Galería de Palacio.
(Entran la Reina y Horacio.)
REINA.—No quiero hablar con ella.
HORACIO.—Insiste en veros, desvaría. Su estado da pena.
REINA.—¿Qué quiere?
HORACIO.—Habla mucho de su padre, de las trampas de este mundo; balbucea y se da golpes de pecho; se ofende por minucias; habla sin concierto. Lo que dice es absurdo, mas lleva a quien la oye a interpretar su incoherencia. Se hacen conjeturas; amoldan a su idea las palabras que juntan, las cuales, a juzgar por los gestos y los guiños, darían pie a sospechas que, aun siendo infundadas, serían maliciosas.
REINA.—Habrá que hablar con ella, no sea que siembre dudas peligrosas en mentes malévolas. Hazla pasar.
(Horacio se dirige a la puerta.)
(Aparte.) En mi alma enferma, pues vive en pecado, cualquier nadería predice un gran daño. La culpa no sabe fingir su recelo y al fin se traiciona queriendo esconderlo.
(Entra Ofelia tocando un laúd, con el pelo suelto y cantando.)
OFELIA.—¿Dónde está la hermosa majestad de Dinamarca?
REINA.—¿Qué ocurre, Ofelia?
OFELIA.—(Canta.)
¿Cómo conoceré a tu amor entre los demás?
Con venera y con bordón y sandalias va.
REINA.—¡Ah, pobre Ofelia! ¿A qué viene esa canción?
OFELIA.—¿Decíais? Atended, os lo ruego. (Canta.)
Ya murió, señora, y se fue,
ya murió y se fue:
césped a su cabecera
y piedra a sus pies.
REINA.—Pero, Ofelia…
OFELIA.—Atended, os lo ruego. (Canta.)
Su mortaja, blanquísima…
(Entra el Rey.)
REINA.—¡Ah, mírala, esposo!
OFELIA.—(Canta.)
… cubierta de flor,
a la tumba fue sin llevar
lágrimas de amor.
REY.—¿Cómo estás, linda Ofelia?
OFELIA.—Bien, Dios os lo pague. Cuentan que la lechuza era la hija de un panadero[29]. ¡Señor! Sabemos lo que somos, no lo que podemos ser. ¡Dios bendiga vuestra mesa!
REY.—Fantasea sobre su padre.
OFELIA.—Os lo ruego, no hablemos de esto. Cuando os pregunten qué significa, decid: (Canta.)
«Mañana es el día de San Valentín[30],
temprano, al amanecer,
y yo estaré en tu balcón;
tu enamorada seré.
Entonces él se levantó y vistió
y a la doncella hizo entrar
que de su alcoba doncella
ya nunca saldría jamás».
REY.—Linda Ofelia…
OFELIA.—Pues sí, y sin blasfemar le pondré fin: (Canta.)
¡Jesús, caridad cristiana!
Vergüenza le tiene que dar.
Si puede, un joven te goza:
¡Su potra, eso está mal!
«Juraste antes de tumbarme
hacer de mí tu mujer.»
«¡Y ya lo serías si en mi cama
no te llegas a meter!»
REY.—¿Cuánto hace que está así?
OFELIA.—Espero que todo irá bien. Hay que tener paciencia. Pero lloro sin remedio de pensar que lo enterraron en la fría tierra. Mi hermano ha de saberlo. Así que gracias por el buen consejo. ¡Vamos, mi carruaje! Buenas noches, señoras, buenas noches, buenas noches.
(Sale.)
REY.—Síguela de cerca. Vigílala bien, te lo ruego.
(Sale Horacio.)
Ah, este es el veneno de la honda tristeza; todo viene de la muerte de su padre. ¡Ah, Gertrudis! Las penas nunca vienen como espías de avanzada, sino en batallones. Primero, su padre muerto; después, tu hijo ausente, el más violento autor de su propia partida; el pueblo, enturbiado, revuelto con tantas sospechas y rumores sobre la muerte de Polonio (y fue una ingenuidad enterrarle bajo mano); la pobre Ofelia, trastornada y privada de razón, sin la cual todos somos pinturas o animales; por último, y peor que todo lo demás, su hermano ha regresado de Francia en secreto, se nutre de su asombro, vive en la penumbra y no le faltan chismosos que le infectan los oídos con infundios sobre la muerte de su padre. En tal apuro, y escaseando los hechos, no dudarán en acusar a mi persona en sus rumores. Querida Gertrudis, todo esto, cual disparos de metralla, me da muerte superflua en muchas partes.
(Ruido dentro. Entra un mensajero.)
REINA.—¡Ah! ¿Qué ruido es ese?
REY.—¡Mi guardia suiza! ¡Que defiendan la puerta! ¿Qué ocurre?
MENSAJERO.—Salvaos, señor. El océano, rebasando sus orillas, no sumerge los llanos con más ímpetu que Laertes, con sus amotinados, arrolla a vuestra guardia. La chusma le llama señor y, cual si el mundo fuese a empezar hoy y no hubiera costumbres ni pasado (garantía y sostén de las palabras), gritan: «¡Elijamos nosotros! ¡Laertes será rey!» Al cielo vuelan gorros, aplausos y vítores: «¡Laertes será rey, Laertes rey!»
REINA.—¡Qué alegres ladran tras la pista falsa! ¡Rastreáis al revés, perros daneses!
(Ruido dentro.)
REY.—¡Han roto las puertas!
(Entra Laertes con sus secuaces.)
LAERTES.—¿Dónde está ese rey? —Quedaos todos fuera.
SECUACES.—No, entremos.
LAERTES.—Dejadme, os lo ruego.
SECUACES.—Muy bien, señor.
LAERTES.—Gracias. Guardad la puerta.
(Salen los secuaces.)
¡Ah, vil rey! ¡Dadme a mi padre!
REINA.—Quieto, buen Laertes.
LAERTES.—La gota de mi sangre que esté quieta me acusará de bastardo, gritará «cornudo» a mi padre y pondrá el estigma de ramera en la frente casta y pura de mi madre.
REY.—Laertes, ¿cuál es el motivo de esta rebelión tan gigantesca? —Suéltale, Gertrudis. No te inquiete mi persona. Hay tal divinidad guardando a un rey que la traición apenas si vislumbra su objetivo y no llega a actuar. —Laertes, dime lo que tanto te ha inflamado. —Suéltale, Gertrudis. —Habla ya.
LAERTES.—¿Dónde está mi padre?
REY.—Muerto.
REINA.—Pero no a sus manos.
REY.—Que pregunte a placer.
LAERTES.—¿Cómo murió? Nada de trampas. ¡Al infierno la lealtad! ¡Al más negro diablo juramentos! ¡Al más profundo abismo la gracia y la conciencia! No temo condenarme. A tal punto he llegado que no me importa nada esta vida, la otra, cualquier cosa: tomaré plena venganza por mi padre.
REY.—¿Quién te frenará?
LAERTES.—Juro que ni el mundo entero. Y mis medios voy a administrarlos de modo que lo poco rinda mucho.
REY.—Buen Laertes, si deseas conocer la verdad de la muerte de tu padre, ¿está escrito en tu venganza que tu juego barra de montón a amigo y enemigo, al que gane y al que pierda?
LAERTES.—Sólo a sus enemigos.
REY.—¿Quieres conocerlos?
LAERTES.—A sus amigos les abro los brazos y, como el pelícano, generoso les daré vida y alimento con mi sangre[31].
REY.—Ahora hablas como un buen hijo y todo un caballero. Que soy inocente de la muerte de tu padre y la he llorado con honda tristeza entrará tan de lleno en tu razón como el día en tus ojos.
(Ruido dentro.)
VOCES.—(Dentro.) ¡Dejadla pasar!
LAERTES.—¿Eh? ¿Qué ruido es ese?
(Entra Ofelia como antes.)
¡Fiebre, sécame el cerebro! ¡Lágrimas amargas, quemadme el sentido y poder de mis ojos! Juro que tu demencia será pagada en peso hasta que la balanza se incline de mi lado. ¡Rosa de mayo, querida doncella, hermana, Ofelia! ¡Dios! ¿Es posible que un juicio tan tierno sea tan mortal como la vida de un anciano? El amor nos perfecciona, y nos hace enviar una valiosa parte nuestra tras el ser al que amamos.
OFELIA.—(Canta.)
Su ataúd descubierto va,
ay, nony, nony, no, nony, no,
y en la tumba le lloran ya.
Adiós, mi paloma.
LAERTES.—Si estuvieras en tu juicio y clamases venganza, no conmoverías tanto.
OFELIA.—Vos cantad «Do re dó», y vos «Do re fá». ¡Ah, qué bien le va el estribillo! El pérfido mayordomo raptó a la hija del amo.
LAERTES.—Ese absurdo dice mucho.
OFELIA.—Esto es romero, para recordar. Acuérdate, amor. Y esto pensamientos, para pensar.
LAERTES.—La lección de la locura: ajusta el pensamiento y el recuerdo.
OFELIA.—Esto es hinojo, para vos, y aguileña. Y esto ruda, para vos; y una poca para mí. Los domingos la llamamos hierba de la gracia. ¡Ah, vos llevad la ruda por otro motivo! Esto es una margarita. Os daría violetas, pero todas se mustiaron al morir mi padre; dicen que tuvo buena muerte. (Canta.)
Pues Robin el guapo es mi ilusión.
LAERTES.—Pesadumbre y tristeza, dolor, el infierno, ella los convierte en dulzura y encanto.
OFELIA.—(Canta.)
¿Y ya nunca volverá?
¿Y ya nunca volverá?
No, no, no, muerto está,
y tú muere ya,
pues él jamás volverá.
La barba, níveo blancor,
el pelo, rubio color;
Ya murió, ya murió.
¿A qué más dolor?
Acoja su alma Dios. Y todas las almas cristianas, si Dios quiere. Adiós.
(Sale.)
LAERTES.—¿Ves esto, Dios?
REY.—Laertes, debo compartir tu pena; no me niegues mi derecho. Ahora sal y escoge a tus amigos más juiciosos para que oigan y arbitren entre tú y yo. Si me creen implicado, de manera personal o coligada, yo, en desagravio, te daré mi reino, mi vida, mi corona y todo lo que es mío. Mas, si no es así, accede a dispensarme tu paciencia y obraré en alianza con tu alma por dejarte satisfecho.
LAERTES.—Conforme. El modo en que murió, su oscuro entierro (sin emblema, espada, ni blasón sobre sus restos, rito noble o ceremonia funeral); todo esto clama tanto del cielo a la tierra que exijo que se indague.
REY.—Así se hará; y donde haya crimen, el hacha caerá. Te lo ruego, ven conmigo.
(Salen.)