ESCENA IV

Campo solitario en las fronteras de Dinamarca.

(Entra Fortinbrás con su ejército.)

FORTINBRÁS.—Id, Capitán, y saludad de mi parte al rey danés: decidle que, con su licencia, Fortinbrás desea el salvoconducto para atravesar su reino según lo prometido. Ya conocéis la cita. Si Vuestra Majestad quiere algo de nosotros, expresaremos nuestro respeto en su presencia, y haced que lo sepa así.

CAPITÁN.—Así lo haré señor.

FORTINBRÁS.—Seguid avanzando despacio. (Se van Fortinbrás y los soldados.)

(Entran Hamlet, Rosencrantz, Guildenstern y otros.)

HAMLET.—Mi buen señor, ¿qué fuerzas son esas?

CAPITÁN.—Son del Rey de Noruega, señor.

HAMLET.—¿Con qué propósito, por favor, señor?

CAPITÁN.—Contra una parte de Polonia.

HAMLET.—¿Quién las manda?

CAPITÁN.—El sobrino del viejo Rey de Noruega, Fortinbrás.

HAMLET.—¿Va contra el grueso de Polonia, señor, o por alguna tierra fronteriza?

CAPITÁN.—Para decir la verdad, sin añadir nada, vamos a ganar una pequeña franja de terreno que no tiene más beneficio que el prestigio. Si hubiera de pagar cinco ducados, cinco, yo no lo tomaría en arrendamiento; ni les producirá al Rey de Noruega o al de Polonia una suma mayor, aunque se venda en propiedad absoluta.

HAMLET.—Pues entonces los polacos no la defenderán.

CAPITÁN.—Sí, ya tiene guarniciones.

HAMLET.—Dos mil almas y veinte mil ducados no resolverán la cuestión de esta paja. Es el tumor de la mucha riqueza y paz que se rompe hacia adentro, y no muestra por fuera la causa por la que muere el hombre. Os lo agradezco humildemente, señor.

CAPITÁN.—Quedad con Dios, señor. (Se va.)

ROSENCRANTZ.—¿Vamos allá, si os place, señor?

HAMLET.—En seguida estaré con vosotros: id un poco por delante. (Se van todos menos Hamlet.) ¡Cómo todas las ocasiones declaran contra mí y espolean mi tardía venganza! ¿Qué es un hombre si su principal bien y la adquisición de su tiempo es sólo dormir y comer? Una bestia, nada más. Cierto que quien nos hizo con tan amplio entendimiento para mirar delante y detrás, no nos dio esa capacidad y esa razón divina para que se enmoheciese en nosotros sin usar. Ahora, sea olvido bestial, o algún escrúpulo cobarde de pensar con demasiada exactitud en el suceso —un pensamiento que, partido en cuatro, tiene una parte de sabiduría y tres partes de cobardía—, no sé por qué sigo vivo para decir: «Esto se ha de hacer», puesto que tengo causa, y voluntad, y fuerza, y medios para hacerlo: me exhortan ejemplos tan grandiosos como la tierra: testigo, este ejército de tal tamaño y coste, conducido por un príncipe tierno y delicado, cuyo espíritu, hinchado por la divina ambición, hace muecas al invisible suceso, exponiendo lo que es mortal e inseguro a todo aquello a que se arriesgan la fortuna, la muerte y el peligro, aun por una cáscara de huevo. Ser grande de veras no es moverse sin gran motivo, sino hallar pelea con grandeza por una paja, cuando está en juego el honor. ¿Cómo quedo entonces yo, sin me han matado a un padre e infamado una madre, para excitarme la razón y la sangre, y lo dejo dormir todo, mientras veo, para mi vergüenza, la muerte inminente de veinte mil hombres, que por una fantasía y trampa de la fama, van a sus tumbas, como a la cama, luchando por un terreno sobre el cual sus multitudes no pueden poner a prueba su causa, y que no es sepulcro bastante para contenerles y esconder los muertos? ¡Ah, desde ahora, que mis pensamientos sean sanguinarios, o no valgan nada!

(Se va.)