Salón de Palacio.
(Entran el Rey, la Reina, Rosencrantz, Guildenstern y otros.)
REY.—Bienvenidos, Rosencrantz y Guildenstern. Además de lo mucho que ansiábamos veros, os mandamos llamar a toda prisa porque os necesitábamos. Habéis oído hablar de la transformación de Hamlet: la llamo así puesto que no parece el mismo, ni por fuera ni por dentro. Qué pueda ser, si no es la muerte de su padre, lo que le tiene tan fuera de sí, no acierto a imaginarlo. Os ruego a los dos que, habiéndoos criado con él desde la infancia y conociendo tan de cerca su carácter, accedáis a quedaros en la corte por un tiempo, de modo que vuestra compañía le aporte distracción y permita averiguar, mediando ocasiones favorables, si algo ignorado le perturba que, descubierto, podamos remediar.
REINA.—Caballeros, él ha hablado mucho de vosotros y me consta que no hay dos en todo el mundo a quien tenga más afecto. Si os complace mostrar la cortesía y gentileza de pasar algún tiempo con nosotros en ayuda y cumplimiento de nuestra esperanza, vuestra visita recibirá la gratitud que a la real largueza corresponde.
ROSENCRANTZ.—El poder soberano de Vuestras Majestades puede hacernos cumplir vuestros augustos deseos sin tener que suplicarnos.
GUILDENSTERN.—Con todo, obedecemos y nos brindamos con toda nuestra entrega, poniendo a vuestros pies nuestros servicios y aguardando vuestras órdenes.
REY.—Gracias, Rosencrantz y noble Guildenstern.
REINA.—Gracias, Guildenstern y noble Rosencrantz. Os suplico que al instante visitéis a mi hijo, ahora tan cambiado. —Que uno de vosotros lleve a estos señores donde esté Hamlet.
GUILDENSTERN.—¡Quiera Dios que nuestra presencia y nuestro esfuerzo le sirvan de alivio y ayuda!
REINA.—Así sea.
(Salen Rosencrantz y Guildenstern con un criado. Entra Polonio.)
POLONIO.—Señor, nuestros embajadores han vuelto felizmente de Noruega.
REY.—Siempre fuisteis portador de buenas nuevas.
POLONIO.—¿Lo creéis, señor? Os aseguro, Majestad, que tanto mi lealtad como mi alma están al servicio de Dios y de mi rey. Y creo, a no ser que este mi cerebro ya no siga el rastro de la astucia tan bien como solía, que he encontrado la causa de la insania de Hamlet.
REY.—Decídmela, que ansío conocerla.
POLONIO.—Primero, recibid a los embajadores. Mi noticia será el postre del banquete.
REY.—Pues honrad los entrantes y traedlos.
(Sale Polonio.)
Mi reina, dice que ya ha averiguado la causa del trastorno de tu hijo.
REINA.—Temo que ya la conozcamos: la muerte de su padre y nuestra boda apresurada.
REY.—Bien, le sondearemos.
(Entran Polonio, Voltemand y Cornelio.)
Bienvenidos, amigos. ¿Qué hay de nuestro hermano el noruego?
VOLTEMAND.—Os devuelve complacido deseos y saludos. Así que nos oyó, ordenó que detuviesen las levas del sobrino, que él había tomado por un reclutamiento contra el rey de Polonia, pero que, tras indagaciones, resultó que apuntaban contra Vuestra Majestad. Así, dolido al ver que se habían aprovechado de su afección, vejez y decaimiento, ordenó a Fortinbrás que desistiera. Éste al punto obedeció, fue reprimido por el rey, y al final le hizo promesa de no volver a tomar armas contra vos, ante lo cual, lleno de gozo, el rey noruego le dio una anualidad de tres mil coronas y permiso para usar sus tropas reclutadas contra el rey de Polonia, con el ruego, consignado en este documento, de que os dignéis conceder paso franco por vuestros dominios a esta expedición, con tales garantías y licencias como en él se recogen.
REY.—Me complace, y en tiempo conveniente he de leer, contestar y ponderar todo este asunto. Mientras, gracias por empresa tan lograda. Id a descansar; por la noche, venid al festín. Sed muy bienvenidos.
(Salen los embajadores.)
POLONIO.—El asunto acabó bien. Mi soberano, mi reina, controvertir qué pueda ser la majestad, el deber, por qué el día es día, la noche noche, y el tiempo tiempo, sería perder noche, día y tiempo. Así que, pues lo breve es el alma del buen juicio y lo extenso, los miembros y adornos exteriores, seré breve. Vuestro noble hijo está loco. Digo «loco», pues, para definir la locura, ¿no tendría uno que estar loco? Pero dejemos esto.
REINA.—Más sustancia y menos arte.
POLONIO.—Señora, os juro que hablo sin arte. Que está loco es cierto; es cierto que es lástima y es lástima que sea cierto… ¡Qué torpe figura! Ya basta, que no pienso hablar con arte. Admitamos que está loco; sólo resta averiguar la causa del efecto o, mejor dicho, la causa del defecto, pues el efecto defectivo tiene causa. Por tanto, sólo resta… Lo restante, por tanto… Ponderad. Tengo una hija (la tengo mientras sea mía) que, fijaos, en su lealtad y obediencia, me ha entregado esto. Sacad vuestras conclusiones.
(Lee la carta.)
«Al ídolo de mi alma, la celestial y hermoseada Ofelia … » Este término es horrible, infame; «hermoseada» es un término infame. Pero escuchad: «… esta carta; a su blanquísimo pecho, esta carta».
REINA.—¿Es Hamlet quien se lo ha escrito?
POLONIO.—Tened paciencia, señora. Voy a leerla fielmente.
«Duda que ardan los astros,
duda que se mueva el sol[11],
duda que haya verdad,
mas no dudes de mi amor.
¡Ah, querida Ofelia! Los versos se me dan mal. No tengo arte para medir mis lamentos. Pero que te amo más que a nadie, mucho más, créelo. Adiós. Tuyo siempre, queridísima amada mientras mi cuerpo sea mío, Hamlet.»
Esto me lo ha mostrado mi obediente hija y, además, a mi oído ha confiado todos sus galanteos, tal como sucedieron en tiempo, modo y lugar.
REY.—Y ella, ¿cómo le ha respondido?
POLONIO.—¿Qué opináis de mí?
REY.—Que sois hombre leal y de bien.
POLONIO.—Procuro serlo. ¿Qué habríais pensado si, cuando vi en acción su amor ardiente (pues yo me percaté, tenedlo en cuenta, antes que mi hija me avisara); qué habríais pensado vos o mi querida Majestad, la reina, si yo hubiera sido el cuaderno de sus notas, o me hubiera hecho el distraído, o no hubiera dado importancia a estos amores? ¿Qué habríais pensado? No, yo no perdí el tiempo y le hablé a mi jovencita de este modo: «El Príncipe Hamlet no es de tu esfera; esto se acabó.» Entonces le ordené que si él venía a verla se encerrara, no admitiera sus mensajes, ni recibiera prendas. Lo hizo, y mi consejo le dio fruto, pues, para abreviar, al verse por ella rechazado, le entró melancolía, después inapetencia, después insomnio, después debilidad, después mareos y, siguiendo este declive, la locura que le hace delirar y que todos lamentamos.
REY.—¿Tú crees que es eso?
REINA.—Tal vez. Es Posible.
POLONIO.—Decidme, ¿ha ocurrido alguna vez que yo haya dicho con certeza «Es tal cosa» y me haya equivocado?
REY.—Que yo sepa, no.
POLONIO.—(Señalando su cabeza y sus hombros.) Separad ésta de aquí si me equivoco. Habiendo indicios que me guíen, daré con la verdad, aunque se oculte en el centro de la tierra.
REY.—¿Cómo podemos comprobarlo?
POLONIO.—Sabéis que a veces pasea largo rato por esta galería.
REINA.—Desde luego.
POLONIO.—La próxima vez, le suelto a mi hija. Vos y yo nos pondremos detrás de algún tapiz. Observad su encuentro. Si no está enamorado y por estarlo no ha perdido el juicio, haced que yo cese en mi puesto de gobierno y me ocupe de una granja y de sus cuadras.
REY.—Lo probaremos.
(Entra Hamlet leyendo un libro.)
REINA.—Mirad qué, absorto en su lectura viene el pobre.
POLONIO.—Retiraos, os lo ruego, retiraos. Voy a hablarle. Con permiso.
(Salen el Rey y la Reina.)
¿Cómo está mi Príncipe Hamlet?
HAMLET.—Bien, gracias.
POLONIO.—¿Sabéis quién soy, señor?
HAMLET.—Perfectísimamente: sois un pescadero.
POLONIO.—¿Yo? No, señor.
HAMLET.—Pues ojalá fueseis tan honrado.
POLONIO.—¿Honrado, señor?
HAMLET.—Claro: tal como va el mundo, ser honrado es ser uno entre diez mil.
POLONIO.—Muy cierto, señor.
HAMLET.—Pues si el sol cría gusanos en un perro muerto, que es carnaza digna de besar… ¿Tenéis una hija?
POLONIO.—Sí, señor.
HAMLET.—Que no salga al sol. Concebir es una dicha, mas no como pueda concebirlo vuestra hija. Amigo, cuidado.
POLONIO.—(Aparte.) ¿Qué te parece? Siempre con mi hija. Aunque al principio no me conoció: dijo que yo era pescadero. Está ido, ido. La verdad es que yo, en mi juventud, también sufrí penas de amor, casi tanto como él. Le hablaré otra vez. —¿Qué leéis, señor?
HAMLET.—Palabras, palabras, palabras.
POLONIO.—¿De qué tratan, señor?
HAMLET.—¿Tratan, quién?
POLONIO.—Quiero decir lo que leéis, señor.
HAMLET.—Son calumnias, pues el satírico granuja dice aquí que los viejos tienen la barba cana, la cara llena de arrugas, los ojos segregando resina o savia de ciruelo, y que andan escasos de juicio y flojos de muslos. Todo lo cual, señor, aunque lo creo con firmeza y entereza, no me parece correcto escribirlo así. Vos mismo os volveríais de mi edad si pudierais andar para atrás como un cangrejo.
POLONIO.—(Aparte.) Será locura, pero con lógica. —¿Queréis pasar donde no haga aire?
HAMLET.—¿A mi tumba?
POLONIO.—Ahí sí que no hace aire. (Aparte.) ¡Qué atinadas suelen ser sus respuestas! La locura acierta a veces cuando el juicio y la cordura no dan fruto. Voy a dejarte, y en seguida urdiré el modo de que se encuentre con mi hija. —Honorable señor, humildemente pido licencia para retirarme.
HAMLET.—No podéis pedirme nada que yo no os dé con mayor gusto; salvo mi vida, mi vida.
POLONIO.—Adiós, señor.
HAMLET.—¡Viejos tontos y cargantes!
(Entran Rosencrantz y Guildenstern.)
POLONIO.—Si buscáis al Príncipe Hamlet, ahí está.
ROSENCRANTZ.—(A Polonio.) Id con Dios, señor.
(Sale Polonio.)
GUILDENSTERN.—¡Respetable señor!
ROSENCRANTZ.—¡Queridísimo señor!
HAMLET.—¡Mis magníficos amigos! ¿Qué tal, Guildenstern? ¡Ah, Rosencrantz! ¿Cómo estáis, muchachos?
ROSENCRANTZ.—Igual que el común de los mortales.
GUILDENSTERN.—Contentos de no pasar de contentos: del gorro de la Fortuna no somos la borla.
HAMLET.—¿Ni las suelas de sus zapatos?
ROSENCRANTZ.—Tampoco, señor.
HAMLET.—Entonces vivís por su cintura o en el centro de sus favores.
GUILDENSTERN.—En su intimidad.
HAMLET.—¿Así que en sus partes? ¡Ah, claro! Es una golfa. ¿Qué hay de nuevo?
ROSENCRANTZ.—Nada, señor: que el mundo se ha vuelto honrado.
HAMLET.—Estará cerca el Día del Juicio. No, vuestra noticia no es cierta. Dejad que os pregunte con más precisión. ¿Qué habéis hecho, queridos amigos, para que la Fortuna os traiga a esta cárcel?
GUILDENSTERN.—¿Cárcel, señor?
HAMLET.—Dinamarca es una cárcel.
ROSENCRANTZ.—Entonces lo es el mundo.
HAMLET.—Sí, una cárcel espléndida, con muchas celdas, encierros y calabozos, y Dinamarca es de los peores.
ROSENCRANTZ.—No somos de esa opinión, señor.
HAMLET.—Porque no lo es para vosotros, pues no hay nada bueno ni malo: nuestra opinión le hace serlo. Para mí es una cárcel.
ROSENCRANTZ.—Así lo ve vuestra ambición: es poco país para vuestro ánimo.
HAMLET.—¡Dios santo! Encerrado en una cáscara de nuez me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera porque tengo malos sueños.
GUILDENSTERN.—Sueños que son ambición, pues la esencia del ambicioso es la sombra de un sueño.
HAMLET.—Y un sueño es una sombra.
ROSENCRANTZ.—Cierto, y considero a la ambición de sustancia tan etérea que sería la sombra de una sombra.
HAMLET.—Entonces los mendigos son cuerpos, y los reyes y los héroes engolados, sombras de mendigos. ¿Vamos a la corte? Más no puedo discurrir.
ROSENCRANTZ y GUILDENSTERN.—Os acompañaremos.
HAMLET.—De ningún modo. No pienso mezclaros con mis sirvientes, pues, para ser sincero, estoy pésimamente atendido. Pero, pon la franqueza de nuestra amistad, ¿qué hacéis en Elsinore?
ROSENCRANTZ.—Visitaros, señor, nada más.
HAMLET.—Pobre como soy, no tengo ni gracias para dar. Pero os lo agradezco, aunque mi gratitud no valga un centavo. ¿No os han hecho venir? ¿Fue iniciativa vuestra? ¿Es visita voluntaria? Vamos, sed sinceros conmigo. Venga, vamos, hablad ya.
GUILDENSTERN.—¿Qué vamos a decir, señor?
HAMLET.—Lo que sea, con tal que haga al caso. Os han hecho venir: hay en vuestra mirada una confesión que vuestro pudor no es capaz de disfrazar. Sé que los buenos reyes os han hecho venir.
ROSENCRANTZ.—¿Con qué fin, señor?
HAMLET.—Eso decídmelo vosotros. Mas permitid que os conjure, por los derechos de nuestro compañerismo, por la armonía de nuestros años mozos, por la obligación de una amistad tan duradera y por todo lo que otro podría proponer: sed abiertos y sinceros y decidme si os han hecho venir o no.
ROSENCRANTZ.—(Aparte a Guildenstern.) ¿Qué dices tú?
HAMLET.—Cuidado, que os vigilo. Si me apreciáis, no calléis.
GUILDENSTERN.—Señor, nos han hecho venir.
HAMLET.—Yo os diré por qué. Me adelantaré a lo que vais a revelarme y así no sufrirá menoscabo la discreción que prometisteis a los reyes. Últimamente, no sé por qué, he perdido la alegría, he dejado todas mis actividades; y lo cierto es que me veo tan abatido que esta bella estructura que es la tierra me parece un estéril promontorio. Esta regia bóveda, el cielo, ¿veis?, este excelso firmamento, este techo majestuoso adornado con fuego de oro, todo esto me parece nada más que una asamblea de emanaciones pestilentes e inmundas. ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Qué noble en su raciocinio! ¡Qué infinito en sus potencias! ¡Qué perfecto y admirable en forma y movimiento! ¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un dios en su entendimiento! ¡La gala del mundo, el arquetipo de criaturas! Y sin embargo, ¿qué es para mí esta quintaesencia del polvo? El hombre no me agrada; no, tampoco la mujer, aunque por tus sonrisas pareces creer que sí.
ROSENCRANTZ.—Señor, no había en mí tal pensamiento.
HAMLET.—Entonces, ¿por qué te has reído cuando he dicho que el hombre no me agrada?
ROSENCRANTZ.—Señor, de pensar en la cuaresma que les vais a dar a los cómicos. Los dejamos atrás cuando venían hacia aquí a ofreceros sus servicios.
HAMLET.—El que haga de rey será bienvenido; a su majestad le pagaré tributo. El caballero andante usará su espada y su rodela, el amante no suspirará en vano, el excéntrico acabará su papel en paz, el gracioso hará reír a los que pronto se disparan y la dama hablará sin cortapisas, que, si no, el verso suelto andará cojo. ¿Qué cómicos son éstos?
ROSENCRANTZ.—Los que tanto os agradaban: los actores de la ciudad.
HAMLET.—¿Cómo es que viajan? Siendo estables gozaban de más fama y beneficios.
ROSENCRANTZ.—Creo que les prohibieron actuar tras el reciente disturbio[12].
HAMLET.—¿Y son tan renombrados como cuando yo estaba en la ciudad? ¿Tienen tanto público?
ROSENCRANTZ.—No, desde luego que no.
HAMLET.—¿Cómo es eso? ¿Es que están pasados?
ROSENCRANTZ.—No, se mantienen a su altura. Pero ha nacido una parvada de chiquillos, unos pollitos que chillan a más no poder y se les aplaude escandalosamente. Están de moda, y tanto se meten con los teatros populares, como ellos los llaman, que el galán de espada al cinto tiene miedo de la pluma y ya no vuelve a frecuentarlos.
HAMLET.—¿Así que chiquillos? ¿Quién los patrocina? ¿Cómo se mantienen? ¿Seguirán en el oficio cuando muden la voz? Y si luego acaban en los teatros populares, que será lo más probable si no hay otra cosa, ¿no dirán que sus poetas los malean obligándolos a criticar su propio futuro?
ROSENCRANTZ.—La verdad es que ha habido mucho ruido en ambas partes, y la gente no ve nada malo en provocarlos al debate. Durante un tiempo no se vendía un argumento en que no se enzarzasen autores contra actores.
HAMLET.—¿Es posible?
GUILDENSTERN.—Bueno, se ha vertido mucho ingenio.
HAMLET.—¿Y se llevan la palma los chiquillos?
ROSENCRANTZ.—Sí, señor, y a Hércules mismo con su carga[13].
HAMLET.—Tan extraño no es, pues mi tío es rey de Dinamarca, y los que en vida de mi padre le hacían muecas dan ahora veinte, cuarenta, cincuenta, cien ducados por su retrato en miniatura. Voto a Dios, que hay algo anormal en todo esto, como podría demostrar la filosofía.
(Toque de trompetas.)
GUILDENSTERN.—Ahí están los cómicos.
HAMLET.—Caballeros, sed bienvenidos a Elsinore. Dadme la mano, vamos. A toda bienvenida corresponde ceremonia y cortesía. Permitid que cumpla con vosotros de este modo, no sea que mi acogida a los actores (que, os lo advierto, será espléndida) parezca más calurosa que la vuestra. Bienvenidos. Pero mi tío-padre y mi tía-madre se equivocan.
GUILDENSTERN.—¿En qué, mi señor?
HAMLET.—Yo sólo estoy loco con el nornoroeste; si el viento es del sur, distingo un pico de una picaza.
(Entra Polonio.)
POLONIO.—Mis saludos, caballeros.
HAMLET.—Escucha, Guildenstern, y tú también: a cada oído, un oyente. Esa gran criatura que veis ahí todavía va en pañales.
ROSENCRANTZ.—Será la segunda vuelta, pues dicen que el viejo vuelve a ser niño.
HAMLET.—Profetizo que viene a hablarnos de los cómicos. Atended… Tenéis razón, pues así fue el lunes por la mañana.
POLONIO.—Señor, tengo noticias para vos.
HAMLET.—Y yo noticias para vos. Cuando Roscio era actor en Roma…
POLONIO.—Señor, han llegado los actores.
HAMLET.—¡Ya, ya!
POLONIO.—Os lo juro…
HAMLET.—Cada actor llegó en su burro.
POLONIO.—Los mejores actores del mundo, tanto en lo trágico como en lo cómico, lo histórico, pastoril, cómico-pastoril, histórico-pastoril, trágico-histórico, trágico-cómico-histórico-pastoril, la obra unitaria o la pieza libre. Séneca no será tan grave ni Plauto tan leve[14]. Se observen las reglas o se desatiendan, ellos no tienen igual.
HAMLET.—¡Ah, Jefté, juez de Israel[15], qué tesoro tienes!
POLONIO.—¿Qué tesoro tenía?
HAMLET.—Pues,
«Hija hermosa, nada más,
y la quería de verdad.»
POLONIO.—(Aparte.) Y dale con mi hija.
HAMLET.—¿No estoy en lo cierto, Jefté?
POLONIO.—Señor, si me llamáis Jefté, sí que tengo una hija y la quiero de verdad.
HAMLET.—No, eso no se sigue.
POLONIO.—Pues, ¿cómo se sigue?
HAMLET.—Asi: «Por azar, cual Dios dirá». Que sabéis que continúa: «Sucedió, como se vio…». Lo demás lo tenéis en la primera estrofa de la devota canción, que aquí llegan pasatiempos.
(Entran cuatro o cinco actores.)
Bienvenidos, señores, bienvenidos todos. —Me alegra verte tan bien. —Bienvenidos, amigos. —¡Mi viejo amigo! Te ha salido barba desde que te vi. ¿No te subirás a mis barbas aquí, en Dinamarca? —¡Ah, mi joven señora! Válgame, desde la última vez que os vi, vuestra merced se ha acercado al cielo en la altura de un chapín[16]. Dios quiera que no hayas mudado la voz y suene a moneda falsa. —Señores, sed todos bienvenidos. Ahora, a lanzarse contra lo que salga, como cetreros franceses. Anda, a recitar. Venga, una prueba de tus dotes; vamos, un fragmento que conmueva.
ACTOR PRIMERO.—¿Cuál, señor?
HAMLET.—Te oí una vez recitar un fragmento que nunca se representó; a lo sumo, una sola vez. La obra, lo recuerdo bien, no gustó a la multitud, era caviar para el público. Pero, en mi sentir y en el de otros cuyo juicio en la materia pesa más que el mío, era una obra magnífica, bien concertada, y compuesta con tanta mesura como arte. Recuerdo que alguien dijo que no había pimienta en los versos que los hiciera picantes, ni nada en el lenguaje que pudiera acusar al autor de afectación, sino que tenía un estilo comedido. En ella me gustaba más que nada un fragmento, el relato de Eneas a Dido, especialmente la parte que trata de la muerte de Príamo[17]. Si aún vive en tu memoria, empieza donde dice… A ver, a ver:
«El áspero Pirro, cual la fiera hircana…»
No, así, no. Empieza con Pirro:
«El áspero Pirro, con sable armadura,
negra cual su intento e igual que la noche
cuando en el funesto corcel iba oculto,
ha untado su negra y horrífica efigie
de heráldica infausta. De pies a cabeza
vestido de gules, hebras pavorosas
de sangre de padres, madres, hijas, hijos,
cocida y reseca por calles que abrasan
y dan una luz violenta y maldita
a su odiosa muerte. Quemado de furia
y fuego, cubierto de sangre cuajada,
carbunclos sus ojos, Pirro infernal busca
al anciano Príamo.»
Sigue tú.
POLONIO.—Por Dios, que lo habéis dicho muy bien, con buena dicción y gran mesura.
ACTOR PRIMERO.—
«Al punto le halla
en vana ofensiva. Su espada vetusta
yace donde cae, hostil a sus órdenes,
rebelde a su brazo. En lid desigual
Pirro embiste a Príamo y yerra en su rabia,
pero con el soplo de su rudo acero
el anciano cae. La inánime Ilión[18],
cual sintiendo el golpe, con torres en llamas
se viene a tierra, y su hórrido estruendo
a Pirro suspende: he ahí que su espada,
en trance de herir la nívea cabeza
del viejo patriarca, se paró en el aire.
Cual imagen de un tirano quedó Pirro,
quien, inmóvil entre propósito y acto,
no hacía nada.
Mas (tal como ocurre ante una tormenta,
el cielo callado, las nubes tranquilas,
los vientos en calma, y toda la tierra
muda cual la muerte), de pronto el trueno
estremece el aire; así, tras la pausa,
se excita otra vez la venganza de Pirro;
y nunca golpeó el martillo de un cíclope
con menos piedad la armadura de Marte,
de forja perpetua, que ahora golpea
a Príamo el arma sangrienta de Pirro.
¡Atrás, ramera Fortuna! ¡Oíd, dioses!
¡En santo concilio quitadle su fuerza,
rompedle a su rueda los radios y pinas,
haciendo que el cubo ruede desde el cielo
y caiga en el tártaro!»
POLONIO.—Demasiado largo.
HAMLET.—Irá al barbero, junto con tu barba. —Sigue, te lo ruego. Éste sólo quiere mojigangas o cuentos verdes; si no, se duerme. Sigue. Llega a lo de Hécuba[19].
ACTOR PRIMERO.—«Mas quien a la reina viese en su arrebozo…»
HAMLET.—¿«Arrebozo»?
POLONIO.—Está bien; «arrebozo» está bien.
ACTOR PRIMERO.—
«… corriendo descalza, un río de lágrimas
conminando al fuego; paño y no corona
sobre la cabeza; vestido su cuerpo,
flaco y extenuado de tanto engendrar,
con manta cogida en la prisa del miedo…
Quien todo esto viese, con voz venenosa
contra el poder de Fortuna se alzaría.
Hubiéranla visto entonces los dioses,
cuando ella vio a Pirro en cruel pasatiempo
cortando a su esposo en tristes pedazos,
a no ser que lo mortal no los conmueva,
el mero estallido de pena y dolor
habría hecho llorar a los ojos del cielo
y sufrir a los dioses».
POLONIO.—Mirad: se le altera el semblante y le brotan las lágrimas. —No sigas, te lo ruego.
HAMLET.—Ya basta. Pronto declamarás el resto. —Mi buen señor, ¿queréis cuidaros de hospedar bien a los actores? Oídme: que sean bien tratados, pues son el compendio y la crónica del mundo. Más os vale un mal epitafio a vuestra muerte que sufrir en vida su censura.
POLONIO.—Señor, los trataré como se merecen.
HAMLET.—¡Cuerpo de Dios, mucho mejor! Tratad a cada uno como se merece y, ¿quién escapa al látigo? Tratadlos según vuestro honor y dignidad: cuanto menos merezcan, más mérito tendrá vuestra largueza. Acompañadlos.
POLONIO.—Venid, señores.
(Sale con todos los actores, menos el primero.)
HAMLET.—Seguidle, amigos. Mañana habrá función. —Oye, amigo, ¿podéis representar «El asesinato de Gonzago»?
ACTOR PRIMERO.—Sí, mi señor.
HAMLET.—Será para mañana noche. Si es preciso, ¿podrías aprenderte de memoria un fragmento de doce a dieciséis versos que yo puedo escribir e intercalar?
ACTOR PRIMERO.—Sí, mi señor.
HAMLET.—Muy bien. Sigue al caballero y no te burles de él.
(Sale el Actor Primero.)
Mis buenos amigos, hasta la noche. Sed bienvenidos a Elsinore.
ROSENCRANTZ.—(Despidiéndose.) Mi señor…
(Salen Rosencrantz y Guildenstern.)
HAMLET.—Quedad con Dios. —Ahora ya estoy solo. ¡Ah, qué innoble soy, qué mísero canalla! ¿No afea mi conducta el que este actor, en su fábula, fingiendo sentimiento, acomode su alma a una imagen al punto que su rostro palidezca, le broten lágrimas, el semblante se le mude, la voz se le entrecorte, y que aplique todo el cuerpo a la expresión de su imagen? Y todo por nada. ¿Por Hécuba? ¿Quién es Hécuba para él, o él para Hécuba, que le hace llorar? ¿Qué haría si tuviese el motivo y la llamada al sentimiento que yo tengo? Ahogar el teatro con sus lagrimas, atronar con su clamor los oídos del público, enloquecer al culpable y aterrar al inocente, pasmar al ignorante y suspender los sentidos de la vista y el oído. Mas yo, vil desganado, me arrastro en la apatía como un soñador, impasible ante mi causa y sin decir palabra; no, ni por un rey cuya vida, su bien más preciado, fue ruinmente aniquilada. ¿Soy un cobarde? ¿Quién me llama infame, me da en la cabeza, me arranca la barba y me la sopla a la cara, me tira de la nariz, me acusa de embustero en cuerpo y alma? ¿Quién? ¡Voto a…! Lo sufriría. Pues seguro que soy dulce cual paloma y no tengo la hiel que encona los agravios, que, si no, ya habría cebado a los milanos del cielo con la asadura de este ruin. ¡Canalla inhumano rijoso, sensual, desleal, desnaturalizado! ¡Oh, venganza! ¡Ah, qué torpe soy! Sí. ¡Buen lucimiento! Yo, hijo de un padre querido al que asesinan, movido a la venganza por cielo e infierno, como una puta me desfogo con palabras y me pongo a maldecir como una golfa o vil fregona. ¡Ah, qué vergüenza! Actúa, cerebro. He oído decir que unos culpables que asistían al teatro se han impresionado a tal extremo con el arte de la escena que al instante han confesado sus delitos; pues el crimen, aunque es mudo, al final habla con lengua milagrosa. Haré que estos actores reciten algo como el crimen de mi padre en presencia de mi tío. Observaré sus gestos, le hurgaré la herida. Al menor sobresalto ya sé qué hacer. El espíritu que he visto quizá sea el demonio, cuyo poder le permite adoptar una forma atrayente; sí, y tal vez por mi debilidad y melancolía, pues es poderoso con tales estados, me engaña para condenarme. Quiero pruebas concluyentes: el teatro es la red que atrapará la conciencia de este rey.
(Sale.)