que sus aberraciones lo conducirían ineluctablemente al suicidio y que era posible que ya estuviera muerto.

El interés por el doctor no había decaído, al menos en el ciberespacio. Las teorías sobre Lecter brotaban en el terreno abonado de Internet como champiñones, y los que afirmaban haberlo visto en los sitios más peregrinos rivalizaban en número con los que decían otro tanto de Elvis. Los impostores plagaban los chats, y en la ciénaga fosforescente que constituía el lado oscuro de la Red los coleccionistas de rarezas siniestras podían adquirir ilegalmente las fotografías policiales de sus aberraciones. Sólo las superaba en popularidad la ejecución de Fou-Tchou-Li.

El único rastro del doctor en siete años había sido la carta recibida por Starling en plena crucifixión mediática.

A pesar de no haber encontrado huellas digitales en la misiva, el FBI se sentía razonablemente seguro de que era auténtica. Clarice Starling no tenía la menor duda.

—¿Por qué lo ha hecho, Starling? —Crawford parecía casi enfadado con ella—. Nunca he pretendido comprenderlo más de lo que lo comprenden esos psiquiatras burriciegos. Pero tú puedes explicármelo.

—Lecter pensaba que lo ocurrido podía desengañarme… desilusionarme respecto al Bureau, y él disfruta contemplando la destrucción de la fe, es su pasatiempo favorito. Es como las fotos de iglesias desplomadas que coleccionaba. La montaña de escombros de aquella iglesia de Italia que se vino abajo sobre las abuelas que asistían a una misa especial, y el árbol de Navidad que después colocó alguien encima de ellos… Aquello lo entusiasmó. Le divierte mi situación, juega conmigo. Cuando lo entrevistaba, le gustaba señalar las lagunas de mi educación; está convencido de que soy una ingenua.

Crawford habló desde la experiencia que le proporcionaban sus años y su soledad:

—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá le gustes, Starling?

—Simplemente le divierto. Las cosas lo divierten o no. Y si no…

—¿Has sentido alguna vez que le gustabas? —Crawford insistía en la diferencia entre pensar y sentir como un baptista hubiera insistido en la inmersión integral.

—Basándose en unos pocos encuentros, fue capaz de descubrirme un puñado de verdades sobre mí misma. En mi opinión es muy fácil confundir la perspicacia con la simpatía, por la desesperada necesidad de simpatía que todos sentimos. Puede que aprender a distinguirlas forme parte del proceso de hacerse adulto. Es duro y desagradable darse cuenta de que alguien puede comprenderte sin que ni siquiera le gustes. Y cuando ves la comprensión usada como arma por un depredador, no te queda por ver nada peor. Yo… yo no tengo la menor idea de qué sentimientos le inspiro al doctor Lecter.

—Pero ¿qué tipo de cosas te dijo, si no te molesta la pregunta?

—Me dijo que era una paleta ambiciosa y testaruda y que mis ojos brillaban como quincalla. Que calzaba zapatos baratos, pero que tenía algo de gusto, una pizca de buen gusto.

—¿Y ésa fue la verdad que tanto te sorprendió?

—Pues sí. Y quizá sigue siéndolo. Aunque he mejorado en lo de los zapatos.

—En tu opinión, ¿podría estar interesado en saber si lo delatarías después de enviarte una carta de ánimo?

—Él ya sabía que lo iba a delatar, más vale que lo supiera.

—Mató a seis personas después de que el tribunal lo mandara encerrar —dijo Crawford—. Se cargó a Miggs en el manicomio por echarte esperma a la cara, y a otros cinco en la huida. En el actual clima político, si lo cogen no se librará de la inyección. La idea hizo sonreír a Crawford. Había sido un pionero en el estudio de los asesinos en serie. Ahora se enfrentaba a la jubilación forzosa, mientras el monstruo que lo había llevado por el camino de la amargura seguía en libertad. La perspectiva de ver muerto al doctor Lecter lo regocijaba sin paliativos.

Starling sabía que Crawford había mencionado el incidente con Miggs para sacudir su atención, para hacerla retroceder a aquellos días terribles en que intentaba interrogar a Hannibal el Caníbal en los calabozos del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore. Cuando Lecter jugaba con ella al gato y al ratón mientras una muchacha aterrorizada se agazapaba en el pozo del sótano de Jame Gumb esperando a que la mataran. Crawford solía provocar a su interlocutor para galvanizar su atención cuando estaba llegando al meollo de la cuestión, como ocurrió en aquella oportunidad.

—¿Sabías, Starling, que una de las primeras víctimas de Lecter sigue viva?

—El chico rico. La familia ofreció una recompensa.

—Sí. Mason Verger. Vive conectado a un pulmón artificial en Maryland. Su padre ha muerto este año y le ha dejado una fortuna amasada en el negocio de la carne. También ha heredado un congresista y un miembro del Comité de Supervisión Judicial que no sabían ni atarse los cordones de los zapatos sin pedir permiso al viejo Verger. Mason dice tener algo que puede ayudarnos a atrapar a Lecter. Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo?

—Contigo. Eso es lo que quiere, y de repente todo el mundo está de acuerdo en que es una idea estupenda.

—Es lo que quiere… después de que usted se lo sugiriera, ¿me equivoco?

—Estaban dispuestos a acabar contigo, Starling, iban a lavarse las manos y a tirarte como si fueras un trapo. Te hubieras sacrificado en vano, igual que John Brigham. Sólo para salvar a un puñado de burócratas del BATF. Miedo. Presión. Ya no entienden otro lenguaje. Mandé a alguien a que hiciera una visita a Verger y le explicara lo mucho que perjudicaría a la caza de Lecter que te dieran el pasaporte. Lo que pasó a continuación, a quién llamó Verger después, ni lo sé ni me importa. Supongo que le dio un toque a nuestro representante en el Congreso, el señor Vellmore.

Un año antes, Crawford no hubiera jugado aquella carta. Starling escrutó el rostro de su superior en busca de alguno de los signos de la demencia temporal que suele asaltar a los jubilados en ciernes. No percibió ninguno, pero Crawford parecía hastiado.

—Verger no es agradable, Starling, y no me refiero sólo a su cara. Averigua lo que sabe y vuelve con la información. Trabajaremos sobre ella. Por fin.

Starling sabía que durante años, desde que se graduó en la Academia del FBI, Crawford había intentado que la destinaran a Ciencias del Comportamiento.

Ahora que era una agente veterana, veterana en muchas misiones de segunda categoría, se daba cuenta de que su temprano éxito en capturar al asesino en serie Jame Gumb era el origen de sus problemas en el Bureau. Había sido una estrella en alza que se partió la crisma a media ascensión. En las semanas previas a la captura de Gumb, se había ganado al menos un enemigo poderoso y los celos de buen número de sus colegas masculinos. Eso, y una cierta falta de mano izquierda, la habían reducido a pasar años en brigadas de choque, brigadas de intervención rápida en atracos a bancos y brigadas encargadas de ejecutar órdenes de arresto, viendo Newark por encima del cañón de una escopeta. Al final, considerada demasiado irascible para trabajar en grupo, la habían convertido en agente técnica encargada de pinchar teléfonos y poner micrófonos en los coches de gánsteres y traficantes de pornografía infantil, y se había visto obligada a pasar noches de solitaria vigilancia atendiendo escuchas telefónicas autorizadas por el título tercero. Y en cuanto una agencia hermana solicitaba a alguien competente para una operación, la cedían. Tenía una fuerza sorprendente y era rápida y segura con el arma.

Crawford veía aquello como una oportunidad para Starling. Estaba seguro de que la agente siempre había querido atrapar a Lecter. Pero la verdad era bastante más complicada. El hombre la miraba con curiosidad.

—Sigues teniendo la cara manchada de pólvora.

Los granos de pólvora quemada del revólver del difunto Jame Gumb le habían dejado una marca negra en la mejilla.

—No he tenido tiempo de quitármelo —le respondió Starling.

—¿Sabes cómo llaman los franceses a un lunar así, una mouche como ésa, en la parte superior de la mejilla? ¿Sabes lo que simboliza?

Crawford tenía toda una biblioteca sobre tatuajes, simbología, mutilación ritual… Starling negó con la cabeza.

—La llaman «coraje» —le explicó Crawford—. Tú puedes llevarla. Yo que tú no me la quitaría.