Cementerio contiguo a una Iglesia.
(Entran dos rústicos[32], el enterrador y su compañero.)
ENTERRADOR.—¿Se va a dar cristiana sepultura a la que conscientemente buscó su salvación?
COMPAÑERO.—Te digo que sí, conque cava ya la fosa. El juez ha visto el caso y dice que cristiana.
ENTERRADOR.—¿Cómo es posible si no se ahogó en defensa propia?
COMPAÑERO.—Pues eso ha decidido.
ENTERRADOR.—Entonces habrá sido se offendendo[33]; no pudo ser otra cosa. La cuestión es esta: si yo me ahogo a sabiendas, esto arguye un acto; un acto tiene tres ramas: hacer, obrar, realizar. Ergo ella se ahogó a sabiendas.
COMPAÑERO.—Escucha, señor cavador…
ENTERRADOR.—Perdona. Aquí está el agua: bien. Aquí, el hombre: bien. Si el hombre va al agua y se ahoga, quieras que no, es él quien se va. ¿Te fijas? Pero si el agua viene a él y le ahoga, él no se ahoga a sí mismo. Ergo quien no es culpable de su muerte no pudo acortar su vida[34].
COMPAÑERO.—¿Esa es la ley?
ENTERRADOR.—¡Pues claro! La ley que lo investiga.
COMPAÑERO.—¿Quieres saber la verdad? Sí no es una señora, no le dan cristiana sepultura.
ENTERRADOR.—Exacto. Y es una pena que los grandes tengan más derecho a ahogarse o colgarse que sus hermanos cristianos. ¡Venga, la pala! En la antigüedad no había más señores que los jardineros, cavadores y sepultureros. Tenían el oficio de Adán.
COMPAÑERO.—¿Adán fue caballero?
ENTERRADOR.—El primero en armarse.
COMPAÑERO.—¡Pero si no tenía armas!
ENTERRADOR.—¿Tú es que eres pagano? ¿No dice la Biblia que Adán tuvo que labrar la Tierra? Luego se armó de paciencia. Voy a hacerte otra pregunta. Si no la contestas, confesión y…
COMPAÑERO.—Venga.
ENTERRADOR.—Albañil, calafate o carpintero: ¿Quién construye más fuerte que los tres?
COMPAÑERO.—El que hace la horca: el armazón sobrevive a mil ocupantes.
ENTERRADOR.—Eso me ha gustado, de veras. Lo de la horca está bien. Pero, ¿para quién? Está bien para los que hacen mal. Entonces está mal decir que una horca es más fuerte que una iglesia; ergo la horca estará bien para ti. Otra vez, venga.
COMPAÑERO.—¿Que quién construye más fuerte que albañil, calafate o carpintero?
ENTERRADOR.—Vamos, dilo y a correr.
COMPAÑERO.—¡Ya lo tengo!
ENTERRADOR.—Venga.
COMPAÑERO.—¡Dios, no lo sé!
(Entran Hamlet y Horacio a distancia.)
ENTERRADOR.—No te devanes los sesos, que, por más que le pegues, tu burro no irá más rápido. Cuando te vengan con esa pregunta, tú di que el sepulturero, porque las casas que hace duran hasta el Día del Juicio. Vamos, corre a la taberna y tráeme una jarra de aguardiente.
(Sale el compañero.)
(Canta.) De joven yo amé, amé;
me pareció muy grato
menguar mis anos con placer;
igual no lo había probado.
HAMLET.—¿Es que este hombre no tiene sentido de su oficio, que cava tumbas cantando?
HORACIO.—Con la costumbre se vuelve una cuestión de indiferencia.
HAMLET.—Cierto. La mano que poco labra tiene el sentido más fino.
ENTERRADOR.—(Canta.)
Mas con sigilo la vejez
ha hecho presa en mí
y me transporta a la región
como al que no ha gozado así.
(Arroja una calavera.)
HAMLET.—Esa calavera tenía lengua y podía cantar. Este bribón la estrella contra el suelo como si fuera la quijada de Caín, que cometió el primer crimen. Tal vez fuese la cabeza de un político, ahora avasallado por un asno, capaz de engañar a Dios, ¿no crees?
HORACIO.—Tal vez, señor.
HAMLET.—O la de un cortesano, que diría: «Buenos días, mi señor. ¿Cómo estáis, mi buen señor?» Sería el señor don Tal, que elogiaba el caballo del señor don Cual cuando pensaba pedírselo, ¿verdad?
HORACIO.—Sí, mi señor.
HAMLET.—Pues claro, y ahora es de don Gusano, sin mandíbulas y con la crisma sacudida por el sepulturero. Bonita transmutación, si supiéramos verla. ¿Tan fácil ha sido crear estos huesos que ahora sólo sirven para jugar a los bolos? Los míos me duelen de pensarlo.
ENTERRADOR.—(Canta.)
Un pico y una pala, pal,
envuelto en un sudario,
y un hoyo para huésped tal
será lo necesario.
(Arroja otra calavera.)
HAMLET.—Otra más. ¿No podría ser la de un abogado? ¿Dónde están ahora sus argucias, sus distingos, sus pleitos, sus títulos, sus mañas? ¿Cómo deja que este bruto le sacuda el cráneo con una pala sucia sin denunciarle por agresión? ¡Mmm…! Tal vez fuese en vida un gran comprador de tierras, con sus gravámenes, conocimientos, transmisiones, fianzas dobles, demandas. ¿Transmitió sus transmisiones y demandó sus demandas para acabar con esta tierra en la cabeza? ¿Le negarán garantía sus garantes, aun siendo dos, para una compra que no excede el tamaño de un contrato? Todas sus escrituras apenas caben en este hueco. ¿No tiene derecho a más el hacendado?
HORACIO.—Ni a una pizca más, señor.
HAMLET.—Los pergaminos, ¿no son de piel de carnero?
HORACIO.—Sí, Alteza, y de becerro.
HAMLET.—Carnero y becerro ha de ser quien crea que aseguran algo. Hablaré con este hombre. —Tú, ¿de quién es esta fosa?
ENTERRADOR.—Mía, señor. (Canta.)
… y un hoyo para huésped tal
será lo necesario.
HAMLET.—Será tuya porque te has metido dentro.
ENTERRADOR.—Y como vos estáis fuera, no es vuestra. Yo en esto no me he metido, pero es mía.
HAMLET.—Te has metido y has mentido diciendo que es tuya. Es para un muerto, no para un vivo; así que has mentido.
ENTERRADOR.—Señor, es una mentira viva y ahora vuelve con vos.
HAMLET.—¿Para qué hombre la cavas?
ENTERRADOR.—Para ningún hombre, señor.
HAMLET.—¿Para qué mujer?
ENTERRADOR.—Para ninguna, tampoco.
HAMLET.—Pues, ¿a quién van a enterrar?
ENTERRADOR.—A una que fue mujer, pero, que en paz descanse, está muerta.
HAMLET.—¡Qué rotundo es el granuja! Como no hilemos delgado nos matarán los equívocos. De veras, Horacio; lo he notado en los últimos tres años: nos hemos vuelto tan finos que hasta el más palurdo le pisa el talón al cortesano y le roza el sabañón. —¿Desde cuándo eres sepulturero?
ENTERRADOR.—De todos los días del año, desde aquel en que nuestro difunto rey Hamlet venció a Fortinbrás.
HAMLET.—Y de eso, ¿cuánto hace?
ENTERRADOR.—¿No lo sabéis? ¡Si hasta los tontos lo saben! Fue el día en que nació el joven Hamlet, el que estaba loco y mandaron a Inglaterra.
HAMLET.—Sí, claro. ¿Y por qué le mandaron a Inglaterra?
ENTERRADOR.—Pues porque estaba loco. Allí recobrará el juicio y, si no, poco importa.
HAMLET.—¿Por qué?
ENTERRADOR.—No se lo notarán: allí todos están igual de locos.
HAMLET.—¿Cómo se volvió loco?
ENTERRADOR.—De un modo extraño.
HAMLET.—¿Cómo «extraño»?
ENTERRADOR.—Vaya, pues perdiendo el juicio.
HAMLET.—¿De dónde salió su locura?
ENTERRADOR.—Pues de aquí, de Dinamarca. Mozo y hombre, yo llevo aquí de sepulturero treinta años.
HAMLET.—¿Cuánto tarda en pudrirse un muerto enterrado?
ENTERRADOR.—Bueno, si no se ha podrido antes de morir (pues hoy en día nos traen muchos venéreos que apenas se pueden enterrar), os puede durar unos ocho o nueve años. Un curtidor os dura nueve años.
HAMLET.—¿Y él por qué más que otros?
ENTERRADOR.—Pues, señor, porque tiene la piel tan curtida que el agua no la atraviesa en mucho tiempo, y el agua descompone bien a todo puto cadáver. Aquí hay una calavera; lleva enterrada veintitrés años.
HAMLET.—¿De quién es?
ENTERRADOR.—De un puto chiflado. ¿Quién creéis que era?
HAMLET.—No lo sé.
ENTERRADOR.—¡Mala peste de loco! Un día me vació en la cabeza una jarra de vino del Rin. Esta calavera, señor, es la de Yorick, el bufón del rey.
HAMLET.—¿Ésta?
ENTERRADOR.—La misma.
HAMLET.—Deja que la vea. ¡Ay, pobre Yorick! Yo le conocía, Horacio: tenía un humor incansable, una agudeza asombrosa. Me llevó a cuestas mil veces. Y ahora, ¡cómo me repugna imaginarlo! Me revuelve el estómago. Aquí colgaban los labios que besé infinitas veces. Y ahora, ¿dónde están tus pullas, tus brincos, tus canciones, esas ocurrencias que hacían estallar de risa a toda la mesa? ¿Ya no tienes quien se ría de tus muecas? ¿Estás encogido? Vete a la estancia de tu señora y dile que, por más que se embadurne, acabará con esta cara. Hazla reír con esto. —Horacio, dime una cosa.
HORACIO.—Sí, mi señor.
HAMLET.—¿Tú crees que Alejandro tenía este aspecto bajo tierra?
HORACIO.—El mismo.
HAMLET.—¿Y olía así? ¡Uf!
HORACIO.—Igual, señor.
HAMLET.—¡En qué bajos usos podemos caer, Horacio! ¿No podría la imaginación rastrear el noble polvo de Alejandro y encontrarlo taponando un barril?
HORACIO.—Sería una busca demasiado rebuscada.
HAMLET.—No, nada de eso; habría que seguirle con mesura llevados de lo probable. Es decir: Alejandro murió, Alejandro fue enterrado, Alejandro se convirtió en polvo. El polvo es tierra, con la tierra se hace el barro, y con el barro en que se convirtió, ¿por qué no se puede tapar un barril de cerveza?
Muerto y hecho barro, el imperial César
rellena un boquete y el aire intercepta.
¡Ah, que aquella tierra que al mundo arredró
tape una pared y corte un ventarrón!
Pero, alto. Apartémonos: se acerca el rey, la reina, cortesanos.
(Entran, siguiendo un féretro, el Rey, la Reina, Laertes, otros cortesanos y un sacerdote.)
¿A quién siguen? ¿Por qué un rito tan menguado? Eso indica que el difunto al que siguen, temerario se quitó su propia vida. Y era de alto rango. Vamos a escondernos y mirar.
LAERTES.—¿Qué más ceremonias?
HAMLET.—Este es Laertes, un joven noble. Atiende.
LAERTES.—¿Qué más ceremonias?
SACERDOTE.—Sus exequias las hemos extendido hasta el límite aprobado. Su muerte fue dudosa; de no haberlo impedido una orden superior, yacería en lugar no consagrado hasta el Día del Juicio. En vez de plegarias, le habrían arrojado cascotes, guijas y piedras. Pero aquí se le permiten ritos virginales, flores de doncella y entierro en sagrado con toque de campana y funeral.
LAERTES.—¿Sin hacer nada más?
SACERDOTE.—Nada más. Profanaríamos el oficio de difuntos entonando un solemne responso y rezándole como a las almas que mueren en paz.
LAERTES.—Dadle sepultura y que broten violetas de su carne pura y sin mancha. Cruel sacerdote, yo te digo que mi hermana será un ángel providente cuando tú estés aullando en el averno.
HAMLET.—¿Cómo? ¿La bella Ofelia?
REINA.—(Esparciendo flores.) Flores a esta flor. Adiós. Confiaba en que serías la esposa de mi Hamlet. Querida niña, creí que iba a engalanar tu lecho de bodas, no tu sepultura.
LAERTES.—¡Ah, que un triple dolor diez veces triplicado caiga sobre ese maldito cuyo crimen te privó de tu excelsa cordura! —Esperad, no la sepultéis hasta que yo la tenga una vez más entre mis brazos.
(Salta a la fosa.)
¡Apilad ahora tierra sobre vivos y muertos hasta hacer de este llano una montaña que descuelle sobre el monte Pelión[35] o la cumbre celeste del Olimpo!
HAMLET.—(Adelantándose.) ¿Quién es este que vocea su dolor con tanto ímpetu y hechiza a los planetas con su angustia, dejándolos suspensos como a oyentes asombrados? Aquí está Hamlet de Dinamarca.
(Salta dentro tras Laertes.)
LAERTES.—¡Que el diablo te lleve!
HAMLET.—¡Qué mal rezas! Quítame esos dedos de la garganta, pues, aunque no soy impulsivo ni colérico, en mí hay algo peligroso que más te vale temer. ¡Quítame esa mano!
REY.—¡Separadlos!
REINA.—¡Hamlet, Hamlet!
TODOS.—(Los cortesanos.) ¡Señores!
HORACIO.—Calmaos, Alteza.
HAMLET.—Por esta causa lucharé con él hasta que mis párpados dejen de moverse.
REINA.—¿Qué causa, hijo mío?
HAMLET.—Yo quería a Ofelia. Ni todo el amor de veinte mil hermanos juntos sumaría la medida del mío. —¿Qué piensas hacer por ella?
REY.—¡Ah, está loco, Laertes!
REINA.—¡Por el amor de Dios, no le oigas!
HAMLET.—¡Voto a…! Dime lo que harás. ¿Piensas llorar, luchar, ayunar, desgarrarte? ¿O beber vinagre, comerte un cocodrilo? Yo también. ¿Has venido aquí a lloriquear, a rebajarme tirándote a la fosa? Si te entierras con ella, yo también. Y si hablas de montañas, que nos echen encima fanegas a millones hasta que la tierra se queme la cabeza en el círculo solar y el Osa parezca una verruga. Si voceas, yo hablaré tan hinchado como tú.
REY.—Esto es pura demencia; el acceso no puede durarle mucho tiempo. Muy pronto estará manso como una paloma al salir del cascarón sus doradas parejas[36] y se hundirá en el silencio.
HAMLET.—Oídme bien. ¿Por qué me tratáis así? Yo siempre os aprecié. Pero no importa. Que Hércules haga lo que se le antoje; el gato maúlla y el perro se impone[37].
(Sale.)
REY.—Acompáñale, Horacio, te lo ruego.
(Sale Horacio.)
Lo que hablamos anoche debe darte paciencia; lo pondremos por obra de inmediato. Gertrudis, haz que vigilen a tu hijo. Esta tumba tendrá su perenne monumento. Muy pronto veremos la hora tranquila; mientras, la paciencia será nuestra guía.
(Salen.)