Buzzard's Point, el centro de operaciones del FBI para Washington y el Distrito de Columbia, recibe ese nombre a causa de una reunión de buitres celebrada en el hospital que se alzaba en ese lugar durante la guerra de la Secesión.
La reunión de ese día estaría constituida por burócratas de la DEA, el BATF y el FBI, dispuestos a decidir la suerte de Clarice Starling.
Starling estaba sola, de pie sobre la espesa alfombra del despacho de su jefe. La sangre le palpitaba contra el vendaje de la cabeza. Por encima de los latidos, le llegaban las voces de los hombres, amortiguadas por la puerta de cristal esmerilado de la sala de reuniones contigua.
Sobre el cristal, en estilizado pan de oro, destacaba el emblema del FBI, con su divisa de «Fidelidad, Bravura, Integridad».
Tras el emblema, el tono de las voces subía y bajaba con cierta pasión; Starling oía su nombre a menudo, aunque no pudiera entender otra cosa.
El despacho ofrecía una hermosa vista sobre la dársena para yates; al fondo se distinguía Fort McNair, donde fueron ahorcados los acusados de conspirar para el asesinato de Lincoln.
Starling recordó haber visto las fotos de Mary Surratt pasando al lado de su propio ataúd camino del patíbulo levantado en el fuerte; de pie sobre la trampilla, con una capucha sobre la cabeza y la falda atada sobre las piernas para evitar un espectáculo indecoroso cuando cayera con el cuello roto hacia la oscuridad total.
Starling oyó ruido de sillas al otro lado de la puerta; los hombres se estaban levantando. Al cabo de un instante empezaron a entrar en el despacho y pudo reconocer algunas de las caras. Dios, allí estaba Noonan, el director adjunto de toda la división de investigación. Y allí estaba su Némesis particular, Paul Krendler, del Departamento de Justicia, cuellilargo y con orejas de asa que le nacían más arriba de lo normal y le daban aspecto de hiena. Krendler era un trepa, la eminencia gris detrás del hombro del inspector general. Desde que Starling se le adelantó en atrapar al asesino en serie Buffalo Bill en un caso que se había hecho célebre siete años atrás, Krendler no había perdido ocasión de verter veneno en la ficha personal de Starling, ni dejado de cuchichear en su contra en los oídos del Comité de Ascensos.
Ninguno de aquellos individuos había participado con ella en ninguna operación, ni había ejecutado con ella una orden de arresto, ni se había arrojado al suelo para protegerse de las mismas balas, ni se había quitado del pelo las esquirlas de la misma lluvia de cristales. No la miraron hasta que todos levantaron la vista al mismo tiempo, como la manada que clava los ojos de repente en el animal enfermo.
—Siéntese, agente Starling —le indicó su jefe, el agente especial Clint Pearsall, que se frotaba la gruesa muñeca como si le hiciera daño el reloj.
Sin mirarla a los ojos, le señaló un sillón encarado al ventanal. La silla del interrogado nunca es el lugar de honor.
Los siete hombres permanecieron de pie, con sus siluetas negras recortadas contra las ventanas. Starling no podía distinguir las facciones, pero veía sus piernas y sus pies por debajo de la línea de luz. Cinco de ellos calzaban los mocasines de suela gruesa con borlas que suelen llevar los charlatanes de pueblo que han conseguido llegar a Washington. Un par de Thom McAn con puntera en forma de ala y suelas Corfam y unos Florsheim con idéntica puntera completaban la hilera de pies. El aire olía a betún recalentado por pies sudados.
—Por si no conoce a alguno de los presentes, agente Starling, éste es el director adjunto Noonan, estoy seguro de que no necesita presentación; éste es John Eldredge de la DEA; Bob Sneed, del BATF; Benny Holcomb, ayudante del alcalde; y Larkin Wainwright, inspector de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesionales. Paul Krendler, lo conoce, ¿verdad?, está aquí de forma oficiosa en representación del inspector general del Departamento de Justicia. Paul está y no está aquí, ha venido para hacernos un favor, para ayudarnos a atajar los problemas, no sé si me entiende.
Starling sabía lo que decían en el servicio: un inspector federal es alguien que llega al campo de batalla cuando la batalla ha acabado para rematar a los heridos. Las cabezas de algunas siluetas se movieron a guisa de saludo. Aquellos individuos estiraron los cuellos y escrutaron a la joven a cuyo alrededor se habían congregado. Durante unos instantes nadie dijo nada.
Bob Sneed rompió el silencio. Starling lo recordaba como el mago de la oficina de prensa del BATF que intentó desodorizar el desastre de los davidianos en Waco. Era un compinche de Krendler y todo el mundo lo consideraba un lameculos.
—Agente Starling, imagino que es usted consciente de la cobertura que los periódicos y la televisión han dado a este asunto. Se la ha identificado sin la menor duda como la persona que acabó con la vida de Evelda Drumgo. Por desgracia, los medios de comunicación han decidido poco menos que demonizarla. Starling no replicó.
—¿Agente Starling?
—No tengo nada que ver con la prensa, señor Sneed.
—La mujer tenía a una criatura en brazos; no es difícil comprender el problema que ello nos crea.
—No lo llevaba en brazos, sino en un arnés cruzado sobre el pecho, con los brazos y las manos ocultos y sujetando un MAC 10 debajo de una toquilla.
—¿Ha visto usted el informe de la autopsia? —le preguntó Sneed.
—No.
—Pero nunca ha negado que fue usted quien le disparó…
—¿Creía que lo iba a negar porque ustedes no han encontrado la bala? —Starling se giró hacia su jefe—. Señor Pearsall, ésta es una reunión informal, ¿me equivoco?
—En absoluto.
—Entonces, ¿por qué el señor Sneed lleva un micrófono? La División de Electrónica dejó de fabricar esos micrófonos de alfiler hace años. Lleva un F-Bird en el bolsillo de la americana y está grabándome. ¿Es una moda nueva eso de ir con micrófonos ocultos a los despachos de los demás?
Pearsall se puso de todos los colores. Si aquello era verdad, se trataba de una vileza de lo más chapucera; pero nadie estaba dispuesto a que lo grabaran diciendo a Sneed que apagara aquel cacharro.
—No es el momento para salidas de tono ni acusaciones —dijo Sneed, pálido de ira—. Todos estamos aquí para ayudarla.
—¿Para ayudarme a qué? Fue su gente la que llamó a este despacho y consiguió que me asignaran a la operación para que yo les ayudara a ustedes. Le di a Evelda Drumgo dos oportunidades para entregarse. Empuñaba un MAC 10 por debajo de la toquilla del bebé. Acababa de dispararle a John Brigham. Ojalá se hubiera rendido. Pero no lo hizo. En vez de eso, me disparó. Fue entonces cuando disparé yo. Y ahora está muerta. ¿No quiere comprobar el contador de su casete, señor Sneed?
—¿Sabía de antemano que Evelda Drumgo estaría allí? —quiso averiguar Eldredge.
—¿De antemano? Una vez dentro de la furgoneta, el agente Brigham me explicó que Evelda Drumgo estaba preparando la droga en un laboratorio de metanfetaminas vigilado por sus hombres. Y me encargó que me ocupara de ella.
—No olvide que Brigham está muerto —intervino Krendler—, y también Burke, ambos magníficos agentes. Ya no tienen la posibilidad de confirmar o negar nada.
Oír el nombre de John Brigham en labios de Krendler le revolvía el estómago.
—No hay muchas posibilidades de que olvide que John Brigham está muerto, señor Krendler. Y, en efecto, era un magnífico agente, y un magnífico amigo. Y es un hecho que me ordenó encargarme de Evelda.
—Brigham le encargó semejante cosa a pesar de que usted y Evelda Drumgo ya se habían tirado de los pelos con anterioridad, ¿no es eso? —ironizó Krendler.
—Vamos, Paul… —terció Clint Pearsall.
—Fue un arresto pacífico —dijo Starling—. Se había resistido a otros agentes en anteriores ocasiones. Pero aquella vez no ofreció resistencia, e incluso hablamos un poco… No era ninguna idiota. Nos comportamos como dos personas. Ojalá hubiéramos hecho lo mismo el otro día.
—¿No es cierto que sus palabras textuales fueron «déjala de mi cuenta»? —preguntó Sneed.
—Me limité a darme por enterada de la orden.
Holcomb, el hombre de la oficina del alcalde, y Sneed acercaron las cabezas para conferenciar en petit comité.
Sneed se estiró las mangas de la camisa.
—Señorita Starling, tenemos declaraciones del oficial Bolton, del Departamento de Policía de Washington, según las cuales usted hizo gala de notable hostilidad verbal hacia Evelda Drumgo en la furgoneta que los conducía al lugar de autos. ¿Qué tiene que alegar a eso?
—A indicación del agente Brigham, expliqué a los demás agentes que Evelda tenía un amplio historial de violencia, que solía ir armada y que era seropositiva. Añadí que le daríamos la oportunidad de entregarse pacíficamente. Y pedí su apoyo en caso de que fuera necesario reducirla. No hubo muchos voluntarios para hacer ese trabajo, se lo puedo asegurar.
Clint Pearsall hizo de tripas corazón:
—Después de que el coche de los Tullidos chocara y uno de los delincuentes saliera huyendo, ¿pudo ver que el coche se agitaba y oír a la criatura llorando en su interior? —Chillando —puntualizó Starling—. Levanté la mano y ordené a todo el mundo que dejara de disparar; luego me acerqué sin ninguna protección.
—Eso va contra las normas —cortó Eldredge. Starling no se molestó en replicar.
—Avancé hacia el coche en posición de alerta, con los brazos extendidos y el cañón apuntando al suelo. Marquez Burke agonizaba en la calzada a unos pasos de mí. Alguien se acercó corriendo y trató de pararle la hemorragia. Evelda salió del coche con el niño. Le pedí que me enseñara las manos; dije algo como «Evelda, no lo hagas».
—Ella disparó y usted lo hizo a continuación. ¿Cayó al suelo enseguida?
Starling asintió.
—Se le doblaron las piernas y quedó sentada en la calle, inclinada sobre, el niño. Estaba muerta.
—Usted cogió al niño y corrió hacia la manguera. Su angustia era evidente —afirmó Pearsall.
—No sé si era o no era evidente. La criatura estaba cubierta de sangre. Yo no sabía si era o no seropositivo. Pero sí que lo era su madre.
—Y pensó que su disparo podía haber herido al niño… —le apuntó Krendler.
—No. Sabía adonde había disparado. ¿Puedo hablar claramente, señor Pearsall? —como el hombre rehuía su mirada, Starling continuó—: La operación fue una auténtica chapuza. Me vi abocada a una situación en la que la alternativa era dejarme matar o disparar a una mujer con un niño. Elegí, y lo que me vi obligada a hacer me está quemando las entrañas. Disparé a una madre que tenía a su hijo en brazos. Ni los que llamamos «animales» hacen una cosa semejante. Señor Sneed, puede que quiera volver a asegurarse de que le queda cinta, ahora que estoy admitiendo esto. Estoy pasando un infierno por lo que ocurrió. No pueden imaginarse cómo me siento… —vio la imagen de Brigham boca abajo en la acera, y no pudo contenerse—: Los veo a todos ustedes intentando escurrir el bulto, y me dan ganas de vomitar.
—Starling… —Pearsall, visiblemente nervioso, la miró a la cara por primera vez.
—Sabemos que todavía no ha tenido ocasión de redactar su 302 —dijo Larkin Wainwright—. Cuando podamos estu…
—Sí, señor, la he tenido —lo atajó Starling—. Ya he enviado una copia a la Oficina de Responsabilidades Profesionales, y llevo otra encima por si no quieren esperar. En ella consta todo lo que vi e hice durante la operación. Ya ve, señor Sneed, que no hacía falta grabarme.
Starling veía las cosas con claridad meridiana, una señal de peligro que no le costó reconocer, y bajó la voz consciente de que lo hacía:
—La operación se fue al garete por un par de motivos. El informador del BATF mintió sobre el niño porque estaba desesperado por que la operación se llevara a cabo antes de presentarse ante un gran jurado federal en Illinois. Y, además, Evelda Drumgo sabía que íbamos a por ella. Salió con el dinero en una bolsa y la droga en otra. Su busca seguía teniendo el número de la cadena de televisión WFUL. Le dieron el chivatazo cinco minutos antes de que llegáramos. El helicóptero de la WFUL llegó al mismo tiempo que nosotros. Pidan una orden para requisar las grabaciones telefónicas de la cadena y sabrán el origen de la filtración. Es alguien con intereses locales, caballeros. Si hubiera sido el BATF, como en Waco, o la DEA, lo habrían filtrado a los medios nacionales, no a la televisión local.
Benny Holcomb salió en defensa de la ciudad.
—No hay la más mínima evidencia de que nadie del Ayuntamiento o del Departamento de Policía de Washington filtrara absolutamente nada.
—Pidan la orden y lo sabrán —insistió Starling.
—¿Tiene usted el busca de la Drumgo? —le preguntó Pearsall.
—Está registrado en el depósito de pruebas de Quantico.
El busca del propio director adjunto Noonan empezó a pitar. Arrugó la nariz al ver el número y salió del despacho tras pedir que lo disculparan. Al cabo de un instante, requirió a Pearsall para que se reuniera fuera con él.
Wainwright, Eldredge y Holcomb se pusieron a mirar por el ventanal hacia Fort McNair con las manos en los bolsillos. Viéndolos cualquiera habría dicho que estaban esperando en la sala de urgencias de un hospital. Paul Krendler captó la atención de Sneed y le señaló a Starling.
Sneed apoyó una mano en el respaldo del sillón de la agente y se inclinó sobre ella.
—Si su testimonio en una audiencia es que, mientras estaba cedida por el FBI para una operación concreta, su arma mató a Evelda Drumgo, el BATF está dispuesto a firmar una declaración en la que conste que John Brigham le pidió que… prestara una atención especial a Evelda con el fin de detenerla de forma pacífica. Fue su arma la que acabó con ella, y su servicio es el que tiene que cargar con la responsabilidad. No habrá intercambio de mierda entre las agencias sobre las respectivas responsabilidades, y no nos veremos obligados a sacar a la luz sus declaraciones hostiles en la furgoneta sobre Evelda.
Starling vio a Evelda por un instante, saliendo por la puerta del mercado, saliendo del coche, con la cabeza erguida y, a despecho de los desatinos y la nulidad de su vida, dispuesta a defender a su hijo y a hacer frente a sus enemigos en vez de huir de ellos. Starling se inclinó a la altura del micrófono clavado en la corbata de Sneed y dijo alto y claro:
—No tengo ningún reparo en declarar qué clase de persona era, señor Sneed; era bastante mejor que usted.
Pearsall volvió al despacho solo y cerró la puerta.
—El director adjunto ha tenido que volver a su despacho. Caballeros, voy a declarar concluida esta reunión. Me pondré en contacto con ustedes individualmente, por teléfono —los informó.
Krendler levantó la cabeza. Husmeó la intervención de alguna instancia política.
—Aún tenemos que tomar algunas decisiones —repuso Sneed.
—No, no tenemos.
—Pero…
—Bob, créeme, no tenemos que tomar ninguna decisión. Me pondré en contacto contigo. Y Bob…
—¿Sí? —Pearsall cogió el hilo por detrás de la corbata de Sneed y tiró hacia abajo con fuerza; saltaron los botones de la camisa y se oyó la cinta adhesiva al despegarse de la piel—. Vuelve a entrar en mi despacho con un micrófono y te juro que te lo meto por el culo.
Ninguno miró a Starling al salir, excepto Krendler. Mientras avanzaba hacia la puerta arrastrando los pies para no tener que mirar dónde los ponía, hizo girar su largo cuello, como una hiena que recorre un rebaño con la vista hasta localizar su presa, y le clavó los ojos. En su rostro se mezclaban los deseos; su ambigua naturaleza le permitía admirar las piernas de Starling al tiempo que pensaba en cómo desjarretarlas.