ESCENA VII

Entran el rey y Laertes

Ahora vuestra conciencia debe

Sellar mi absolución, y tenéis que ponerme

Dentro del pecho como amigo vuestro,

Pues habéis escuchado, y con oído inteligente,

Que quien matara a vuestro noble padre

Apuntaba a mi vida.

Así parece.

Mas decidme, ¿por qué no procedisteis

Contra tan criminales actos,

Y de índole tan grave,

Tal como os empujaba a hacerlo sobre todo

Vuestra seguridad, y la prudencia,

Y todo lo demás?

Bueno, por dos razones especiales

Que vos (tal vez) encontraréis endebles,

Y sin embargo para mí son fuertes.

Primeramente,

Que la reina su madre sólo ve por sus ojos,

Y en cuanto a mí —por mi bien o mi mal,

No sabría decirlo—, es tan consubstancial

A mi vida y mi alma, que así como la estrella

Se mueve sólo dentro de su esfera,

Yo no puedo moverme sino en la esfera de ella.

La otra razón de que no pueda yo

Ir ante un pleito público

Es el profundo amor que la gente común le tiene,

Y que bañando en ese afecto

Todas sus faltas, como aquella fuente

Que convertía la madera en piedra,

Convertiría en gracia todas sus cadenas.

De tal manera que mis flechas,

De demasiado leve hechura

Para tan fuerte viento, se revolverían

Contra mi propio arco, en vez de contra aquello

Adonde yo las disparaba.

Y entonces, yo he perdido un noble padre,

Tengo una hermana que se encuentra

En una situación desesperada,

Cuyo valor (si la alabanza puede volver el rostro atrás)

Desafiaba ventajosamente

A la época entera por sus perfecciones.

Mas mi venganza llegará.

Eso no os deberá quitar el sueño,

Pues no debéis pensar que estemos hechos

De una sustancia tal, tan llana y torpe,

Que podamos dejar que agite nuestra barba

Cualquier peligro, sin tomarlo en serio.

Pronto sabréis más cosas.

Yo tuve amor a vuestro padre,

Y nos tenemos a nos mismo amor,

Y espero que eso os haga imaginar…

Entra un mensajero

¿Qué pasa ahora? ¿Qué noticias?

Cartas, milord, de Hamlet.

Hay esta para Vuestra Majestad

Y esta para la reina.

¿De Hamlet? ¿Quién las trajo?

Marineros, milord, por lo que dicen;

Yo no los vi, a mí me las dio Claudio,

Y a él se las dio el mismo que las trajo.

Laertes, tú también has de escucharlas.

Déjanos.

Sale el mensajero

«Alto y poderoso señor: Habéis de saber que me he plantado desnudo en vuestro reino. Mañana pediré la venia para ver vuestros reales ojos. Entonces (pidiéndoos primero perdón por ello) relataré la ocasión de mi súbito y muy extraño regreso.

Hamlet.»

¿Qué quiere decir esto? ¿Han vuelto los demás?

¿O es un engaño? ¿O no hay tal cosa?

¿Reconocéis la letra?

Es del puño de Hamlet.

«Desnudo». Y más abajo

Dice en una post-data: «Solo».

¿Podéis darme consejo?

Estoy perdido en todo ello, mi señor.

Pero dejad que venga.

Me reconforta el corazón enfermo

Que pueda yo vivir

Y decirle en su cara: «Así lo hiciste.»

Si así es, Laertes, como debe ser,

Y no de otra manera, ¿queréis que os guíe yo?

Siempre que no queráis forzarme a hacer la paz.

Sólo tu propia paz. Si ha vuelto ahora,

Desbandándose así de su viaje

Sin intención de reanudarlo,

Le induciré a meterse en una hazaña

Que tengo ya madura en mi cabeza,

En la cual no podrá sino enredarse.

Y por su muerte no habrá ni un soplo de condena,

Sino que hasta su madre aprobará la práctica

Y dirá que es un accidente.

Me dejaré guiar, señor,

En especial si lo podéis hacer

De modo que yo sea el instrumento.

Eso viene de perlas.

Se ha hablado mucho, desde vuestro viaje,

Y en presencia de Hamlet, de cierta cualidad

En la que dicen que brilláis;

Pues todas vuestras prendas juntas

No le dan tanta envidia

Como le dio esa sola, y eso que en mi opinión

Es de muy bajo rango.

¿Qué cualidad es esa, señor mío?

Nada más que una cinta en la gorra de un joven,

Mas también necesaria, porque la juventud

Casa tan bien con aquella librea

Ligera y descuidada que reviste,

Como la edad madura con sus pieles

Y sus grandes ropajes,

Signos de bienestar y gravedad.

No hace ni un par de meses

Que estuvo aquí un caballero de Normandía:

Yo mismo he visto a los franceses,

Y he servido en su contra,

Y son grandes jinetes; pero aquel galán

Parecía embrujado; se crecía en la silla,

Y hacía hacer a su caballo

Tales prodigios

Cual si formara parte de su cuerpo

Y poseyera una mitad

De la naturaleza de aquel noble animal;

Superó de tal modo mi imaginación,

Que no puedo forjar tantas formas y mañas

Como él ejecutó.

¿Era un normando?

Eso es: normando.

Por vida mía: Lamord.

Exactamente.

Lo conozco bien,

Es ciertamente el broche

Y la gema de toda su nación.

Dio de vuestra persona

La más extensa apreciación

E hizo de vos tan encendido informe

En cuanto al arte y ejercicio de la espada,

Especialmente del florete,

Que exclamó que sería digno de observarse

Que alguien pudiera equipararse a vos;

[Los esgrimistas de su nación

Juró que no tenían ni agilidad, ni guardia,

Ni vista, si con vos se confrontaban;]

Pues señor, este informe suyo

Envenenó de envidia hasta tal punto a Hamlet,

Que sólo pudo desear y suplicar

Vuestro pronto retorno para enfrentarse a vos;

Ahora bien, siendo así…

Siendo así, ¿qué, señor?

Laertes, ¿vos teníais afecto a vuestro padre,

O sois como la estampa del dolor,

Una cara sin alma?

¿Por qué preguntáis eso?

No es que crea que vos

No hayáis amado a vuestro padre,

Pero sé que el Amor en el Tiempo comienza

Y veo en casos comprobados

Que el Tiempo califica sus llamas y su chispa.

[Vive en la llama misma del amor

Una especie de mecha o de pabilo

Que ha de abatirlo, y nada queda quieto

En su misma bondad, pues la bondad,

Creciendo hasta la plétora,

Muere en su propio exceso.

Lo que quisiéramos hacer

Debiéramos hacerlo cuando estamos queriéndolo,

Pues ese querer cambia, y tiene tantas menguas

Y tantas dilaciones como lenguas existen,

Y manos, y accidentes; y ese deber entonces

Es como un pródigo suspiro

Que duele al exhalarse.

Pero vayamos a lo vivo de la llaga.]

Hamlet regresa: ¿qué pensáis emprender

Para mostrar que sois de veras

Hijo de vuestro padre, no sólo en las palabras?

Cortarle el cuello en plena iglesia.

Ningún lugar debería en efecto

Ser el santuario del asesinato:

La venganza no debe tener límite.

Pero, mi buen Laertes, si queréis hacer eso,

Quedaos encerrado en vuestra casa.

Una vez que haya vuelto Hamlet,

Sabrá que vos también estáis de vuelta:

Pondremos a actüar

A los que alaben vuestras excelencias,

Redoblando el barniz que te daba el francés;

Os pondré juntos finalmente

Para apostar sobre vuestras cabezas,

Y siendo él descuidado, generoso

Y desprovisto de maquinaciones,

No querrá examinar las armas,

De manera que fácilmente,

O haciendo un poco trampa,

Puedes escoger tú un arma sin botón,

Y con un lance diestro

Cobrarle por tu padre.

Así lo haré,

Y para ese propósito untaré mi florete:

Compré un ungüento a un charlatán,

Que es tan mortal, que con meter en él

La punta de un cuchillo, si hace sangre,

No hay cataplasma tan perfecta,

Hecha juntando cuantos simples tienen virtud bajo la luna,

Que salve de la muerte a quien reciba de él

Tan sólo un arañazo: pondré en mi punta un toque

De esa infección, que si le rozo apenas,

Bien puede ser la muerte.

Pensemos más en ello,

Examinemos bien las circunstancias

De tiempo y de lugar que más convienen

A nuestro plan. Si es que fallamos

Y en nuestra mala actuación se trasluce

Nuestra intención, más nos vale no intentarlo;

Por consiguiente este proyecto

Debe contar con un respaldo

O con una segunda solución

Que se sostenga en caso de que la primera

Se venga abajo una vez puesta a prueba;

Calma, dejadme ver,

Solemnemente apostaremos

Sobre vuestras destrezas.

Ah, ya lo tengo:

Cuando en vuestro ajetreo

Estéis acalorados y con sed,

(Y vos para ese fin

Pondréis en vuestros lances más violencia),

Y él pida de beber,

Mandaré que preparen para él

Un cáliz para el caso, en el cual si tan sólo

Llega a mojar los labios, si por casualidad

Ha escapado a tu herida envenenada,

Nuestro propósito puede quedar cumplido.

Hola, mi dulce reina.

Entra la reina

Un dolor pisa al otro los talones,

Tan de cerca se siguen uno a otro:

Vuestra hermana se ha ahogado, buen Laertes.

¿Ahogado? Oh ¿dónde?

Hay un sauce

Que ha crecido torcido al borde de un arroyo

Y sus pálidas hojas copia

En la corriente cristalina.

Allá con guirnaldas fantásticas fue ella,

Tejidas de ranúnculos, ortigas, margaritas,

Y esas largas orquídeas

A las que los pastores desenvueltos

Dan un nombre más burdo,

Pero que nuestras castas doncellas conocen

Bajo el nombre de dedos de muerto:

Allí por las pendientes ramas,

Para colgar sus hierbas en corona

Intentando trepar, una envidiosa rama

Se rompió, y los trofeos que con hierbas tejiera,

Y ella misma, cayeron en el lloroso arroyo;

Sus vestidos se abrieron, y a modo de sirena,

La mantuvieron por un tiempo a flote,

Durante el cual ella cantaba

Trozos de antiguas melodías,

Como quien no se percatase de su propia desdicha

O como una criatura

Nativa y destinada a ese elemento.

Mas no podía transcurrir gran rato

Antes de que sus ropas,

Pesadas con el agua que las empapaba,

Hundieran a la pobre desdichada

Desde su canto melodioso

Hasta su cenagosa muerte.

¡Ay! ¿Así que está ahogada?

Ahogada, ahogada.

Demasiada agua

Tienes tú, pobre Ofelia,

Y por eso reprimo yo mis lágrimas;

Y sin embargo es ese nuestro hábito,

No mudan las costumbres de la naturaleza

Por más que diga la vergüenza;

Cuando estas hayan terminado,

Habré sacado a la mujer de mí.

Adiós, milord, tengo un discurso en llamas

Que bien querría abrasar todo

Si este desfogue no lo apaga.

Sale

Sigámosle, Gertrudis.

Cuánto tuve que hacer para calmar su rabia.

Temo ahora que esto la encienda nuevamente.

Vamos pues tras de él.

Salen