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La habitación en que Mason pasaba los días era silenciosa, pero tenía su propio, suave pulso, los siseos y suspiros del respirador que le proporcionaba oxígeno. Era oscura excepto por el resplandor del enorme acuario, en cuyo interior una exótica anguila daba vueltas y más vueltas, trazando continuos ochos que parecían siempre el mismo y haciendo ondular su sombra como una cinta por las paredes del cuarto.

El pelo trenzado de Mason formaba una gruesa rosca sobre el caparazón del respirador que cubría su pecho en la cama elevada. Suspendido ante él, había un sistema de tubos semejante a una flauta de Pan.

La larga lengua de Mason asomó entre los dientes. La pasó alrededor del final del tubo del extremo y sopló aprovechando un suspiro del respirador. Al instante, una voz procedente de un altavoz de la pared le respondió.

—¿Sí, señor?

—El Tattler —la te inicial se había perdido, pero la voz era profunda y resonante como la de un locutor de radio.

—En portada viene…

—No quiero que me lo leas. Ponlo en el monitor —las emes y la pe también habían desaparecido de las frases de Mason.

Se oyó crepitar la amplia pantalla del monitor elevado. El resplandor verde azulado se volvió rosa conforme iba apareciendo la roja cabecera del Tattler.

—«EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASESINA DEL FBI» —leyó Mason entre tres lentas exhalaciones del respirador. El aparato permitía ampliar las fotografías. Mason tenía un brazo fuera de la colcha, y esa mano conservaba algo de movimiento. Como una araña de mar blancuzca, avanzó arrastrada por los dedos más que gracias a la fuerza del brazo contrahecho. Como apenas podía girar la cabeza para mirar, el índice y el corazón tantearon como si fueran antenas, mientras pulgar, anular y meñique tiraron con fuerza de la mano por la ropa de la cama. Por fin, encontró el mando a distancia, con el que podía ampliar y pasar las páginas. Mason leyó despacio. El protector de cristal que cubría su único ojo producía un siseo dos veces por minuto, al vaporizar humedad sobre el globo ocular, que no tenía párpado, y a menudo empañaba la lente. Necesitó veinte minutos para leer el artículo principal y la columna lateral.

—Pon las radiografías —ordenó, acabada la lectura.

Hubo que esperar unos instantes. Había que colocar la ancha placa de rayos X sobre una mesa luminosa para que pudiera verse adecuadamente en el monitor. La primera radiografía mostraba una mano, al parecer dañada. La otra, la misma mano y todo el brazo. Una flecha dibujada en la placa señalaba una antigua fractura de húmero a medio camino entre el codo y el hombro.

Mason la contempló durante muchas inhalaciones.

—Pon la carta —ordenó al fin.

La elegante letra redonda apareció en el monitor, absurdamente magnificada.

«Querida Clarice —leyó Mason—: He seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza…». —El ritmo de su propia voz despertó viejos pensamientos que hicieron girar su cabeza, la cama, la habitación, arrancaron la costra que cubría sus sueños más ocultos y dieron a su corazón un ritmo más rápido que el de la respiración. La máquina detectó su agitación y bombeó oxígeno a sus pulmones aún .más deprisa.

Leyó la carta de cabo a rabo a un ritmo penoso por encima de los movimientos de la máquina, como si leyera a lomos de un caballo. Mason no podía cerrar el ojo, pero cuando acabó la lectura su mente se retiró unos instantes para poder pensar. El respirador funcionó más despacio. Al cabo de un rato, Mason sopló en el tubo.

—Dígame, señor.

—Pégale un toque al congresista Vellmore. Tráeme los auriculares del teléfono. Cierra el altavoz.

—Clarice Starling —dijo con la siguiente inhalación que le concedió la máquina. Aquel nombre no tenía sonidos implosivos, así que pudo emitirlo completo. Fonema tras fonema. Mientras esperaba que le trajeran el teléfono, dormitó unos instantes, con la sombra de la anguila deslizándose por la colcha, por su rostro, por el pelo enroscado.