ESCENA V

Parte remota cercana al mar. Vista a lo lejos del Palacio de Elsinore.

(Entran el Espectro y Hamlet.)

HAMLET.—¿Adónde me llevas? No pienso seguir.

ESPECTRO.—Escúchame.

HAMLET.—Habla.

ESPECTRO.—Se acerca la hora en que he de entregarme al tormento de las llamas sulfúreas.

HAMLET.—¡Ah, pobre ánima!

ESPECTRO.—No me compadezcas, sino presta oído atento a lo que voy a revelarte.

HAMLET.—Habla, he de oírte.

ESPECTRO.—Y habrás de vengarme cuando oigas.

HAMLET.—¿Qué?

ESPECTRO.—Soy el alma de tu padre, condenada por un tiempo a vagar en la noche y a ayunar en el fuego por el día mientras no se consuman y purguen los graves pecados que en vida cometí. Si no me hubieran prohibido revelar los secretos de mi cárcel, oirías una historia cuya más leve palabra desgarraría tu alma, te helaría la sangre, como estrellas te haría saltar los ojos de sus órbitas, y erizaría tu liso cabello, poniendo de punta cada pelo, como púas de aterrado puercoespín. Pero esta proclamación del más allá no es para oídos de mortales. ¡Ah, Hamlet, escucha! Si alguna vez quisiste a tu padre…

HAMLET.—¡Santo Dios!

ESPECTRO.—… venga su inmundo y monstruoso asesinato.

HAMLET.—¡Asesinato!

ESPECTRO.—Inmundo asesinato como todos, pero éste harto inmundo, inusitado y monstruoso.

HAMLET.—Vamos, cuéntamelo ya y, con alas tan veloces como el meditar o el amoroso pensamiento, correré a la venganza.

ESPECTRO.—Te veo dispuesto; si no reaccionases, serías más insensible que la planta que lánguida se pudre en la inacción a orillas del Leteo[7]. Óyeme, Hamlet. Propagaron que, durmiendo en el jardín, me mordió una serpiente: con una historia falsa de mi muerte burdamente han engañado a toda Dinamarca. Mas atiende, noble hijo: la serpiente que arrancó la vida de tu padre lleva ahora su corona.

HAMLET.—¡Ah, mi alma profética! ¿Mi tío?

ESPECTRO.—Sí, esa bestia incestuosa, ese adúltero, con su astuta brujería y sus pérfidas prendas (¡ah, astucia que daña, prendas que seducen!) se atrajo a su lascivia ignominiosa el deseo de una reina honesta en apariencia. ¡Oh, Hamlet, qué deslealtad! Conmigo, cuyo amor fue siempre tan perfecto que iba en armonía con las promesas que le hice al desposarla, para hundirse con un mísero cuyas dotes naturales eran pobres al lado de las mías. Pero si la virtud no se deja seducir aunque el vicio la tiente bajo forma divina, la lujuria, aunque unida a un ángel radiante, se sacia en un lecho celestial y se ceba en la inmundicia. Espera. Creo que siento el olor de la mañana. He de ser breve. Durmiendo en el jardín, como era mi costumbre por la tarde, tu tío, a esa hora insospechada, se acercó sigiloso con un frasco de esencia ponzoñosa y vertió en los portales de mi oído el tósigo ulcerante, cuyo efecto a la sangre del hombre es tan hostil que al punto recorre como azogue las venas y conductos corporales y con súbito poder cuaja y coagula, como gotas de ácido en la leche, la sangre más fluida y saludable. Lo hizo con la mía y al instante me vi como un leproso, mi piel lisa arrugada en una costra infecta y repugnante. Así, mientras dormía, el acto de un hermano de un golpe me arrancó vida, corona, esposa, me segó en la flor de mis pecados, sin viático, asistencia, extremaunción y, mis cuentas sin rendir, me envió a juicio con todas mis imperfecciones sobre mí. ¡Fue horrendo, horrendo, harto horrendo! Si tienes sentimientos, no lo sufras; no consientas que el tálamo real de Dinamarca sea lecho de lujuria y vil incesto. Mas, cualquiera que sea tu proceder, no ensucies tu alma, ni acometas ninguna acción contra tu madre. Déjala al cielo y a las espinas que, clavadas, le hieren su propio corazón. Adiós ya. La luciérnaga anuncia la mañana: su llama mortecina palidece. Adiós, adiós, Hamlet. Acuérdate de mí.

(Sale.)

HAMLET.—¡Ah, legiones celestiales! ¡Ah, tierra! ¿Qué más? ¿Añadiré el infierno? ¡No! Resiste, corazón, y vosotras, mis fibras, no envejezcáis y mantenedme firme. ¿Acordarme de ti? Sí, pobre ánima, mientras resida memoria en mi turbada cabeza. ¿Acordarme de ti? Sí, de la tabla del recuerdo borraré toda anotación ligera y trivial, máximas de libros, impresiones, imágenes que en ella escribieron juventud y observación, y sólo tus mandatos viviran en mi libro del cerebro, sin mezcla de asuntos menos dignos. ¡Sí, sí, por el cielo! ¡Ah, perversa mujer! ¡Ah, infame, infame, maldito infame sonriente! Mi cuaderno, mi cuaderno; he de anotarlo: uno puede sonreír y sonreír, siendo un infame. Al menos, seguro que es posible en Dinamarca. Bueno, tío, ahí tienes. Y ahora, mi consigna: «Adiós, adiós, acuérdate de mí.» Lo he jurado.

HORACIO y MARCELO.—(Dentro.) ¡Señor, señor!

(Entran Horacio y Marcelo.)

MARCELO.—¡Príncipe Hamlet!

HORACIO.—Que Dios le proteja.

HAMLET.—Así sea.

HORACIO.—¡Eh oh! ¡Eh oh, señor!

HAMLET.—¡Hucho, hucho oh! ¡Vuelve, pájaro!

MARCELO.—¿Cómo estáis, noble señor?

HORACIO.—¿Qué ha ocurrido, señor?

HAMLET.—¡Ah, qué prodigio!

HORACIO.—Mi buen señor, contadlo.

HAMLET.—No, que lo divulgaréis.

HORACIO.—Yo no, señor, por el cielo.

MARCELO.—Ni yo, señor.

HAMLET.—¿Qué me decís? ¿Quién pensaría que…? ¿Guardaréis el secreto?

HORACIO y MARCELO.—Sí, por el cielo.

HAMLET.—No hay un solo canalla en Dinamarca que no sea un pillo redomado.

HORACIO.—Señor, para oír eso no hace falta que salga de la tumba espectro alguno.

HAMLET.—Sí, claro, desde luego. Entonces, sin más ceremonia, es mejor que nos demos la mano y nos vayamos: vosotros, adonde os lleven vuestros asuntos y deseos, pues cada cual tiene sus asuntos y deseos, los que sean; en cuanto a mí, ¿sabéis?, me voy a rezar.

HORACIO.—Señor, habláis sin orden ni medida.

HAMLET.—Siento haberte ofendido, de veras, lo siento de veras.

HORACIO.—No hay ofensa, señor.

HAMLET.—Por San Patricio, sí que hay ofensa, Horacio, y mucha. En cuanto a esta aparición, es un espectro de verdad, os lo aseguro. Por lo que hace a vuestro deseo de saber lo que me ha dicho, dominadlo. Y ahora, pues sois amigos y hombres de armas y letras, concededme un humilde favor.

HORACIO.—Sí, señor. ¿Cuál?

HAMLET.—No revelar lo que habéis visto esta noche.

HORACIO y MARCELO.—No lo haremos, señor.

HAMLET.—Pues juradlo.

HORACIO.—Juro que no, señor.

MARCELO.—Juro que no, señor.

HAMLET.—Sobre mi espada.

MARCELO.—Señor, ya hemos jurado.

HAMLET.—Vamos, sobre mi espada[8]. Vamos.

(Grita el Espectro bajo el escenario.)

ESPECTRO.—¡Jurad!

HAMLET.—¡Ajá, muchacho! ¿Tú también? ¿Estás ahí, buen hombre? —Vamos, ya oís al del sótano. Prestaos a jurar.

HORACIO.—Proponed el juramento, señor.

HAMLET.—No decir jamás lo que habéis visto. Jurad sobre mi espada.

ESPECTRO.—¡Jurad!

(Juran.)

HAMLET.—Hic et ubique[9]? Pues cambiemos de sitio. Venid, señores y volved a poner vuestras manos en mi espada: no decir jamás lo que habéis oído. Jurad sobre mi espada.

ESPECTRO.—¡Jurad!

(Juran.)

HAMLET.—Muy bien, viejo topo. ¡Qué rápido escarbas! ¡Vaya zapador! —Cambiemos de nuevo, amigos.

HORACIO.—¡Día y noche, esto es harto extraño!

HAMLET.—Pues igual que al extraño, acógelo bien. Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que sueña nuestra filosofía. Vamos, como antes: jurad que nunca, Dios mediante, por rara o extraña que sea mi conducta (pues tal vez desde ahora crea conveniente adoptar un talante estrafalario), si me veis en tal tesitura, jamás, doblando así los brazos, meneando la cabeza o diciendo expresiones equívocas, como «Nosotros lo sabemos», o «Queriendo, podríamos», o «Si fuésemos a hablar» o «Los hay que si pudieran», mostrando con frases tan ambiguas que sabéis algo de mí… Jurad que, Dios mediante y toda la gracia divina, no haréis nada de eso.

ESPECTRO.—¡Jurad!

(Juran.)

HAMLET.—¡Descansa, ánima inquieta! —Señores, de corazón a vosotros me encomiendo; y todo lo que un ser tan humilde como Hamlet pueda hacer por demostraros su estima, si Dios quiere, nunca faltará. Entremos todos. Y, os lo ruego, el dedo siempre en el labio. Los tiempos se han dislocado. ¡Cruel conflicto, venir yo a este mundo para corregirlos! Venid. Vamos todos.

(Salen.)