Salón del Palacio.
(Entran Hamlet y Horacio.)
HAMLET.—De eso nada más. En cuanto al resto, veamos. ¿Te acuerdas de todo mi relato?
HORACIO.—¡Cómo no acordarme, señor!
HAMLET.—Había en mi alma una especie de lucha que me tenía despierto. Me sentí peor que un amotinado en los grilletes. En un rapto… Benditos los arrebatos: admitamos que a veces el impulso nos es más útil que el cálculo, lo que nos muestra que hay una divinidad que modela nuestros fines, cualquiera que haya sido nuestro esbozo.
HORACIO.—Así es.
HAMLET.—Salí del camarote y, envuelto en mi tabardo marinero, anduve a tientas en las sombras hasta hallarlos; les quité los documentos y volví finalmente al camarote, permitiéndome abrir el real comunicado, mis temores venciendo mis modales. Horacio, en él leí (¡ah, regia canallada!) la orden expresa, guarnecida de razones muy variadas sobre el bien de Dinamarca e Inglaterra, con, ¡ah!, todos los duendes que me hacen peligroso, de que, a su lectura y en el acto, sin esperar a que afilasen el hacha, me cortaran la cabeza.
HORACIO.—¡No es posible!
HAMLET.—Aquí está el comunicado. Léelo sin prisa. ¿Quieres saber cómo procedí?
HORACIO.—Os lo ruego.
HAMLET.—Viéndome atrapado por infames (antes que le diera un resumen al cerebro, él ya veía la acción), me senté, proyecté una nueva orden, la escribí con buena letra. Al igual que los políticos, yo antes menospreciaba la caligrafía y me esforcé en olvidarla, pero ahora me ha prestado un fiel servicio. ¿Te digo el contenido de la orden?
HORACIO.—Sí, Alteza.
HAMLET.—Fue un ruego muy solemne de parte del rey: Puesto que Inglaterra ha sido su leal tributaria y sus lazos deben florecer cual la palmera, puesto que la paz debe llevar siempre su guirnalda de espigas y unirlos en su afecto, con otros muchos «puestos» bien colmados, que, a la vista y lectura del escrito, sin debate y cumpliéndolo a la letra, se dé a sus portadores la muerte inmediata sin lugar a confesión.
HORACIO.—¿Y cómo lo sellasteis?
HAMLET.—Hasta en eso fue el cielo providente: llevaba en la bolsa el anillo de mi padre, cuyo sello es idéntico al del rey; doblé el escrito a la manera del otro, lo firmé, sellé y reemplacé sin que nadie advirtiera ningún cambio. Al otro día fue el combate naval; lo que sigue ya lo sabes.
HORACIO.—Y Guildenstern y Rosencrantz fueron a su muerte
HAMLET.—¡Pero si estaban prendados de su oficio! No me rozan la conciencia. Su caída resulta de su propia intromisión. El inferior corre peligro atravesándose entre los fieros golpes y estocadas de rivales poderosos.
HORACIO.—¡Qué rey es este!
HAMLET.—¿No crees que ya es mi turno? Mata a mi padre, prostituye a mi madre, se mete entre la elección y mi esperanza y a mi propia vida le echa el anzuelo con toda esa maña. ¿No sería de conciencia pagarle con mi brazo? ¿Y no sería condenarse permitir que esta úlcera se extienda y siga corrompiendo?
HORACIO.—Tendrá pronto noticias de Inglaterra informándole de todo lo ocurrido.
HAMLET.—Muy pronto. Pero el intervalo es mío. Una vida no dura más que decir «uno». Pero me ha dolido mucho, buen Horacio, haberme propasado con Laertes, pues en el rostro de mi causa puedo ver el reflejo de la suya. Me ganaré su favor. Sin embargo, sus alardes de angustia dispararon mi arrebato.
HORACIO.—¡Chsss! ¿Quién viene?
(Entra el joven Osric.)
OSRIC.—Alteza, sed muy bienvenido a Dinamarca.
HAMLET.—Con humildad os lo agradezco. —¿Conoces a esta libélula?
HORACIO.—No, mi señor.
HAMLET.—Más gracia para tu alma, que conocerle es pecado. Posee tierras, muchas y fértiles. Con que un animal sea dueño de animales, ya tiene el pesebre en la mesa del rey. Este es un rústico, pero, como digo, con grandes extensiones de estiércol.
OSRIC.—Mi querido señor, si vuestra gentileza se hallara ociosa, os transmitiría un mensaje de Su Majestad.
HAMLET.—Señor, le prestaré oídos con toda entrega de espíritu. Dadle a vuestro gorro el uso debido: es para la cabeza.
OSRIC.—Gracias, Alteza. Hace mucho calor.
HAMLET.—No, creedme: hace mucho frío. El viento es del norte.
OSRIC.—En efecto, señor; hace bastante frío.
HAMLET.—Para mi complexión hace un calor sofocante.
OSRIC.—Sobre manera, Alteza. Hace mucho bochorno, como quien dice… ¿Cómo decirlo? Pero, señor, Su Majestad me manda participaros que ha hecho una gran apuesta en favor vuestro. Señor, se trata de…
HAMLET.—Acordaos de cubriros.
OSRIC.—No, mi buen señor, de veras; por respeto. Alteza, no ignoráis la excelencia de Laertes con su arma.
HAMLET.—¿Y cuál es?
OSRIC.—Estoque y daga.
HAMLET.—Son dos armas. Pero, en fin…
OSRIC.—Señor, el rey ha apostado seis corceles berberiscos, a los cuales, según creo, Laertes ha contrapuesto seis estoques y puñales franceses con todos sus adherentes, tales como el cinto, los tahalíes, etcétera. En verdad, tres de las portaderas son muy gratas al gusto, muy acordes con la empuñadura, un auténtico primor y de extremada fantasía.
HAMLET.—¿A qué llamáis «portaderas»?
OSRIC.—Señor, las portaderas son las correas.
HAMLET.—El término sería más propio si pudiéramos ceñirnos un cañón. Entre tanto, llámense correas. Mas sigamos. Seis caballos berberiscos contra seis espadas francesas, con sus adherentes y tres portaderas de extremada fantasía. Es la apuesta francesa contra la danesa. ¿Por qué se ha «contrapuesto», como vos decís?
OSRIC.—Señor, el rey ha apostado que en doce asaltos entre vos y Laertes, él no os ganará por más de tres. Laertes ha apostado por nueve de los doce[38]. Podría ponerse a prueba de inmediato si Vuestra Alteza se dignase responder.
HAMLET.—¿Y si respondo que no?
OSRIC.—Señor, quiero decir si accedierais a enfrentaros.
HAMLET.—Señor, pasearé por este salón. Si le place a Su Majestad, es mi hora de ejercicios. Si traen las armas, y está dispuesto el caballero, y el rey mantiene su apuesta, haré que gane si puedo. Si no, me ganaré la deshonra y los golpes en cuestión.
OSRIC.—¿Transmito así vuestra respuesta?
HAMLET.—En tal sentido, señor, con los floreos que os dicte vuestro estilo.
OSRIC.—Me recomiendo con lealtad a Vuestra Alteza.
HAMLET.—Todo vuestro.
(Sale Osric.)
Hace bien en recomendarse, pues nadie lo hará por él.
HORACIO.—Este chorlito se va con el cascarón en la cabeza.
HAMLET.—Le hacía ceremonias a la teta antes de mamar. Éste y otros muchos de su cuerda, que tanto cautivan a nuestro frívolo mundo, sólo han pescado la jerga de moda y las fórmulas externas: un surtido de pamemas que los saca adelante entre las mentes más cultas; pero prueba a soplarles y les revientas las pompas.
HORACIO.—Perderéis este encuentro, señor.
HAMLET.—No lo creo. Desde que él marchó a Francia, no he dejado de practicar, y con tal apuesta ganaré. Aunque no te imaginas el malestar que siento. Pero no importa.
HORACIO.—¿Qué es, señor?
HAMLET.—Una tontería; uno de esos presentimientos que turbarían a una mujer[39].
HORACIO.—Si vuestro ánimo está inquieto, obedecedlo. Haré que no vengan y diré que no estáis listo.
HAMLET.—Nada de eso; los augurios se rechazan. Hay singular providencia en la caída de un pájaro. Si viene ahora, no vendrá luego. Si no viene luego, vendrá ahora. Si no viene ahora, vendrá un día. Todo es estar preparado. Como nadie sabe nada de lo que deja, ¿qué importa dejarlo antes? Ya basta.
(Entran el Rey, la Reina, Laertes, Osric, cortesanos y acompañamiento con trompetas, tambores, cojines, espadas de esgrima y manoplas. Una mesa con jarras de vino.)
REY.—Ven, Hamlet; ven y toma esta mano.
(Pone la mano de Laertes en la de Hamlet.)
HAMLET.—Perdonadme, señor. Os he agraviado. Perdonad como caballero. Los presentes bien saben y a vos de cierto os han dicho que estoy aquejado de un grave trastorno. Si rudamente he provocado vuestros sentimientos, honor y disgusto, aquí proclamo que ha sido locura. ¿Fue Hamlet quien hirió a Laertes? Jamás. Si Hamlet ha salido de sí y, no siendo él mismo, agravia a Laertes, no es Hamlet quien obra; Hamlet lo niega. Entonces, ¿quién obra? Su locura. Si es así, Hamlet es también de la parte agraviada y la locura es su cruel enemiga. Señor, ante esta asamblea: que mi negación de un mal pretendido me absuelva en vuestro noble pensamiento, como si mi flecha, volando por encima de la casa, hubiera herido a mi hermano.
LAERTES.—Lo admito en mis sentimientos, que son los que más deberían moverme a la venganza. Respecto a mi honor me reservo, y no deseo reconciliarme hasta que voces de probada autoridad emitan juicio y precedente de concordia y mi buen nombre salga intacto. Hasta entonces acojo como afecto el afecto declarado y no lo menosprecio.
HAMLET.—Lo acepto muy gustoso, y lucharé abiertamente en este encuentro fraternal. —Traed las espadas, vamos.
LAERTES.—Venga, una para mí.
HAMLET.—Laertes, os daré realce. Mi torpeza hará que vuestro arte brille tanto como un astro en la noche más oscura.
LAERTES.—Os burláis, señor.
HAMLET.—No, os lo juro.
REY.—Dales las espadas, joven Osric. Hamlet, ¿conoces la apuesta?
HAMLET.—Perfectamente, señor. Vuestra Majestad ha apostado por el débil.
REY.—No me inquieta; os he visto a ambos. Mas, como él es un maestro, se te ha dado ventaja.
LAERTES.—Ésta es muy pesada. A ver otra.
HAMLET.—Ésta me gusta. ¿Son todas del mismo largo?
OSRIC.—Sí, Alteza.
(Se disponen a luchar.)
REY.—Poned las jarras de vino en esa mesa. Si Hamlet da el primer golpe o el segundo, o se desquita en el tercer asalto, que en todas las almenas disparen los cañones. El rey beberá por el vigor de Hamlet y en la copa echará una perla más valiosa que la que cuatro reyes sucesivos en la corona danesa portaron. Dadme las copas; el timbal hablará a la trompeta, la trompeta al cañón de la muralla, el cañón al cielo y el cielo a la tierra, diciendo: «El rey bebe ahora por Hamlet.» Empezad. Jueces, vosotros siempre vigilantes.
HAMLET.—Vamos.
LAERTES.—Vamos, señor.
(Luchan.)
HAMLET.—¡Uno!
LAERTES.—¡No!
HAMLET.—¿Jueces?
OSRIC.—Un punto, un punto muy claro.
LAERTES.—Bien, sigamos.
REY.—Alto. Traed el vino. Hamlet, tuya es esta perla. Bebo a tu salud.
(Suenan tambores y trompetas, y disparan una salva.)
Dadle la copa.
HAMLET.—Primero, este asalto. Dejadla a un lado. —Vamos.
(Vuelven a luchar.)
Otro punto. ¿Qué decís?
LAERTES.—Otro punto, lo confieso.
REY.—Ganará nuestro hijo.
REINA.—Está sudando y sin aliento. Hamlet, toma mi pañuelo, sécate la frente. La reina bebe por tu suerte, Hamlet.
HAMLET.—Gracias, madre.
REY.—Gertrudis, no bebas.
REINA.—Quiero beber, esposo; con permiso.
(Bebe y ofrece la copa a Hamlet.)
REY.—(Aparte.) Es la copa envenenada. Ya es tarde.
HAMLET.—Aún no me atrevo, señora. Beberé luego.
REINA.—Ven, deja que te seque la cara.
LAERTES.—Majestad, esta vez le toco.
REY.—No lo creo.
LAERTES.—(Aparte.) Esto va casi contra mi conciencia.
HAMLET.—Vamos al tercero, Laertes. No dais en serio. Os lo ruego, atacad con más ardor. Temo ser vuestro juguete.
LAERTES.—¿Eso creéis? Vamos.
(Luchan.)
OSRIC.—Ningún punto para nadie.
LAERTES.—¡En guardia!
(Hiere a Hamlet. Hay un forcejeo y se cambian los estoques. Hamlet hiere a Laertes.)
REY.—¡Separadlos! Están furiosos.
HAMLET.—No, sigamos.
(Cae la Reina.)
OSRIC.—¡Atended a la reina!
HORACIO.—Sangran ambos. —¿Cómo estáis, Alteza?
OSRIC.—¿Cómo estáis, Laertes?
LAERTES.—Como pájaro cogido en mi trampa, Osric. Mi propia traición me da justa muerte.
HAMLET.—¿Cómo está la reina?
REY.—Se ha desmayado al verlos sangrar.
REINA.—¡No, no, el vino, el vino! ¡Ah, mi buen Hamlet! ¡El vino, el vino! ¡Me ha envenenado!
(Muere.)
HAMLET.—¡Ah, infamia! ¡Que cierren la puerta! ¡Traición! ¡Descubridla!
(Sale Osric.)
LAERTES.—Está aquí, Hamlet. Hamlet, estás muerto. No hay medicina que pueda salvarte. No te queda ni media hora de vida. El arma traidora está en tu mano, con punta y envenenada. La vileza se ha vuelto contra mí. Mira: yo, caído para siempre, y tu madre, envenenada. No puedo más. ¡El rey, el rey es el culpable!
HAMLET.—¿Con punta y envenenada? ¡Pues a lo tuyo, veneno!
(Hiere al Rey.)
TODOS.—(Los cortesanos.) ¡Traición, traición!
REY.—¡Amigos, defendedme! Sólo estoy herido.
HAMLET.—¡Toma, maldito danés, criminal, incestuoso! ¡Bébete la pócima!
(Obliga a beber al Rey.)
¿Está ahí tu perla? Sigue a mi madre.
(Muere el Rey.)
LAERTES.—Recibió su merecido: es veneno que él mismo preparó. Perdonémonos, mi noble Hamlet. ¡No caigan sobre ti mi muerte ni la de mi padre, ni la tuya sobre mí!
(Muere.)
HAMLET.—El ciclo te absuelva. Voy a seguirte. Me muero, Horacio. —¡Adiós, pobre reina! Vosotros, que palidecéis y tembláis ante esta desdicha, comparsas o testigos mudos de esta obra, si me quedara tiempo (pues el esbirro de la muerte siempre arresta), ah, os contaría… Ya basta. Horacio, me muero; tú vives: relata mi historia y mi causa a cuantos las ignoran.
HORACIO.—Nada de eso. Más que danés soy antiguo romano. Aún queda bebida.
HAMLET.—Como hombre que eres, dame esa copa. ¡Suéltala! ¡Por Dios, dámela! ¡Ah, buen Horacio! Si todo queda oculto, ¡qué nombre tan manchado dejaré! Si por mí sentiste algún cariño, abstente de la dicha por un tiempo y vive con dolor en el cruel mundo para contar mi historia.
(Marcha a lo lejos y cañonazo.)
¿Qué es ese ruido de guerra?
(Entra Osric.)
OSRIC.—El joven Fortinbrás, de vuelta victoriosa de Polonia, dispara esta salva marcial en honor de los embajadores de Inglaterra.
HAMLET.—¡Ah, ya muero, Horacio! El fuerte veneno señorea mi ánimo. No viviré para oír las nuevas de Inglaterra, pero adivino que será elegido rey Fortinbrás. Le doy mi voto agonizante. Díselo, junto con todos los sucesos que me han llevado… El resto es silencio.
(Lanza un hondo suspiro y muere.)
HORACIO.—Ha estallado un noble pecho. Buenas noches, buen príncipe; que cánticos de ángeles te lleven al reposo. —¿Por qué vienen los tambores?
(Entran Fortinbrás y los embajadores de Inglaterra, con tambores, estandartes y acompañamiento.)
FORTINBRÁS.—¿Dónde está la escena?
HORACIO.—¿Qué queréis ver? Si es algo de asombro o dolor, cese vuestra busca.
FORTINBRÁS.—Esta sangre pregona matanza. Muerte altiva, ¿qué festín preparas en tu celda infernal, que con tal violencia hieres a la vez a tantos príncipes?
EMBAJADOR.—El cuadro es angustioso y nuestra embajada de Inglaterra llega tarde. Sordos están los oídos que nos deben dar audiencia, pues su orden fue cumplida y Rosencrantz y Guildenstern han muerto. ¿Quién nos dará las gracias?
HORACIO.—Su boca, no, aunque en ella hubiera vida para agradecéroslo; él nunca dio la orden de matarlos. Mas, puesto que llegáis en hora tan sangrienta, vos, de la guerra con Polonia, y vos, de Inglaterra, disponed que los cadáveres sean expuestos en alto a la vista de todos y permitid que cuente al mundo, pues lo ignora, todo cuanto sucedió. De este modo sabréis de actos lascivos, sangrientos e inhumanos, castigos fortuitos, muertes casuales y otras que se deben a engaños y artificios; y, por último, de intrigas malogradas vueltas contra sus autores. Todo esto fielmente os contaré.
FORTINBRÁS.—Apresurémonos a oírlo, y que esté presente toda la nobleza. En cuanto a mí, acojo mi destino con dolor. Sobre este reino tengo derechos históricos y ahora es la sazón para reivindicarlos.
HORACIO.—Hablaré también de ello y del voto que otros muchos atraerá. Mas cumplamos sin tardanza lo propuesto, ahora que los ánimos se encienden, no sea que a estas tramas sucedan más desdichas.
FORTINBRÁS.—Cuatro capitanes portarán a Hamlet marcialmente al catafalco, pues, de habérsele brindado, habría sido un gran rey. Su muerte será honrada con sones militares y ritos de guerrero. Llevaos los cadáveres. Esta escena, más propia de batalla, aquí disuena. Vamos, que disparen los soldados.
(Salen en marcha solemne, seguida de una salva de cañón.)