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Starling era un ama de casa eficiente, aunque no meticulosa. Tenía su mitad del dúplex limpia y no le costaba localizar las cosas, que sin embargo tendían a formar montones: ropa limpia que había que ordenar, más revistas que lugares donde colocarlas… Era una planchadora fuera de serie, pero no cogía la plancha hasta el último minuto; como no necesitaba acicalarse, salía adelante sin problemas.

Cuando quería orden, atravesaba el territorio neutral de la cocina y entraba en la zona de Ardelia Mapp. Si su compañera de piso estaba en casa, podía pedirle algún consejo, que solía ser acertado, aunque a veces más sincero de lo que hubiera deseado. Si no estaba, se sobreentendía que Starling podía sentarse en medio del orden absoluto de aquellas habitaciones para pensar, siempre que lo dejara todo como estaba. Es lo que hizo ese día. Aquél era uno de esos espacios que parece contener a su ocupante incluso cuando está ausente.

Starling se sentó y posó la mirada sobre la póliza del seguro de vida de la abuela de Mapp, colgada en la pared en un marco de artesanía, después de haberlo estado en la granja que la abuela había habitado como aparcera y en el pisito de protección oficial de los Mapp cuando Ardelia era una niña. Su abuela vendía verduras y flores, y pagaba la prima con las ganancias; usando la póliza como garantía una vez saldada, había pedido un préstamo para ayudar a su nieta a acabar la universidad. También había una foto de la diminuta anciana, que no se había esforzado en sonreír por encima del cuello blanco almidonado, pero cuyos negros ojos brillaban con una sabiduría ancestral bajo el ala plana del rígido sombrero de paja.

Ardelia no había olvidado sus raíces, de las que sacaba fuerzas a diario. Starling procuró serenarse y sacarlas de las suyas. El Hogar Luterano de Bozeman le había proporcionado alimento, vestido y un adecuado modelo de conducta; pero, para lo que necesitaba en aquellos momentos, tenía que consultar a su propia sangre.

¿De qué puede presumir alguien que procede de una familia blanca de la clase trabajadora, y de un lugar en el que las heridas de la guerra de Secesión no acabaron de cicatrizar hasta los años cincuenta? ¿El retoño de una gente a la que en los campus consideraban un hatajo de patanes muertos de hambre y racistas o, de forma más condescendiente, de peones blancos y pelagatos de los Apalaches? Si hasta la dudosa aristocracia sureña, que no reconoce la menor dignidad al trabajo manual, se refiere a tu gente como ganapanes, ¿a qué tradición puedes acudir en busca de un modelo? ¿Que les zurramos la badana aquella primera vez en Bull Run? ¿Que el tatarabuelo se portó como un hombre en Vicksburg? ¿Que un rincón de Shiloh será para siempre Yazoo City?

Se puede sentir legítimo orgullo por haber salido adelante con el propio esfuerzo, sacando partido de las malditas quince hectáreas y la jodida mula, pero hay que ser capaz de darse cuenta. Porque nadie te lo enseñará.

Starling había salido adelante en la Academia porque no tenía dónde caerse muerta. Había pasado la mayor parte de su vida en instituciones públicas, cuyas reglas había respetado al tiempo que las aprovechaba para jugar limpio pero fuerte. Siempre había progresado, hasta obtener la beca y estar entre los mejores. Su incapacidad para ascender dentro del FBI después de unos comienzos brillantes era una experiencia nueva y dolorosa para ella. Zumbaba contra los muros de cristal como una mosca en una botella. Había tenido cuatro días para llorar a John Brigham, abatido a tiros ante sus ojos. Tiempo atrás Brigham le había preguntado algo a lo que Clarice había contestado que no. Entonces, el hombre le había preguntado si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le había contestado, con no menos sinceridad, que sí.

Tenía que digerir el hecho de que ella misma había matado a cinco personas en el mercado de Feliciana. Veía una y otra vez al Tullido con el pecho atrapado entre los dos coches, arañando el techo del Cadillac mientras la pistola resbalaba fuera de su alcance. En busca de alivio, había acudido al hospital para ver al hijo de Evelda. La madre de la mujer estaba allí, sosteniendo en los brazos a su nieto, al que se disponía a llevarse a casa. Reconoció a Starling por las fotografías de los periódicos, le dio el niño a la enfermera y, antes de que Starling comprendiera sus intenciones, la abofeteó con toda su fuerza en la parte vendada.

Starling no devolvió el golpe, pero inmovilizó a la anciana contra la ventana de la sala de maternidad doblándole el brazo hasta que dejó de debatirse, con la cara contorsionada contra el cristal manchado de saliva. La sangre resbalaba por el cuello de Starling y el dolor hacía que la cabeza le diera vueltas. Le volvieron a coser la oreja en la sala de urgencias, pero no quiso poner una denuncia. Un auxiliar de urgencias dio el soplo al Tattler y recibió trescientos dólares.

Había tenido que salir otras dos veces. Para cumplir las últimas voluntades de John Brigham y para asistir a su entierro en el Cementerio Nacional de Arlington. Brigham tenía poca familia, que además vivía lejos, y había dejado constancia escrita de que quería que Starling se ocupara de sus exequias.

El estado de su rostro había hecho necesario un ataúd cerrado, pero Starling se había preocupado de que tuviera el mejor aspecto posible. Lo había vestido con su inmaculado uniforme azul de infantería de marina, con la estrella de plata y el resto de sus condecoraciones.

Tras la ceremonia, el oficial superior de Brigham entregó a Starling una caja que contenía las armas del agente; sus insignias y otros objetos de su caótico escritorio, incluido el absurdo pájaro del tiempo que bebía de un vaso.

Faltaban cinco días para que Starling tuviera que presentarse ante una comisión que podía arruinar su carrera. Aparte de la llamada de Jack Crawford, el teléfono celular había permanecido mudo. Ya no había ningún Brigham a quien pedir consejo.

Llamó a su representante en la Asociación de Agentes del FBI. Su consejo fue que no se pusiera pendientes llamativos ni zapatos que dejaran los dedos al descubierto.

Cada día la televisión y los periódicos cogían el asunto de Evelda Drumgo y lo sacudían como si fuera una rata.

En el orden absoluto de la sala de estar de Ardelia, Starling intentaba pensar.

El gusano que te corroe es la tentación de dar la razón a tus críticos, de querer obtener su aprobación..

Un ruido la molestaba.

Starling intentó recordar sus palabras exactas mientras estaba en la furgoneta. ¿Había hablado más de la cuenta? El ruido la seguía molestando.

Brigham le había dicho que pusiera al corriente a los demás. ¿Dejó entrever cierta hostilidad? ¿Soltó alguna inconveniencia…? El ruido, molesto, impidiéndole pensar.

Bajó de las nubes y cayó en la cuenta de que estaba sonando el timbre de la puerta de al lado. Seguro que era un periodista. También esperaba una citación civil. Apartó los visillos de la ventana que daba al frente y vio al cartero, que volvía a su furgoneta. Abrió la puerta del apartamento de Mapp a tiempo para alcanzarlo, y permaneció con la espalda vuelta hacia al coche de prensa aparcado al otro lado de la calle y a su teleobjetivo, mientras firmaba el recibo de la carta certificada. Era un sobre malva con fibras de seda en el papel de fino hilo. A pesar de su estado de aturdimiento, le recordó alguna cosa. Una vez dentro y a cubierto del resplandor, miró la dirección. Una pulcra letra redonda. Sobre el monótono temor que zumbaba en su cabeza, saltó la alarma. Sintió un estremecimiento en la piel del estómago, como si gotas heladas le resbalaran por el cuerpo. Starling sostuvo el sobre por las puntas y se dirigió a la cocina. Saco del bolso los omnipresentes guantes blancos para manipulación de pruebas. Apretó el sobre contra el tablero de la mesa y pasó la mano por su superficie con cuidado. Aunque el papel era grueso, hubiera podido notar el bulto de una pila de reloj lista para hacer explotar una hoja de C-4. Sabía que lo mejor era que lo examinaran con el fluoroscopio. Si la abría podía tener problemas. Problemas. Por supuesto. A la mierda.

Abrió el sobre con un cuchillo de cocina y sacó la única hoja de papel sedoso que contenía. Sin necesidad de mirar la firma, supo de inmediato quién le había escrito:

Querida Clarice:

He seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza. Las mías nunca me molestaron, salvo por el inconveniente de que me llevaron a la cárcel; pero es muy probable que a ti te falte la necesaria perspectiva.

Durante nuestras conversaciones en la mazmorra, me resultó evidente que tu padre, el difunto vigilante nocturno, es una de las vigas maestras de tu sistema de valores. Estoy convencido de que tu éxito en poner fin a la carrera de sastre de Jame Gumb te satisfizo, sobre todo porque te permitió imaginar a tu padre haciéndolo.

Ahora estás en malos términos con el FBI. ¿Te has imaginado alguna vez a tu padre como superior tuyo en el Bureau, como jefe de sección o, mejor aún que Jack Crawford, como DIRECTOR ADJUNTO, viéndote progresar lleno de orgullo? ¿Lo ves ahora avergonzado y hundido por tu desgracia? ¿Por tu fracaso? ¿Por el lamentable y mediocre final de una prometedora carrera? ¿Te ves haciendo las mismas tareas humildes que tu madre cuando los drogadictos le reventaron la cabeza a tu PAPA? ¿Eh?¿Se reflejará en ellos tu fracaso, pensará la gente injusta y definitivamente que tus padres eran basura blanca, carne de patio de remolques? Sincérate conmigo, agente especial Starling. Piensa un poco en ello antes de que entremos en materia.

Ahora voy a señalarte una virtud que te ayudará en este trance: las lágrimas no te ciegan, tienes suficientes redaños para seguir leyendo.

Y a continuación, un ejercido que puede resultarte útil. Quiero que hagas esto conmigo, como terapia:

¿Tienes una sartén de hierro negro? Eres una muchachita de las montañas sureñas, así que no puedo imaginar que la respuesta sea no. Ponla sobre la mesa de la cocina. Enciende la luz del techo.

Mapp había heredado una de aquellas sartenes de su abuela y la usaba a menudo. Tenía una superficie negra y lustrosa que el jabón no había conseguido eliminar. Starling la puso en la mesa, ante sí.

Mira dentro de la sartén, Clarice. Inclínate y mira el interior. Si fuera la sartén de tu madre, y bien podría serlo, sus moléculas conservarían las vibraciones de todas las conversaciones que se desarrollaron en su presencia. Todas las discusiones, los enfados insignificantes, las revelaciones mortíferas, los indistintos presagios de desastre, los gruñidos y la poesía del amor.

Siéntate a la mesa, Clarice. Mira dentro de la sartén. Si está bien curada, será como un pozo negro, ¿no es así? Es como mirar al fondo de un pozo. Tu reflejo no está en el fondo, pero estás allí arriba, ¿verdad?

La luz te llega de detrás y tu rostro esta oscuro, con un halo de luz, como si te ardiera el pelo.

Somos combinaciones de carbono, Clarice. Tú, la sartén, tu padre muerto y enterrado, tan frío como la sartén. Todo sigue ahí. Escucha. Cómo hablaban, cómo vivían realmente tus padres, que tanto se afanaron. Los recuerdos concretos, no los fantasmas que habitan tu corazón.

¿Por qué no llegó tu padre a ayudante del sheriff, ni a codearse con la piara de los juzgados? ¿Por qué tuvo tu madre que limpiar moteles para manteneros, aunque no consiguió evitar que os desperdigarais antes de ser mayores? ¿Cuál es tu recuerdo más vivido de la cocina? No del hospital, de la cocina.

Mi madre lavando el sombrero ensangrentado de mi padre.

¿Cuál es tu mejor recuerdo de la cocina?

Mi padre pelando naranjas con su vieja navaja, que tenía la punta partida, y repartiendo los gajos entre nosotros.

Tu padre, Clarice, era un vigilante nocturno. Tu madre, una fregona. Hacer carrera en el FBI, ¿era tu ilusión o la de ellos? ¿Cuánto se hubiera rebajado tu padre para medrar en una burocracia que apesta? ¿Cuántos culos hubiera lamido? ¿Lo viste alguna vez hacer la pelota o ser rastrero?

¿Han mostrado tus superiores tener alguna clase de valores, Clarice? y tus padres, ¿te enseñaron alguno? Si fue así, ¿son los mismos?

Mira dentro de la sartén, que no engaña, y respóndeme. ¿Les has fallado a tus muertos? ¿Querrían ellos que se la chuparas a tus jefes? ¿Cuál era su punto de vista respecto a la fortaleza de carácter? Tú puedes ser tan fuerte como lo desees.

Eres una guerrera, Clarice. El enemigo ha muerto, la criatura está a salvo. Eres una guerrera.

Los elementos más estables, Clarice, aparecen en el centro de la tabla periódica, más o menos entre el hierro y la plata.

Entre el hierro y la plata. Creo que eso te cuadra a la perfección.

Hannibal Lecter

PD. Sigues debiéndome cierta información, ¿recuerdas? Cuéntame si aún te despiertas oyendo a los corderos. Cualquier domingo pon un anuncio en la sección de contactos del Times, el International Herald-Tribune y el China Mail. Dirígelo a A. A. Aaron, así irá en primer lugar, y firma Hannah.

Mientras leía, Starling tuvo la sensación de estar oyendo la misma voz que se había burlado de ella y la había desgarrado, que había hurgado en su pasado y la había iluminado sobre sí misma en la celda de máxima segundad del hospital psiquiátrico, cuando tuvo que comerciar con sus recuerdos más dolorosos a cambio de los insustituibles conocimientos de Hannibal Lecter sobre Buffalo Bill. La aspereza metálica de aquella voz que tan poco se prodigaba seguía persiguiéndola en sueños.

Había una telaraña nueva en una esquina del techo de la cocina. Starling fijó la vista en ella mientras sus pensamientos se atropellaban. Contenta y triste. Triste y contenta. Contenta por la ayuda, contenta al vislumbrar lo que podía sanarla. Contenta y triste porque el servicio de reenvío de Los Angeles que había empleado el doctor Lecter parecía poco cuidadoso en la selección de su personal; esta vez habían utilizado una máquina de franqueo automático. Jack Crawford se frotaría las manos al ver la carta, lo mismo que las autoridades postales y el laboratorio.