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De días como aquél podría decirse

que tiemblan por empezar…

El Mustang de Clarice Starling rugió al subir la rampa de entrada al edificio del BATF[1] en la avenida Massachusetts, cuartel general alquilado al reverendo Sun Myung Moon por razones de economía.

En el interior del cavernoso garaje, con los motores encendidos y sus respectivas dotaciones de agentes, esperaban tres vehículos: una vieja furgoneta camuflada, que abriría la marcha, y otras dos negras de operaciones especiales, que la seguirían.

Starling sacó del coche la bolsa que contenía su equipo y corrió hacia la sucia furgoneta blanca, cuyos costados anunciaban «MARISQUERÍA MARCELL, LA CASA DEL CANGREJO».

Desde la parte trasera del vehículo cuatro hombres la observaron acercarse con rapidez bajo el peso del equipo. El traje de faena resaltaba su constitución atlética, y el pelo le brillaba a la pálida luz de los fluorescentes.

—Mujeres. Siempre tarde —dijo el oficial de policía.

El agente especial del BATF John Brigham, que estaba al mando de la operación, se volvió hacia él.

—No llega tarde. No la avisé hasta que nos dieron el chivatazo —dijo Brigham—. Ha tenido que mover el culo desde Quantico… ¿Qué hay, Starling? Échame la bolsa. La mujer lo saludó levantando la mano abierta.

—¿Qué tal, John?

Brigham dio una orden al oficial de paisano sentado al volante de la furgoneta, que se puso en marcha sin dar tiempo a que cerraran las puertas traseras y condujo el vehículo hacia la agradable tarde otoñal.

Clarice Starling, veterana de las furgonetas de vigilancia, se agachó para pasar bajo el visor del periscopio y se sentó al fondo, tan cerca como pudo del bloque de setenta kilos de nieve carbónica que hacía las veces de aire acondicionado cuando tenían que permanecer al acecho con el motor apagado.

El miedo y el sudor habían impregnado el cochambroso vehículo de un olor semejante al de una jaula para monos, imposible de eliminar por mucho que se fregara. En su larga trayectoria, la furgoneta había llevado una retahíla de rótulos. Los de ahora, sucios y borrosos, no tenían más de media hora de antigüedad. Los agujeros de bala, taponados con masilla, eran más viejos.

Por la parte exterior las ventanillas traseras eran espejos, convenientemente sucios. A través de ellas, Starling podía ver las dos enormes furgonetas de operaciones especiales que los seguían. Ojalá no tuvieran que pasar horas encerrados allí dentro.

Los agentes masculinos la recorrían con la mirada en cuanto volvía la vista hacia la ventanilla.

La agente especial del FBI Clarice Starling tenía treinta y dos años y los aparentaba de una forma que hacía parecer estupenda esa edad, incluso en traje de faena. Brigham recogió su libreta del asiento del acompañante.

—¿Cómo es que siempre te toca esta mierda de misiones, Starling? —le preguntó con una sonrisa.

—Porque siempre me llamas —contestó ella.

—Para ésta te necesitaba. Pero siempre te veo ejecutando órdenes de arresto con brigadas de choque, por Dios santo. Ya sé que no es asunto mío, pero me parece que alguien de Buzzard’s Point te odia. Deberías venirte a trabajar conmigo. Éstos son mis hombres, los agentes Márquez Burke y John Hare, y aquél es el oficial Bollón, del Departamento de Policía de Washington.

Una fuerza de intervención rápida compuesta por agentes del BATF, los de operaciones especiales de la DEA y el FBI era el resultado previsible de las restricciones de presupuesto de una época en que hasta la Academia del FBI estaba cerrada por falta de dinero.

Burke y Hare tenían aspecto de agentes. El policía, Bolton, parecía más bien un alguacil. Tenía más de cuarenta y cinco años, pesaba más de la cuenta y era un mamarracho. El alcalde de Washington, que quería aparentar firmeza en la lucha contra la droga después de su propia condena por consumo, se había empeñado en que la policía de la ciudad tomara parte en cualquier acción importante. Y ahí estaba Bolton.

—Hoy cocinan los chicos de la Drumgo —le dijo Brigham.

—Evelda Drumgo, me lo imaginaba —dijo Starling sin entusiasmo.

Brigham asintió.

—Ha abierto una planta de ice junto al mercado de pescado de Feliciana, a la orilla del río. Nuestro informador dice que hoy va a preparar una remesa de cristal. Y tiene pasajes para volar a Gran Caimán esta misma noche. No podíamos esperar.

La metanfetamina en cristales, conocida como ice en las calles, provoca un cuelgue breve pero intenso y una adicción letal.

—La droga es competencia de la DEA, pero tenemos cargos contra Evelda por transportar armas de clase tres de un estado a otro. La orden de arresto especifica un par de subfusiles Beretta y unos cuantos MAC 10, y Evelda sabe dónde hay un montón más. Quiero que te concentres en ella, Starling. Ya os habéis visto las caras otras veces. Estos hombres te cubrirán las espaldas.

—Nos ha tocado lo fácil —dijo el oficial Bollón con una mezcla de ironía y satisfacción.

—Creo que deberías hablarles de Evelda, Starling —le sugirió Brigham.

La agente especial esperó a que la furgoneta dejara de traquetear al cruzar unas vías.

—Evelda nos plantará cara —les dijo—, aunque nadie lo diría por su aspecto. Fue modelo, pero no le temblará el pulso. Es la viuda de Dijon Drumgo. La he arrestado dos veces ejecutando órdenes RICO,[2] la primera de ellas, con Dijon. La segunda llevaba una nueve milímetros con tres cargadores y un aerosol irritante en el bolso, y una navaja automática en el sujetador. A saber lo que puede llevar ahora. En aquella ocasión le pedí que se rindiera y lo hizo muy tranquila. Luego, en el calabozo de la comisaría, mató a otra detenida llamada Marsha Valentine con el mango de una cuchara. Así que ya lo saben, no hay que fiarse de su apariencia. El gran jurado sentenció defensa propia.

»La primera vez se desestimaron los cargos y la segunda, ganó el juicio. Algunos cargos por posesión de armas se retiraron porque tenía hijos pequeños y acababan de acribillar a su marido desde un coche en la avenida Pleasant, probablemente la banda de los Fumetas.

»Le pediré que se entregue y espero que lo haga. Vamos a darle una oportunidad. Pero, escúchenme; si tenemos que enfrentarnos a Evelda Drumgo, quiero ayuda de verdad. No se queden mirándome el culo, quiero que vayan a por ella. Caballeros, no esperen vernos practicar lucha libre en el barro.

En otro tiempo Starling hubiera gastado más cumplidos con sus compañeros. Sabía que no les gustaba lo que les decía, pero había visto demasiadas cosas para que le importara.

—Evelda Drumgo está relacionada a través de Dijon con los Tullidos —dijo Brigham—. Según nuestra fuente, le hacen de guardaespaldas, y son sus distribuidores en la costa. La protegen principalmente contra los Fumetas. No sé qué harán los Tullidos cuando vean que somos nosotros. No quieren problemas con los federales si pueden evitarlos.

—Conviene que sepan que Evelda es seropositiva —dijo Starling—. Contrajo el virus compartiendo las agujas con Dijon. Se enteró en el calabozo de la comisaría y no le hizo ninguna gracia. Fue el día que mató a Marsha Valentine y se enfrentó a los funcionarios de la prisión. Si no va armada y les planta cara, pueden esperar que les eche encima cualquier fluido de que disponga. Les escupirá y les morderá, les meará o defecará encima si intentan reducirla cuerpo a cuerpo; así que los guantes y las mascarillas son imprescindibles. Si tienen que meterla en el coche patrulla, antes de ponerle la mano en la cabeza asegúrense de que no lleva una aguja escondida entre el pelo, e inmovilícenle los pies.

Burke y Hare ponían cara de circunstancias. El oficial Bolton tampoco parecía muy feliz. Indicó con la papada la desgastada Colt 45 de reglamento con cinta adhesiva alrededor de las cachas que Starling llevaba en una cartuchera yaqui tras la cadera derecha.

—¿Va siempre por ahí con esa cosa amartillada? —quiso saber.

—Amartillada y con el cerrojo echado, cada minuto del día —le contestó Starling.

—Eso es peligroso —opinó Bolton.

—Salga a la calle de vez en cuando y se lo explicaré, oficial —replicó Starling.

Brigham cortó la discusión.

—Bolton, entrené a Starling cuando fue campeona de tiro con pistola de combate de todos los servicios tres años seguidos, así que no te preocupes por su arma. ¿Cómo te llamaban los del equipo de rescate de rehenes, los vaqueros de velero, después de que les dieras una paliza, Starling? ¿Annie Oakley?[3]

—Oakley la Letal —dijo ella, y miró por la ventanilla.

Starling se sentía sola y deprimida compartiendo con aquellos hombres la maloliente furgoneta de vigilancia. Chaps, Brut, Old Spice, sudor y cuero. El miedo sabía como un penique bajo su lengua. Una imagen mental: su padre, que olía a tabaco y jabón fuerte, en la cocina, pelando una naranja con la navaja, que había desmochado, y compartiendo los gajos con ella. Las luces traseras de la camioneta de su padre desapareciendo la noche que salió de patrulla para no volver nunca. Su ropa en el armario. La camisa que se ponía para ir al baile. Unas cuantas prendas buenas que ahora estaban en su propio armario y que ella nunca se había puesto. Tristes ropas de fiesta en las perchas, como juguetes en el desván.

—Llegaremos en unos diez minutos —dijo el conductor, volviéndose.

Brigham echó un vistazo por el parabrisas y miró su reloj.

—Éste es el plan —dijo. Tenía un diagrama dibujado a toda prisa con rotulador y un plano borroso que el Departamento de Inmuebles le había enviado por fax—. El edificio del mercado de pescado está en una manzana de almacenes y naves a lo largo del río. La calle Parcell muere en la avenida Riverside formando una placita frente al mercado. La parte trasera del edificio da al río. Hay un embarcadero que tiene la anchura del edificio, justo aquí. Además del mercado, que ocupa la planta baja, está el laboratorio de Evelda. Se entra por esta puerta, al lado de la marquesina del mercado. Evelda tendrá hombres vigilando mientras prepara la droga, por lo menos en las tres manzanas de alrededor. Ya le han avisado otras veces a tiempo para deshacerse del material. Así que el equipo de la DEA que va en la tercera furgoneta llegará en una barca de pesca al muelle a las quince horas. Podemos acercarnos más que nadie con esta furgoneta, hasta situarnos delante de la puerta, un par de minutos antes de la incursión. Si Evelda intenta escapar por delante, la atraparemos. Si se queda dentro, derribaremos esa puerta en cuanto los otros entren por detrás. La segunda furgoneta es nuestro apoyo, siete agentes que entrarán a las quince horas, a no ser que los llamemos antes.

—¿Y cómo nos las vamos a arreglar con la puerta? —preguntó Starling. Burke habló por primera vez.

—Si la cosa parece tranquila, con el ariete. Si oímos disparos, entonces «Avon llama a su puerta» —dijo, dando unas palmaditas a su escopeta.

Starling sabía de qué hablaba; «Avon llama a su puerta» era un casquillo de escopeta Magnum de tres pulgadas, lleno de fino polvo de plomo, que reventaba la cerradura sin herir a quienes estuvieran en el interior.

—¿Y los hijos de Evelda? ¿Sabemos dónde están?

—Nuestro informador la ha visto dejarlos en la guardería —le explicó Brigham—. Ese tío está al tanto de la vida familiar de Evelda. Tan al tanto como se puede estar tirándosela con condón.

Los auriculares de la radio de Brigham produjeron un chirrido y él observó el trozo de cielo visible desde la ventanilla trasera.

—Puede que estén informando sobre el tráfico —comunicó a través del micrófono que llevaba al cuello. Luego se dirigió al conductor—: Fuerza Dos ha visto un helicóptero de noticias hace un minuto. ¿Ves algo tú?

—No.

—Más vale que esté ahí por el tráfico. Vamos a atarnos los machos. Setenta kilos de nieve carbónica no mantienen frescas a cinco personas dentro de una furgoneta de metal un día caluroso, especialmente cuando se están poniendo chalecos antibalas. Cuando Bolton alzó los brazos, quedó claro que unas gotas de Canoe no son lo mismo que una ducha.

Clarice Starling se había cosido hombreras en la camisa del traje de faena para soportar el peso del chaleco de kevlar, en teoría a prueba de balas. El chaleco, pesado por sí mismo, llevaba una placa de cerámica en la parte de delante y otra en la espalda. Trágicas experiencias habían demostrado la necesidad de la placa dorsal. Echar una puerta abajo y dirigir una batida con un equipo al que no conoces, compuesto por individuos con diferentes niveles de entrenamiento, es una empresa más peligrosa de lo que cabría suponer. El fuego amigo te puede destrozar la columna mientras encabezas un grupo de asustados novatos.

A tres kilómetros del río, la tercera furgoneta se separó para llevar al equipo de la DEA a su cita con la barca pesquera, mientras que la segunda se mantuvo a discreta distancia del vehículo blanco camuflado.

El barrio se deterioraba a ojos vista. Un tercio de los edificios estaban condenados con tablones, y coches calcinados descansaban sobre cajas junto al bordillo de la acera. Los jóvenes holgazaneaban por las esquinas, delante de los bares y los pequeños supermercados. Un grupo de chicos jugaba alrededor de un colchón que ardía en la acera.

Si Evelda había puesto vigías, era imposible distinguirlos entre los merodeadores habituales. Cerca de las licorerías y en el aparcamiento del supermercado había hombres conversando en el interior de los coches.

Un Impala descapotable con cuatro jóvenes afroamericanos apareció en el escaso tráfico y se colocó tras la furgoneta. Los amortiguadores hacían brincar la parte delantera del coche, como en homenaje a las chicas con las que se cruzaban, y el retumbar del estéreo hacía vibrar las paredes de la furgoneta.

A través de las ventanillas traseras, Starling comprobó que los chicos del descapotable no suponían ninguna amenaza. Los Tullidos solían utilizar un sedán grande o una ranchera lo bastante viejos como para pasar inadvertidos en el vecindario, con las ventanillas traseras completamente bajadas, y dentro, tres o a veces cuatro de ellos. Hasta un equipo de baloncesto en un Buick puede resultarle siniestro a cualquiera incapaz de mantener la sangre fría.

Mientras esperaban ante un semáforo, Brigham destapó el visor del periscopio y le dio una palmada en la rodilla a Bolton.

—Echa un vistazo, a ver si reconoces a alguna celebridad local en la acera —le ordenó. El objetivo del periscopio estaba disimulado en el ventilador del techo, y sólo permitía la visión lateral.

Bolton hizo girar el periscopio y se apartó frotándose los ojos.

—Esta cosa se mueve demasiado con el motor en marcha —dijo. Brigham se puso en contacto por radio con el equipo de la barca.

—Están a cuatrocientos metros y siguen acercándose al muelle —informó a los demás.

La furgoneta se detuvo ante un semáforo en rojo en la calle Parcell, a una manzana del mercado, y permaneció frente a él lo que les pareció un buen rato. El conductor se inclinó como para comprobar el retrovisor de la derecha y habló a Brigham de medio lado.

—Parece que no hay mucha gente comprando pescado. Allá vamos.

El semáforo cambió y, a las dos cincuenta y siete, exactamente tres minutos antes de la hora cero, la destartalada furgoneta se detuvo frente al mercado de Feliciana, en un hueco perfecto junto al bordillo.

Los de atrás oyeron la queja del engranaje cuando el conductor echó el freno de mano. Brigham apartó la vista del periscopio y se lo ofreció a Starling.

—Echa un vistazo.

Starling barrió la fachada del edificio con el objetivo. Los puestos de pescado conservado en hielo brillaban al otro lado del toldo de lona de la entrada. Las cuberas de la costa de Carolina estaban dispuestas ordenadamente en el hielo picado, los cangrejos agiíábárf las patas en las cajas abiertas y las langostas se subían unas encima de otras en un acuario. El astuto pescadero había puesto trapos húmedos en los ojos de los peces más grandes para mantenerlos brillantes a la espera de la avalancha de exigentes amas de casa de origen caribeño que vendrían por la tarde a olisquear y toquetear.

En el exterior, el sol dibujaba un arco iris en el chorro de agua de la mesa donde se limpiaba el pescado, ante la que un individuo de aspecto latino y enormes antebrazos cortaba en rodajas un tiburón azul con diestros tajos de su cuchillo curvo y lavaba el enorme pez con una manguera de mano. El agua sanguinolenta caía por el bordillo; Starling la oía correr bajo la furgoneta.

La agente observó al conductor acercarse al pescadero y hacerle una pregunta. El hombre se miró el reloj, se encogió de hombros y señaló en dirección a un bar de comidas. El conductor curioseó por el mercado durante un minuto, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia el bar.

Un radiocasete gigante hacía que Macarena sonara en el mercado lo bastante fuerte como para que Starling la oyera con toda claridad desde dentro de la furgoneta; no volvería a ser capaz de soportar aquella canción en toda su vida.

La puerta de marras estaba a la derecha: dos hojas de metal en un marco también metálico, a las que daba acceso un único peldaño de hormigón.

Starling iba a soltar el periscopio cuando se abrió la puerta. Un hombre enorme de raza blanca, vestido con camisa hawaiana y sandalias bajó a la acera. Sostenía contra el pecho una mochila pequeña, tras la que la otra mano permanecía oculta. A continuación apareció un negro nervudo que sostenía una gabardina.

—Ahí están —advirtió Starling.

Tras los hombros de los dos individuos se hicieron visibles el esbelto cuello de Nefertiti y el agraciado rostro de Evelda Drumgo.

—Evelda acaba de salir detrás de dos tíos, y parece que ambos van cargados —informó Starling.

No soltó el periscopio lo bastante deprisa como para evitar que Brigham chocara con ella. Starling se puso el casco. Brigham habló por la radio.

—Fuerza Uno a todas las unidades. Adelante. Adelante. Han salido por nuestro lado, vamos a entrar en acción —acto seguido, al tiempo que montaba la escopeta recortada, se dirigió a su equipo—: Al suelo con ellos tan rápido como podáis. La barca llegará en treinta segundos, vamos a hacerlo.

Starling fue la primera en salir. Las trencillas de Evelda volaron al volver la cabeza hacia la agente. Starling no perdía de vista a los dos guardaespaldas, que habían sacado las armas y ladraban «Al suelo, al suelo».

Pero Evelda se abrió paso entre los dos hombres.

Llevaba una criatura en un arnés que le colgaba del cuello.

—¡Quietos, quietos, no quiero problemas! —dijo a sus hombres—. ¡Quietos!

Dio unos pasos adelante, digna como una reina, sosteniendo al bebé ante sí a la distancia que permitía el arnés, con la toquilla colgando.

«Dadle una oportunidad.» Starling enfundó su arma a tientas y extendió los brazos con las manos abiertas.

—¡Déjalo, Evelda! Ven hacia mí.

De pronto, a su espalda, el rugido de un ocho cilindros grande y el chirrido de neumáticos. No podía darse la vuelta. «Cubridme las espaldas.»

Evelda, sin hacerle caso, avanza hacia Brigham, la toquilla que se agita cuando el MAC 10 aparece entre los pliegues, y Brigham que se desploma, con el frente del casco lleno de sangre.

El hombretón blanco dejó caer la mochila. Burke vio su pistola ametralladora y disparó la inofensiva nube de plomo del «Avon llama a su puerta». Tiró del cerrojo, pero ya era tarde. El gorila disparó una andanada y alcanzó a Burke a lo largo de la ingle, por debajo del chaleco; después se volvió hacia Starling, que había sacado el arma de la funda y le acertó dos veces en medio de la camisa hawaiana antes de que pudiera volver a disparar. Disparos a sus espaldas. El negro dejó que la gabardina se deslizara sobre su arma y retrocedió hasta el interior del edificio, al tiempo que un impacto como un fuerte puñetazo en la espalda lanzaba a Starling hacia delante dejándola sin resuello. Rodó «obre la acera y vio el coche de los Tullidos atravesado en medio de la calle, un Cadillac sedán con las ventanillas abiertas y dos tiradores sentados al estilo cheyenne en las ventanillas del otro lado, disparando por encima del techo, mientras un tercero lo hacía desde la parte de atrás. Fuego y humo escupidos desde tres cañones, las balas silbando en el aire alrededor de ella.

Starling se arrastró entre dos coches aparcados y vio a Burke retorciéndose en la calzada. Brigham yacía inmóvil, con el casco en medio de un charco cada vez mayor. Hare y Bolton disparaban parapetados tras los coches del otro lado de la calle. Los cristales llovían sobre la calzada y se oyó explotar un neumático mientras el fuego de las armas automáticas procedente del Cadillac obligaba a los dos agentes a apretarse contra el suelo. Starling, con un pie en el agua que corría junto al bordillo, asomó la cabeza.

Dos tiradores disparaban por encima del techo del Cadillac, sentados en las ventanillas, y el conductor utilizaba la pistola con la mano libre. En la parte de atrás, un cuarto individuo había abierto la puerta y estaba metiendo dentro a Evelda y a su criatura. La mujer llevaba la mochila. Sin que sus ocupantes dejaran de hacer llover plomo sobre Bolton y Hare, las ruedas traseras chirriaron y el coche empezó a moverse. Starling se levantó, corrió al lado del vehículo y disparó al conductor en la cabeza. Después disparó dos veces al tipo sentado en la ventanilla de delante, que cayó de espaldas a la calzada. Hizo saltar el tambor de su 45 y, sin apartar los ojos del coche, encajó otro antes de que el vacío llegara al suelo. El Cadillac arañó los coches aparcados al otro lado de la calle y se detuvo, rechinando. Starling avanzó hacia el vehículo. El pistolero de la ventanilla trasera seguía sentado, con los ojos desorbitados y las manos empujando la carrocería del techo, tratando de liberar el torso comprimido contra un coche aparcado. Su arma se deslizó por el techo y cayó al suelo. En el otro lado, unas manos vacías aparecieron por la ventanilla. Un individuo con un pañuelo azul en la cabeza salió del coche con las manos en alto y se echó a correr. Starling no le hizo caso.

Oyó disparos a su derecha y vio al que huía caer hacia delante, arrastrarse boca abajo e intentar esconderse debajo de un coche. Las hélices de un helicóptero batían el aire por encima de Starling. Alguien gritaba en la puerta del mercado.

—¡Estese quieto, no intente levantarse!

La gente seguía escondida bajo los mostradores y la manguera, abandonada, regaba el aire desde la mesa de limpiar el pescado.

Starling se acercó al Cadillac. Percibió movimiento en la parte de atrás. El coche se mecía. La criatura lloraba en el interior. Se oyeron unos disparos y la ventanilla posterior, hecha añicos, cayó dentro.

Starling levantó el brazo y lanzó un grito sin volverse.

—¡Alto! ¡Dejad de disparar! Atentos a la puerta. Detrás de mí. Vigilad la puerta del edificio —movimientos en el interior del coche, donde el niño seguía chillando—. Evelda… Evelda, saca las manos por la ventanilla.

Evelda Drumgo empezó a salir. La criatura berreaba. Macarena retumbaba en los altavoces del mercado. Evelda estaba fuera y avanzaba hacia Starling con la hermosa cabeza baja y los brazos alrededor de su hijo.

Burke se estremecía en la calzada, entre ambas mujeres. Los espasmos eran más débiles ahora que prácticamente se había desangrado, y la insufrible canción parecía ponerles música. Alguien se acercó agachándose, se puso en cuclillas a su lado y trató de cortar la hemorragia.

Starling apuntaba el arma al suelo, delante de Evelda.

—Enséñame las manos, Evelda, vamos, por favor, enséñame las manos.

Un bulto en la toquilla. La mujer levantó la cabeza y la miró entre las trencillas de pelo con sus oscuros ojos de egipcia.

—Vaya, Starling, eres tú…

—Evelda, no lo hagas, piensa en el niño…

—Vamos a intercambiar fluidos, zorra.

La toquilla se agitó y un estallido llenó el aire. Starling alcanzó a Evelda Drumgo bajo la nariz y le reventó la nuca.

Tuvo que sentarse. Sentía una aguda quemazón en un lado de la cabeza y le costaba respirar. También Evelda había quedado sentada, doblada sobre las piernas y sangrando por la boca sobre el niño, cuyo llanto se ahogaba contra el cuerpo de la madre. Starling se arrastró hasta ellos y bregó con las pegajosas hebillas del arnés. Sacó la navaja del sujetador de Evelda, hizo saltar el resorte sin mirarla y cortó el correaje. El bebé estaba rojo y resbaladizo, y a Starling le resultaba difícil sujetarlo.

Lo sostuvo contra el pecho y miró angustiada a su alrededor. Vio la lluvia procedente de la entrada del mercado y corrió hacia ella abrazada al cuerpecillo ensangrentado. Barrió con un brazo los cuchillos y las tripas de pescado, depositó al niño en la tabla de cortar y dirigió hacia él el chorro de la manguera. El cuerpecillo moreno yacía sobre la blanca tabla de cortar, entre cuchillos, entrañas de pescado y la cabeza del tiburón, mientras Starling procuraba quitarle de encima la sangre contaminada de su madre y la suya propia, que se iban juntas formando una sola corriente tan salada como el mismo mar. En la cortina de agua, el pequeño arco iris, que parecía burlarse de la promesa bíblica, ondulaba como una bandera sobre la obra del ciego azote del Señor. Aquel hombrecito no tenía agujeros, que Starling pudiera ver. Desde los altavoces Macarena seguía atronando al ritmo de unos fogonazos que no cesaron hasta que Hare alejó al fotógrafo a empujones.