ESCENA II

Trompetas. Entran Claudio, rey de Dinamarca, Gertrudis, la reina; el Consejo, que incluye a Polonio y su hijo Laertes, Hamlet y otros

Aunque aún de la muerte

De Hamlet nuestro amado hermano

La memoria esté fresca,

Y nos convenga pues tener el corazón en duelo,

Y a nuestro reino todo

Fruncir un único entrecejo dolorido

—Con todo, ha combatido tanto

La discreción con la naturaleza,

Que con más sabia pena pensaremos en él

Sin dejar de acordarnos de nosotros.

Así pues, la que fue nuestra hermana, ahora nuestra reina,

Imperial heredera de este marcial Estado,

Hemos tomado —con vencido júbilo,

Podríamos decir—; con un ojo auspicioso

Y el otro en lágrimas;

Con gozo en las exequias y endechas en las bodas,

En fiel balanza sopesando el deleite y el luto,

Por nuestra esposa; no excluyendo en esto

Vuestro mejor consejo, que siguió libremente

Los pasos de este asunto; por todo ello,

Nuestro agradecimiento.

Y ahora debéis saber que el joven Fortinbrás,

No sabiendo apreciar nuestra valía,

O creyendo que a causa de la muerte

De nuestro amado hermano

Nuestro Estado se encuentra desmembrado

Y fuera de sus goznes,

Casado con el sueño de conseguir ventaja,

Nos viene atosigando sin descanso

Con mensajes que piden la entrega de las tierras

Que su padre, con todas las de la ley, perdió

Y que ganara nuestro muy valiente hermano.

Entran Voltemand y Cornelio

Pero basta ya de eso.

En cuanto a nos, y en cuanto a nuestro encuentro

Para el que os hemos convocado,

Se trata de esto: hemos escrito

Al rey noruego, tío del joven Fortinbrás,

Que, inválido y en cama, casi no está enterado

De los propósitos de su sobrino,

Que detenga sus pasos. Pues las levas

Y enlistamientos y los suministros

Se hacen todos a costa de sus súbditos:

Y ahora os despachamos a uno y otro,

Buen Cornelio y Voltemand,

Para llevar este saludo al viejo rey noruego,

Otorgándoos tan sólo el poder personal

Para tratar con él

Que en detalle autorizan sus artículos.

Adiós, y que vuestra premura

Dé fe de vuestro celo.

En eso, como en todo, se verá nuestro celo.

No nos cabe de ello duda alguna.

Adiós de corazón.

Salen Voltemand y Cornelio

Y ahora pues, Laertes, ¿qué novedades tienes?

Nos hablaste de cierta petición,

¿Cuál es, Laertes? No podrías tú

Hablar de modo razonable al rey de Dinamarca

Y en vano usar tu voz. ¿Qué pedirás, Laertes,

Que no sea, más que tu petición, mi oferta?

No pertenece más naturalmente

Nuestra cabeza a nuestro corazón,

No es la mano más útil a la boca

Que este trono danés para tu padre.

¿Qué es lo que quieres conseguir, Laertes?

Formidable señor, vuestro favor y venia

Para volver a Francia.

De donde, aunque de buena gana vine,

Mostrando mi deber, a presenciar

Vuestra coronación,

Tengo que confesar que ahora,

Cumplido ese deber, mi pensamiento

Y mis deseos vuelven a inclinarse hacia Francia,

Y los someto a vuestra venia

Y graciosa licencia.

¿Tienes la venia de tu padre?

¿Qué nos dice Polonio?

La tiene, mi señor,

[Que me arrancó mi renüente venia

Con laboriosa petición, y al fin

Puse a su voluntad el arduo sello

De mi consentimiento;]

Y en efecto suplico le deis licencia de partir.

Goza, Laertes, de tu hermosa hora,

Y dispon de tu tiempo

Y tus mejores prendas lo gasten a su gusto.

Y ahora, ¿Hamlet, primo e hijo mío?

Algo más que pariente, pero menos que deudo.

¿Cómo es que estáis aún bajo esos nubarrones?

Nada de eso, señor, estoy en pleno sol.

Mi buen Hamlet, destierra esos tintes nocturnos,

Y que tus ojos miren como amigo

Al rey de Dinamarca.

No sigas para siempre, con apretados párpados,

Por entre el polvo, buscando a tu noble padre.

Bien sabes que es la ley común

Que todo lo que vive ha de morir,

Ha de pasar de la naturaleza

Hacia la eternidad.

En efecto, señora, es lo común.

Pues si es así, ¿por qué a tus ojos

Parece tan inusüal?

¿Que parece decís, señora?

No hay tal: es; yo no sé de pareceres:

No es tan sólo mi capa color tinta,

Mi buena madre, ni mi usual ropaje

Solemnemente negro, ni el suspirar ruidoso

Con forzado resuello.

No, ni el copioso río de los ojos,

Ni el aspecto abatido de mi rostro,

Junto a todas las formas

Y talantes y muestras de dolor,

Lo que puede de veras expresarme.

Todo eso en efecto es parecer,

Pues son actos que un hombre muy bien puede fingir

Pero yo llevo dentro lo que va más allá

De cualquier apariencia:

Lo otro son los arreos y galas de la pena.

Se muestra grata y muy recomendable

Vuestra naturaleza, Hamlet,

Rindiendo tal tributo de duelo a vuestro padre:

Pero debéis saber

Que vuestro padre perdió un padre,

Y ese padre perdido perdió al suyo,

Y que el sobreviviente está obligado,

Por el deber filial, durante un tiempo,

A dar muestra obsequiosa de su pena.

Pero perseverar en obstinada condolencia

Es un comportamiento de terquedad impía.

Es un dolor nada viril, que muestra

Alguna voluntad descortés con los cielos,

Un corazón sin fuerza, una mente impaciente,

Un criterio bien simple y sin educación:

Pues eso que sabemos que ha de ser,

Y es tan común como la cosa

Más familiar al buen sentido, ¿por qué tendríamos,

En nuestra oposición pueril, que tomárnosla a pecho?

¡Bah!, es faltarle al cielo, y a la naturaleza,

Es un absurdo para la razón,

Para quien es tema corriente la muerte de los padres,

Y que ha gritado siempre, desde el primer cadáver

Hasta el que ha muerto hoy mismo,

Que esto ha de ser así.

Os rogamos echar por tierra este dolor indigno,

Y que penséis en nos como en un padre;

Pues tome nota el mundo

De que sois vos el más cercano a nuestro trono,

Y de que con amor no menos noble

Que el que un padre amadísimo pueda dar a su hijo,

Os considero yo. En cuanto a vuestra idea

De volver a la escuela en Wittenberg,

Nada podría chocar más contra nuestro deseo:

Y yo os suplico que os sirváis

Permanecer aquí bajo la dicha

Y la molicie de nuestra mirada,

Como el más importante de nuestros cortesanos

Y nuestro primo y nuestro hijo.

No dejes que resulten vanas

Las preces de tu madre, Hamlet:

Te ruego que te quedes con nosotros,

Que no vayas a Wittenberg.

Os obedeceré, señora, lo mejor que pueda.

Vaya, es una respuesta afectüosa y justa.

Sed igual que nos mismo en Dinamarca.

Venid, señora, este acuerdo cortés

Y espontáneo de Hamlet, ante mi corazón

Se presenta sonriente; en gracia de lo cual,

Ningún brindis jocundo

Que el rey de Dinamarca haga hoy

Dejará de anunciarlo hasta las nubes

El gran cañón, y cada trago regio

Habrán de proclamarlo nuevamente los cielos

Haciendo eco al atronar terrestre.

Venid conmigo.

Trompetas

Salen todos menos Hamlet

Ah, que esta carne demasiado,

Demasiado compacta se fundiese,

Se derritiese y resolviese en un rocío:

O que el eterno no hubiera fijado

Su canon contra aquel que a sí se da la muerte.

¡Oh Dios mío, Dios mío, qué fatigosos, rancios,

Vanos y sin provecho

Me parecen los usos de este mundo!

¡Qué asco da! ¡Oh asco, asco!

Es un jardín sin desbrozar

Que crece hasta dar grano.

Sólo cosas vulgares

Y de índole grosera lo poseen.

Haber tenido que llegar a esto:

Dos meses muerto apenas: no, ni siquiera dos;

Un rey tan excelente, que al lado de este otro

Era Hiperión junto a algún sátiro;

Tan amoroso con mi madre,

Que no permitiría que los vientos del cielo

Visitaran su rostro con rudeza.

Cielo y tierra, ¿tendré que recordarlo?

Ah sí, se colgaba de él

Cual si hubiera crecido su apetito

Con eso mismo que lo alimentaba.

¡Y sin embargo, en sólo un mes…!

No quiero ni pensarlo:

Fragilidad, mujer te llamas.

Un breve mes. O antes de haber gastado

Esos mismos zapatos con los cuales siguió

El cuerpo de ese pobre padre mío

Como Níobe, hecha un mar de lágrimas.

¡Ay Dios, y ella, ella misma (oh cielos, una bestia

Privada de la luz de la razón

Habría prolongado más su luto),

Casada con mi tío, hermano de mi padre,

Pero tan poco parecido a él

Como yo mismo a Hércules! ¡Sólo al cabo de un mes!

Antes aún de que la sal

De las más indebidas lágrimas

Hubiera abandonado el flujo

De sus enrojecidos ojos,

Se casó. Ah pervertida prisa,

Correr tan diestramente al lecho incestüoso:

Ni esto es bueno, ni puede acabar bien.

Pero que se me rompa el corazón,

Pues debo retener mi lengua.

Entran Horacio, Bernardo y Marcelo

Saludo a Vuestra Alteza.

Me alegro de encontrarte bien.

¿Horacio, o ya no sé lo que me digo?

El mismo, señor mío,

Y siempre vuestro humilde servidor.

Señor amigo mío: es el nombre que os daré a cambio.

¿Y qué os trae desde Wittenberg, Horacio?

Marcelo…

Mi señor…

Me alegra veros, buenas noches, señor mío.

Pero en efecto, ¿qué os trae desde Wittenberg?

Una tendencia a la vagancia, buen señor.

No quisiera escuchar tal cosa

Ni aun en los labios de vuestro enemigo,

Y no hagáis a mi oído la violencia

De hacerle atestiguar ese dictamen vuestro.

Sé que no sois un vago.

Mas ¿qué tenéis que hacer en Elsinor?

Os hemos de enseñar a beber de verdad

Antes de que os vayáis.

Señor, vine a asistir al funeral de vuestro padre

Por favor, no te burles de mí, compañero.

Creo que fue a la boda de mi madre.

Ciertamente, señor, sucedió de inmediato.

Ahorro, ahorro, Horacio:

La carne asada de los funerales

Fue el fiambre en las mesas de la boda;

Más me valiera haber topado

A mi más entrañable enemigo en los cielos

Antes que presenciar tal día, Horacio.

Mi padre, me parece que veo a mi padre.

Ah, ¿dónde, señor?

En la mirada de mi espíritu,

Mi buen Horacio.

Yo lo vi alguna vez; era un rey excelente.

Era un hombre, de todo a todo:

Nunca volveré a ver quien se le iguale.

Señor, creo que lo vi anoche.

¿Lo viste? ¿A quién?

Señor, a vuestro padre el rey.

¿El rey mi padre?

Retened un momento vuestro asombro

Con un oído atento, mientras os relato,

Con estos caballeros por testigos,

Ese portento.

Por amor de Dios,

Déjame oírlo.

Dos noches seguidas

Estos dos caballeros (Marcelo y Bernardo)

Tuvieron en su guardia, en el mortal vacío

Y en medio de la noche, el encuentro siguiente:

Una figura parecida a vuestro padre,

Armada en todo punto exactamente,

De punta en blanco, aparece ante ellos,

Y con marcha solemne,

Avanza lento y majestuoso;

Por tres veces marchó cerca de ellos,

Cerca de sus ansiosos ojos

Aterradoramente sorprendidos,

A la distancia del bastón de mando

Que llevaba, mientras que ellos,

Reblandecidos casi como gelatina

Por efecto del miedo, permanecían mudos

Y sin decirle nada. Y esto a mí,

En terrible secreto, me contaron,

Y yo con ellos la tercera noche

Hice la guardia, durante la cual,

Como me habían dicho ambos,

En esa forma misma, haciendo verdadera

Con toda exactitud cada palabra,

Llega la aparición.

Yo había conocido a vuestro padre:

No son más parecidas entre sí estas manos.

Pero esto ¿dónde fue?

Señor, en la explanada donde hacíamos guardia.

¿No le hablasteis?

Señor, le hablé;

Pero no dio respuesta alguna.

Me parece no obstante que una vez

Levantó la cabeza, e hizo un ademán

Como si fuera a hablar:

Pero en ese momento el gallo mañanero

Cantó con fuerza, y ante aquel sonido

Se dio a la retirada apresuradamente

Y se esfumó de nuestra vista.

Es muy extraño.

Tan verdad,

Mi honorable señor, como que estoy vivo.

Nos pareció que era nuestro deber,

Como está escrito, hacéroslo saber.

Ciertamente, señores, ciertamente;

Pero esto me ha turbado. ¿Hacéis guardia esta noche?

Así es, señor mío.

¿Habéis dicho que armado?

Armado, sí señor.

¿De punta en blanco?

Sí señor, de los pies a la cabeza.

¿Entonces no le habéis visto la cara?

Oh, sí, señor, llevaba la visera alzada.

¿Y qué? ¿Fruncía el ceño?

Una expresión más dolorida que colérica

¿Pálido, o encendido?

No, muy pálido.

¿Y fijaba los ojos en vosotros?

Constantemente.

Ojalá hubiera estado allí.

Mucho os hubiera sorprendido.

Es muy probable, es muy probable.

¿Se quedó mucho tiempo?

Lo que uno tardaría, sin demasiada prisa,

En contar hasta ciento.

No, más tiempo, más tiempo.

No cuando yo lo vi.

Su barba era entrecana, ¿no?

En efecto, tal cual

La había visto en vida suya yo.

Negro y plata.

Yo haré guardia esta noche.

Tal vez salga de nuevo.

Os garantizo que saldrá.

Si asume la persona de mi noble padre,

Le hablaré, aunque el Infierno mismo

Abra las fauces para mandarme callar.

Os suplico a los tres, si hasta el momento

Habéis tenido oculta esta visión,

Siga guardada aún bajo vuestro silencio:

Y cualquier cosa que esta noche ocurra,

Halle lugar en vuestro entendimiento,

Pero no en vuestra lengua;

Sabré corresponder a vuestro amor.

Y dicho esto, adiós; en la explanada,

Entre once y doce, os haré una visita.

Nuestra obediencia, Señoría.

Salen

Vuestro amor, como el mío

Para todos vosotros. Id con Dios.

¿La sombra de mi padre armada?

Algo anda mal. Sospecho alguna sucia treta;

Ojalá fuera ya de noche;

Hasta entonces, serénate, alma mía;

Las perfidias saldrán a plena luz

Aunque la tierra entera las sepulte

A la mirada humana.