19. DARRO ROJO

Aunque lo mantenían todo lo abrigado que podían, Jukkar seguía teniendo la piel fría y pegajosa, y continuaba sin recuperar el conocimiento. Sombra, que no se había separado de su lado en las últimas tres, quizá cuatro horas, esperaba que en algún momento susurrara algunas palabras, quizá entre sueños, quizá en finlandés, aunque fueran producto del delirio, pero ni eso sucedió. Estaba tan lívido que parecía un muerto, y a Sombra no le faltaron oportunidades para temer, mientras lo observaba durante interminables minutos, que podría volver a abrir los ojos en cualquier momento. No serían, sin embargo, sus viejos ojos cansados, sino una mirada vacua y desprovista de iris. La mirada del horror de los muertos vivientes.

Pero sin proponérselo, Jukkar había obrado un importante cambio entre los prisioneros de la Alhambra; desde la gravedad de su situación y debatiéndose entre la vida y la muerte, había hecho más por la integración del grupo de Carranque de lo que hubiera sido capaz el mismísimo Juan Aranda. Supervivientes que hasta entonces habían sido sombras anónimas atormentadas en sus apartados, sumidos en sus miserias, se acercaban a cada rato a interesarse por su estado de salud. Sombra agradecía esos primeros y tímidos acercamientos, y también Moses, Isabel y el resto. Algunos se presentaban, hablando trémulamente, con apenas un hilo de voz en sus cuerpos cansados. Se interesaban por saber cómo estaba la situación ahí fuera y les pedían que les contaran cosas sobre esa comunidad de la que se hablaba ya por todas partes. Ése lugar donde ellos mismos dirigían sus propios destinos. «Hemos tenido muy mala suerte», comentaban unos; «Ojalá aquí hubiéramos hecho lo mismo», decían otros.

En un momento dado, un anciano que se apoyaba en una rudimentaria garrota se acercó a Sombra y lo miró con severidad. Llevaba un buen rato observando al finlandés con una expresión solemne en el rostro.

—No le des agua, joven —le dijo.

—¿No? —preguntó Sombra. Se le había ocurrido poner un trapo húmedo cerca de los labios del finlandés con la esperanza de conseguir hacerle beber un poco.

—No. Podría atragantarse, si está en estado de shock, y no te darías ni cuenta —explicó.

—Ah… —contestó Sombra—. Le humedeceré los labios…

—Eso no le hará mal.

Sombra asintió.

En ese momento, Susana llegaba de la calle. Acababa de enseñarle a José el producto de su pequeña sustracción y quería saber algo más del estado de Jukkar.

—Hola —saludó—, ¿cómo sigue?

—La verdad, igual —dijo Sombra.

—Le vendría bien algo de dopamina —dijo el anciano.

Susana le miró intrigada.

—¿Dopamina? —preguntó.

—Dopamina, sí. Puede incrementar la presión arterial.

—¿Es usted médico? —preguntó Susana.

—No exactamente, señora. Pero tengo ya setenta y siete años… y en ese tiempo he visto y he hecho de todo. De todas maneras, coniecturalem artem esse medicinam.

Susana asintió despacio. No hablaba ni entendía latín, pero no tenía ganas de ser aleccionada en lenguas muertas en ese momento. Lo miró unos segundos, con tanto disimulo como le fue posible, y vio a un hombre alto, de buena hechura y que se mantenía tan erguido como un militar de alto rango, aunque usase un improvisado y desgastado bastón para ayudarse. Sus facciones proporcionadas, aderezadas con un aristocrático bigote blanco, le daban un aire distinguido. Aunque ahora unas marcadas bolsas delimitaban sus ojos, Susana pudo imaginárselo con el bigote bien perfilado y quizá un par de kilos rellenando las mejillas exangües, y se dijo que, en sus tiempos, debió haber conquistado más de un corazón, y más de dos.

—¿Para qué es la dopamina? —preguntó entonces.

—Se usa para subir la presión arterial. No sé cuánta sangre ha perdido este hombre, pero diría que le vendría bien una transfusión, para empezar.

—Transfusiones caseras… —dijo Sombra, poniendo los ojos en blanco.

—Es lo que yo haría —contestó el anciano con sencillez—. Supongo que nadie ha mirado si en su cartera lleva algún papel con su grupo sanguíneo…

—Un momento… —pidió Susana—. ¿Podemos hacer eso?, ¿una transfusión?

—En realidad, no —contestó el anciano—. Demasiado arriesgado. En las emergencias se suelen pasar por alto las medidas prudenciales, pero aquí la gente no cuenta ya con una salud de hierro, y eso sin tener en cuenta otros factores. Podría subirle la fiebre, lo que sería muy malo. Podría ser alérgico. Podría ser hemofílico, y entonces tendríamos un verdadero problema. Hemorragias internas y cosas así. Así que apostaría por la dopamina. Conseguiríamos que ese corazón suyo bombeara suficiente sangre al cuerpo, a la velocidad que necesitamos. Ayudaría a compensar las cosas. Probablemente abandonaría el shock en el que ha entrado.

—Dopamina… —repitió Susana, intentando memorizar la palabra.

—Ajá. También servirían la epinefrina, dobutamina o norepifrina. Si las tuviésemos, claro.

—¿Qué otras cosas le vendrían bien al finlandés? —preguntó Susana rápidamente.

—Antibióticos —contestó el anciano rápidamente—. Son esenciales para esterilizar el tejido contaminado y el que ya está muerto. Con eso pararíamos la infección.

—¿Antibióticos comunes?

—Ajá.

—Todas esas cosas que se encuentran en farmacias comunes, supongo… —dijo Susana.

—Oh, sí… Aunque, dadas las circunstancias, diría que eso es como decir que se encuentran en la ladera de un volcán en la isla de Haití.

Susana asintió.

—Y sin esas cosas… —dijo, dejando la frase en suspenso.

El anciano volvió la cabeza para mirar a Jukkar, con ojos evaluadores. Movió la boca como si estuviera intentando deshacerse del hueso de una aceituna y, por fin, negó suavemente con la cabeza.

—Muchas gracias… —dijo Susana.

—Ha sido un placer —contestó el anciano, inclinando cortésmente la cabeza.

Susana fijó sus ojos en Jukkar. En los últimos días apenas había intercambiado un par de frases con él, y por lo que había entendido en las presurosas conversaciones que tuvieron lugar en Carranque antes de que llegaran los helicópteros, el finlandés era una especie de científico o un médico especialista de alguna clase. Algo relacionado con virus, probablemente con ese virus que flotaba allí mismo, invisible, en el aire. Sabía también que Aranda había pasado ciertas penurias para buscarlo y rescatarlo. Ni siquiera recordaba bien su nombre (algún nombre extranjero, difícil de memorizar y difícil de pronunciar) y demasiado bien sabía que lo que estaba a punto de hacer pondría en peligro no sólo su vida, sino también la de José, de una manera tal que probablemente no tenía parangón con nada que hubieran hecho anteriormente. No sin Dozer. No sin Uriguen. Pero aun así, estaba absolutamente determinada a hacerlo. No hubiera podido decir por qué; lo miraba, y el finlandés no le transmitía ningún sentimiento. Había visto demasiado como para sentirse conmovida. Quizá sólo lo hacía porque era lo correcto, y hacer lo correcto era una de las pocas cosas que le quedaban, una de esas cosas que te hacen recordar qué significa ser humano. O quizá iba a hacerlo porque no podía quedarse cruzada de brazos mientras la muerte se apoderaba de su cuerpo encamado, lenta pero segura. Y pensando ahora en esa fascinante y misteriosa niña que parecía tener poderes que a ella se le escapaban, quizá sólo representaba un pequeño papel en la Gran Comedia de la Vida, y quizá su trayectoria la había conducido deliberadamente a ese punto para aportar su pequeño eslabón a la cadena; ayudar a aquel especialista en pandemias, ayudarlo a vivir. Pero fuera como fuese, su determinación era férrea, y a medida que se acercaba el momento de partir, la sensación de estar en el sitio y lugar adecuados se acentuaba. Y eso le bastaba.

Así que no añadió nada más. Se despidió de Sombra con una pequeña sonrisa y se alejó para buscar a Abraham. Quería saber dónde podía encontrar la farmacia más cercana. Quería, en suma, hacer lo que había que hacer.

José se masajeaba la cara con la palma de las manos. Era un gesto que le traía recuerdos; solía necesitar hacerlo para quedarse dormido cuando era pequeño, emulando sin saberlo las caricias que su madre le prodigaba. Ahora sólo sabía que el tacto era cálido y agradable, y que le ayudaba a no pensar demasiado en todo lo que se le había venido encima.

Por fin, retiró las manos y dejó que el aire frío de la noche granadina le recorriera la piel.

—Entonces… —empezó a decir—, la niña ve cosas.

—Yo no lo entiendo más que tú —dijo Isabel—, pero creo que es cierto. Sabía con sorprendente exactitud dónde estaban las armas, en un lugar donde nadie hubiera imaginado que las habría, y sospecho que eso es lo que pensaron los militares, porque… ¿sabes lo que encontramos cuando Susana saltó hasta la ventana y se introdujo en la habitación?

—Ya me lo has contado. Un arsenal.

—Sí. La puerta estaba cerrada por fuera. Creo que al otro lado de la puerta debía de haber un soldado, o dos. Ni en un millón de años hubieran pensado que alguien hubiera podido entrar por aquella ventana. Pero lo más sorprendente es… ¿cómo pudo saber esa niña lo que había allí? Visto por fuera, ¡era una iglesia en apariencia encantadora!

—¿Encantadora, cariño? —rio Moses—. Me fascina tu perspectiva de las cosas. Mente positiva, incluso en lugares donde cualquier otro habría visto demonios detrás de cada sombra.

Isabel empezó a sonreír, pero se detuvo. No pensaba decir nada. El episodio en la Casa del Miedo se quedaría sólo para ella, no importaba lo que pasase, pero su comentario sobre ver demonios era una bala que le había pasado rozando demasiado cerca.

Estaré bien, se dijo, estaré bien. Lo superaré. Es… es demasiado cercano, eso es todo. Como si hubiera ocurrido ayer. Y entonces se dio cuenta de que todo eso no había ocurrido realmente ayer, pero sí la noche anterior, sólo la noche anterior, y la sonrisa se desdibujó completamente.

—Pues… joder. No lo sé. No sé qué decirte, Isabel —dijo José—. Supongo que lo que importa es que tenemos lo que queríamos. Aunque es bien curioso. Andaba pensando en una película que vi… de La Guerra de las Galaxias. Las conocéis, seguro.

Moses asintió.

—Todo el mundo las conoce.

—Claro, pues en una de las nuevas había un Jedi que cuando las cosas estaban realmente torcidas, se queda tan ancho y dice algo así como: «Una solución se presentará por sí sola». Como si fuera cosa del destino, como si uno no tuviera que preocuparse por nada porque lo que tendrá que ser, será, quieras o no.

—Sí… creo que lo recuerdo.

—Pues joder… en ese momento aparece Susana y me enseña toda esta ferretería, ¿sabes cómo me quedé?

Moses rio brevemente.

—Sí, tío. Ya vi tu cara… —comentó.

—Es bastante inquietante.

—Tal y como yo lo veo… —dijo Moses—, esto no es diferente a todo este asunto de los zombis. Si me hubieran dicho hace unos meses que el mundo estaría lleno de muertos vivientes, habría dicho que ese alguien necesitaba una buena sesión de loquero. Pero ahí están, contra todo pronóstico. Ellos caminan pese a que sus pulmones no reciben aire y sus funciones vitales son algo anecdótico, pero siguen andando. Ahora nos hemos acostumbrado al hecho fantástico, pero no deja de ser una verdadera paranoia.

—Sí, tío. Dan verdadero yuyu —confirmó José.

—Pues no sé. Si me dices que una niña tiene una conexión mental con momentos del futuro, no me parece tan de locos, ¿sabes a lo que me refiero?

José asintió despacio.

—No sé. Creo que en realidad no sabíamos una mierda de nada. Parecía que habíamos llegado muy lejos, que sabíamos la hostia de todo, con toda esa mierda de tecnología disponible y tal, pero si le hubieras preguntado a cualquier médico, a uno de esos médicos especialistas cien mil veces galardonado, sobre la posibilidad de que los muertos volvieran a la vida, se hubiera reído en tu cara.

—Joder, sí —rio José.

—Claro. Pero no se diferencia mucho de la gente que quemó a Galileo por decir que la Tierra era redonda, sólo que los conocimientos que había en la época permitía a aquellas mentes de ciencia jactarse de conocer todos los entresijos del Universo. Para ellos, que la tierra fuera plana era la verdad absoluta.

—Sí… te entiendo, tío.

—Lo de los zombis es similar, y lo de la niña es la misma mierda. ¿No crees que puede haber cosas ahí fuera que nuestra ciencia se negaba a considerar? Si lo piensas, los científicos no han cambiado tanto desde el medievo.

José dejó escapar una pequeña carcajada, aunque en realidad estaba sintonizando con su forma de pensar. Moses bajó la cabeza, súbitamente inmerso en sus propias reflexiones.

—Si me apuras, tío… —dijo entonces—, quizá todo esto tenga un sentido. Algo que está más allá de lo que gente como tú o como yo podamos pensar. Algo en lo que he estado pensando últimamente.

—¿A qué te refieres?

—Se lo comenté a Isabel una vez. Me refiero a un… designio elevado.

José pestañeó. Sabía que Moses era creyente, y que ese sentimiento íntimo le había ayudado a salir de la bebida hacía muchísimo tiempo. Le convirtió en un hombre nuevo. Estaba bien que el sentir religioso ayudase a las personas, pero esas creencias no iban con él. No es que hubiera pensado mucho en esas cosas (en realidad le daba un poco lo mismo), simplemente se había criado en un hogar donde esos conceptos no se trataban. Inducido por sus padres, cambió las clases de religión por las de ética, y pasaba la hora haciendo redacciones sobre cosas como la masturbación, mientras en el aula de al lado sus compañeros aprendían que eso mismo era un grave desorden moral alejado de la única y verdadera finalidad del acto: la procreación. Sumido en una época de crisis espiritual, lo normal era reírse de ciertos conceptos divinos. El fervor, simplemente, había mudado de bando; se había concentrado en cosas como el ocio o la tecnología.

—Piensa en aquel sacerdote. Vale, estaba loco de atar, pero piensa en el hecho en sí: él, y sólo él, era el portador de la única cosa que podía salvar a la humanidad.

—O lo que queda de ella… —dijo José.

—De acuerdo, pero… ¿cuántos éramos ya, en todo el planeta? Siete mil millones, creo. Incluso si el noventa y cinco por ciento de la población ha sido diezmada, eso nos deja todavía con trescientos cincuenta millones de personas. Piénsalo. Darían para llenar Europa entera.

—Joder…

—Me parece que son bastantes todavía para que Isidro representara una especie de esperanza. Algo… alguna circunstancia fantástica y excepcional, puso en su cuerpo la proverbial solución al problema. ¿No lo ves? Seguramente el pobre diablo pasó demasiado tiempo en su iglesia, aterrorizado. Su cabeza no resistió. Pero aun así se movió lo suficiente para que se pusiera en nuestro camino.

—Y el doctor Rodríguez…

—Ésa es otra. ¿Nunca te dijo cómo resistió a los zombis en el hospital?

—No…

—Resistió golpeándolos con un flexo.

—¿Un… flexo? —preguntó José.

—Un flexo. Una puta lamparita de mesa, de las que se usan en los despachos o en las mesas de estudiantes, ¿puedes creerlo?

—Joder… —exclamó José—. Es casi un…

De repente calló, comprendiendo que había estado a punto de decir esa palabra. Pero Moses le miraba ya con una sonrisa. Para él, era como si la hubiera pronunciado.

—Un milagro, sí. Ahora mírate, y dime si tú mismo no eres un milagro, José. Tú y Susana. Las cosas que habéis hecho, las situaciones que habéis superado… ¿qué posibilidades hay realmente de que la mayoría de las balas que disparáis den en el blanco? Y no un blanco cualquiera… en la cabeza. Diría que si un tirador profesional con muchos años de experiencia examinara vuestras tablas de porcentajes de aciertos, se sentiría inmerso en un viaje alucinante cargado de LSD.

José rio otra vez, esta vez con más ganas.

—Bueno. Joder… sí —dijo al fin.

—No, en serio. Que yo sepa, Susana era profesora de gimnasia o algo así… ¿de dónde coño saca esa impresionante pericia con el arma?

José asintió, mirándose las manos. Nunca lo había pensado desde esa perspectiva, pero de alguna forma sentía que algo de razón sí que tenía. Para él, las cosas simplemente funcionaban.

—Así que, nuevamente, lo de esa niña no me parece tan descabellado —dijo Moses—. Desde que Isabel nos contó todo el asunto, creo que ella realmente podría tener un canal de televisión directo con cosas que Él quiere que vea. No digo que sea así, sólo digo cómo están las cosas. A veces es demasiado inquietante. Es como… si cada uno estuviéramos desempeñando un papel en esto, como si, de alguna forma extraña, nos dirigiéramos a un destino prefijado.

—Oh, bueno… —protestó José—. No lo sé, tío.

—Sé que estas cosas son difíciles de aceptar, y no te pido que lo hagas. Yo mismo no lo hago, aunque reconozco que pienso en eso. Al fin y al cabo son datos, y es fácil jugar con ellos para vestirlos según convenga a distintas perspectivas. ¿Quieres más ejemplos divertidos?

José asintió, sonriendo.

—Nuestros nombres, por ejemplo.

—¿Nuestros nombres? —preguntó José, confusamente.

—Juan, José… A Uriguen lo conocíamos por su apellido, pero ¿cómo se llamaba, en realidad?

—Andrés…

—Andrés. Y Dozer…

—Mateo —contestó José, ceñudo.

—Son todos nombres de apóstoles, menos José. A ti te corresponde un cargo más alto, como padre de Jesús.

José esbozó una sonrisa incómoda.

—Y hay más, ¿sabes lo que significa Moses?

—Oh, tío…

—Escucha esto —pidió—: Moses es el nombre inglés de Moisés. El que guía a su pueblo. Es una de las figuras que aparecen también en el Corán, el libro sagrado del Islam. Y mira este escenario… mira donde estamos. La Alhambra era el símbolo del poder político y religioso del Islam, conquistada por los Reyes Católicos en 1492. ¿No te parece el escenario perfecto para que esta situación se resuelva?

—No lo sé… —repitió José, abrumado.

—Es casi como si el bien y el mal fueran a converger aquí. Los muertos, quizá, y esa misteriosa vacuna o antídoto o lo que sea que Aranda lleva ahora en la sangre.

José asintió, reflexionando sobre las palabras de Moses. Desde esa perspectiva, las cosas se veían ahora un poco diferentes. Lo que dijo antes sobre la poca visión de sus científicos le resultaba, cuanto menos, interesante. Al fin y al cabo, ¿no había sido Einstein quien había dicho que los viajes en el tiempo eran posibles?, ¿no era eso lo que hacía la niña, después de todo? Pequeños viajes mentales en el tiempo, asomarse lo suficiente para echar un vistazo, y regresar. Era inquietante, desde luego, pero de alguna forma, el concepto ya no le resultaba tan inaprensible.

Susana y Abraham aparecieron en ese momento, llegando hasta ellos por el viejo sendero, desde la oscuridad. Teñidos por la luz de la luna, tenían el aspecto de unas apariciones fantasmales, y su llegada silenciosa no ayudó a evitar que Isabel se llevara un pequeño sobresalto. Susana traía las dos mochilas que solían llevar tanto ella como José en sus incursiones.

—¿Cómo sigue? —preguntó José.

—Mal —contestó Susana—. Tenemos que hacerlo esta misma noche. Ahora.

—Temía que ibas a decir eso —soltó José, resoplando largamente.

—Dios mío… —exclamó Abraham—, ¿en serio habéis conseguido armas?

Moses se apartó brevemente para revelar la manta que ocultaba a sus espaldas.

—Vale… —añadió suavemente—. Dios mío, estáis locos.

—Abraham me ha explicado dónde está la farmacia más cercana.

—Bien… dinos que hay alguna cerca —dijo José.

—A ver… —dijo Abraham. Había levantado mucho los brazos y retrocedido un par de pasos—. Quiero que entendáis que esto es demasiada responsabilidad para mí. Es de locos, no sé cómo se os ha ocurrido algo así… ¿sabéis cómo deben estar las cosas ahí abajo? Yo sí. He subido a las murallas y los he visto. No siempre es igual, parece que los zombis se mueven como una marea por las calles, y en ocasiones el número de ellos desciende, pero otras veces parece que se celebra una manifestación. ¿Cómo pensáis superar eso?

—Ya te dijimos que nos dejases eso a nosotros —dijo José suavemente.

Moses creyó captar un deje de impaciencia en él, pero no le extrañó. Los últimos días habían sido muy intensos, demasiado intensos como para que el delicado cable de la cordura no se tensara peligrosamente. Casi podía escuchar el zumbido del punto de ruptura, vibrando en el silencio de su mente. Y además estaba el hecho de que nadie había dormido demasiado bien la noche anterior, ni habían probado bocado en todo el día con la notable excepción de la mermelada y la tostada. Eso sumaba un importante deterioro físico al agotamiento psicológico. Teniendo en cuenta esas premisas, era bastante indulgente escuchando a Abraham. Realmente era una locura intentar un plan tan oscuro y desventurado como el que Susana y José tenían en mente; sobre todo de noche, con el frío intenso y la total ausencia de luz en la ciudad. En los intervalos de silencio que se habían producido mientras Susana estaba fuera, casi había creído escuchar el dilatado lamento de los muertos que llegaba desde las calles de Granada. Era apenas un rumor inquietante que el viento ayudaba a transportar sólo en ocasiones, pero que, de alguna forma, estaba ahí, tan omnipresente como el aire que respiraba.

—Yo os ayudaría, creedme… —dijo al fin—, pero no soy demasiado bueno con las armas. Mi puntería es nefasta.

—No te preocupes, Mo —se apresuró a decir Susana—. José y yo hemos hecho este baile varias veces y sabemos todos los pasos.

—Como queráis —se rindió Abraham tras bucear pensativamente en los ojos de José—, pero hay otras cosas. Le he dicho a Susana que en Plaza Nueva hay una farmacia, pero no sé si habrá otras más cercanas. No soy un hombre que visite muchas farmacias… creo que el último médico que me vio me dio un cachete en el culo y dijo: «Ha sido niño».

—Plaza Nueva… ¿eso dónde está? —preguntó José.

—Yo sé dónde está —dijo Susana.

—Quiero decir —continuó Abraham— que quizá haya otra gente aquí que podría ayudarnos. Hay bastantes personas de confianza. Como el señor Román. Te he visto hablar con él antes, Susana.

—¿El médico?

—No es exactamente médico, creo que es un militar retirado, aunque sabe bastante de muchas otras cosas. Pero aunque su acento sea extraño, sé que lleva media vida viviendo en Granada. Quizá él puede saber si hay una farmacia más cercana.

—Mejor que no… —dijo Moses—. Cuantas menos personas sepan esto, mejor.

—Estoy de acuerdo —opinó Susana—. Plaza Nueva está bien.

Abraham se encogió de hombros.

—De acuerdo —concedió.

—Supongo que lo que queda por saber es cómo salimos de aquí —comentó Susana.

Abraham suspiró.

—El problema nunca ha sido salir —dijo—. En realidad, sospecho que si nos fuéramos todos, daríamos una alegría a esos soldados.

—Puede ser… —dijo José poniéndose en pie—. Pero ahora démosles una lección. No sé cuántos hombres tienen ahí dentro, pero seguro que son más de dos, y más de dos docenas, sospecho. Si no han querido mandar a sus hombres por miedo a las pérdidas, que les jodan. Vaya puta mierda de ejército…

—No sé si esos hombres están bien preparados —dijo Abraham, pensativo—. Parece que, hasta llegar aquí, fueron parcheando soldados de varias divisiones y frentes. Que yo sepa, Romero y sus hombres son de la UME, la Unidad Militar de Emergencia, al menos de dos divisiones diferentes, el BIEM I y el III de Madrid y Valencia, pero también hay soldados de la BRIPAC de paracaidistas, y regulares del ejército de tierra.

—Muy interesante —soltó José, sombrío—. Pero siguen siendo una puta mierda.

Isabel no había abierto la boca, en parte porque se había perdido en sus propias reflexiones sobre las palabras de Moses, pero también porque tenía un miedo atroz a lo que pudiera pasar con sus compañeros. No se atrevía a imaginar lo que debía ser salir de noche a enfrentarse a una plétora de muertos vivientes equipados con un fusil, por muy sofisticado y mortífero que éste pareciese. Además, miraba a Susana con ojos cautivados, atenta a sus palabras resueltas y su evidente liderazgo, porque ella era fuerte, destilaba seguridad y parecía perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Notaba esa tremenda diferencia y se castigaba en silencio por no haber podido desarrollar esa integridad ante las adversidades; se castigaba por no parecerse un poco más a ella. Imaginaba que Susana habría actuado de una manera diferente en caso de haber acabado en la Casa del Miedo en su lugar. Se imaginó que habría mordido a Theodor en la oreja cuando se puso encima, o habría luchado con Reza hasta la muerte para evitar ser llevada de vuelta al piso superior. Pero ella se sometió. De alguna forma se sometió, y ahora lo lamentaba.

—Pues pongámonos en marcha, corazones. El tiempo juega en nuestra contra —dijo Susana resueltamente.

—¿Y cuándo no es así? —preguntó José. Pero la pregunta quedó sin respuesta, y el aire se impregnó de pronto del rumor lejano, pero inequívoco, de los muertos.

Después de despedirse de Moses e Isabel, Abraham les llevó por las calles de la Alhambra hasta la ciudad palatina. Allí cruzaron por los jardines y rodearon las grandes fuentes (ahora secas), sobrecogidos por la hermosa y queda belleza del lugar. Cuando llegaron hasta un pequeño edificio de planta rectangular, hermosamente tallado y montado sobre la muralla del recinto, Abraham se volvió con gesto solemne y dijo:

—El Oratorio del Partal. A veces vengo aquí a buscar algo de paz. Daos cuenta del privilegio, el lugar era usado por el sultán para meditar sobre cosas como la naturaleza, la Creación y la oración.

José asintió. Pese a que era de noche, el lugar parecía cargado de una entidad mágica, casi sobrenatural. La luna arrancaba tintes azulados a las piedras milenarias, casi iridiscentes, y el viento traía aromas a espliego y a pino. Abraham les dejó unos instantes para que se embriagaran de la serenidad del sitio, a modo de altar de la meditación antes de la batalla.

—Acompañadme… —anunció al cabo, y empezó a caminar hacia uno de los túneles, coronado por un arco.

Atravesaron varias estancias, prácticamente a oscuras, hasta que descendieron por unas escaleras y se encontraron junto a una puerta. Un único cerrojo de pestillo, montado sobre la puerta, era la última frontera entre ellos y lo que les esperaba fuera.

—Aquí está la salida más cercana —dijo Abraham en un susurro, aunque cuando hubo hablado no supo, en verdad, por qué había empleado un tono de voz tan bajo.

—De acuerdo.

—Sólo tenéis que ir a la izquierda, bajando por el monte —dijo Abraham—. Se lo he explicado a Susana… llegaréis al Darro y desde ahí podéis bajar a Plaza Nueva. Imagino que ésa será la peor parte. Yo me quedaré aquí todo el tiempo hasta que volváis, o bien hasta mañana al mediodía, lo que ocurra primero.

Abraham era consciente de que sus palabras sonaban duras y terribles, pero quería ser justo con ellos. Susana se apresuró a mover la cabeza en señal de asentimiento, demostrando agradecimiento por la sinceridad. Inmediatamente después, se descolgaron los fusiles del hombro y se ajustaron las cintas de la mochila, sin añadir nada más a la conversación. Mientras los veía comprobar los seguros de las armas y distribuirse algunos cargadores por los bolsillos de sus pantalones, asegurar los nudos de las botas, y colocar las linternas magnéticas en los laterales de los rifles, Abraham admiró en silencio la valentía y la calidad humana de aquellos dos lunáticos a quienes acababa de conocer. Pensaba que las cosas hubieran podido ser diferentes de haber contado con ellos en un principio, aunque probablemente, sospechaba que habrían acabado muertos en la refriega que Andrés lideró contra los soldados.

—Vale… ¡listo! —dijo José, lanzando una bocanada.

—Yo también…

Abraham asintió, descorrió la perilla del cerrojo y ésta se deslizó trabajosamente entre los grapones con un chirrido metálico.

—Nos vemos luego —dijo entonces, y tiró de la puerta hacia dentro.

El Escuadrón de la Muerte, ahora reducido a la mitad, abandonó el recinto amurallado de la Alhambra a las nueve menos veinte de la noche. El aire era frío, y por entre los matorrales y las zarzas discurría una brisa suave que no habían notado en el interior. También el arrullo de los muertos era más audible, y fuese por una u otra causa, Susana sintió un pequeño escalofrío.

Se encontraban rodeados de espesura, como el haz de la linterna les revelaba a duras penas a medida que barrían el contorno. Si alguna vez hubo allí un camino, ahora había desaparecido, o no era evidente con la poca luz que tenían disponible. Susana miró al cielo y vio la luna inmensa y brillante, rodeada de algunos restos de nubes que parecían deshacerse a ojos vista.

—¡José! Apaga la linterna… —susurró.

—¿Eh?

—Intentaremos pasar desapercibidos todo lo posible… hasta que sea inevitable. Hay bastante luz, y nuestros ojos ya están acostumbrados a la oscuridad.

José miró alrededor y se dio cuenta de que tenía razón. La luz de la luna les permitía ver con notable claridad, y el haz de la linterna, de todas formas, sólo era una bonita forma de atraer a los zombis, como si estuvieran determinados a enviarles señales en mitad de la oscuridad; los espectros se lanzarían a por ellos desde la distancia, como insectos atraídos por la luz de una bombilla en una terraza veraniega. De modo que asintió en silencio y apagó la linterna.

Al instante, sus ojos reaccionaron al cambio de luminosidad y el escenario entero pareció cobrar más nitidez, más volumen. Vieron entonces un pequeño sendero que zigzagueaba entre los matorrales y que les llevaba, bordeando la muralla, hacia el oeste, y lo tomaron procurando no hacer ruido. Los dos sabían que los muertos no veían mejor que ellos en la oscuridad, así que depositaron su confianza en su sigilo.

Avanzaron despacio, pensando muy bien dónde ponían cada paso, pero al contrario de lo que habían temido, no encontraron muertos entre la maleza que rodeaba la Alhambra, al menos no por ese lado. En parte se debía a que los supervivientes no frecuentaban las zonas que lindaban con el muro exterior, y cuando lo hacían, era generalmente en silencio.

Siguieron así unos minutos, y cuando tuvieron oportunidad, cruzaron por entre los arbustos para llegar junto a la pequeña muralla exterior, que les servía de parapeto. Cuando se asomaron por encima de ésta, divisaron la estrecha calle Carrera del Darro, al otro lado del río, y comprobaron con pesar que por ella transitaba un número bastante considerable de espectros. Caminaban con paso incierto, unos calle arriba y otros en dirección opuesta, cabizbajos y meciéndose suavemente, como cadáveres flotando a la deriva en un mar agitado por un suave oleaje.

—Mira… —susurró Susana—, ¿ves el canal del río?

José lo veía. El Darro discurría por un canal de varios metros de profundidad, flanqueado por un alto muro que separaba la transitada calle de éste. Por el lado donde estaban ellos, el canal era accesible a través de un pequeño desnivel que era fácilmente salvable.

—Iremos por el canal… —continuó ella, hablando tan bajo como le era posible—, llega hasta Plaza Nueva, si no recuerdo mal. Así evitaremos tener que atravesar esa calle. Es eterna, y hay muchas callejuelas que desembocan en ella… podrían acabar superándonos.

—Joder, Susi… —protestó José—. Eso es como decir que el océano podría estar mojado.

—Sí. Bueno… de todos modos es posible que haya zombis en el canal. Es posible. Son torpes, y quizá alguno se haya caído ahí abajo, con el tiempo. En ese caso no creo que hayan ido a ninguna parte… el agua es muy poco profunda.

—Aun así me parece bien. Siempre será mejor.

José dejó de mirar al cabo de unos pocos segundos, replegándose tras el muro. Se agarró con fuerza al fusil, sintiendo el frío metal estéril contra sus manos. Notaba el corazón acelerado latiendo en su pecho. Miró a Susana y la vio escudriñar a los caminantes con ojos calculadores, concentrada quizá en evaluar su número, o la ruta que debían seguir. Poco importaba. En cuanto a ellos mismos, ¿qué estaban haciendo allí, en realidad? En el pasado, habían funcionado más que bien usando tácticas y sistemas de cobertura basados en una escuadra de cuatro hombres; siempre cuatro hombres. Aunque a veces se dividían en grupos de dos, todas sus probadas técnicas de fuego y movimiento y fuego y maniobra dependían de una estructura de apoyo basada en dos focos, generalmente izquierda y derecha, o incluso delante y atrás. Con un solo flanco de cobertura, ¿sería él capaz de controlar todos los posibles frentes de ataque?, ¿lo sería Susana? Se preguntó si aquel esfuerzo por conseguir antibióticos no sería un desesperado y loco intento de expiación en el que se había dejado involucrar sin darse cuenta, una manera tan buena como cualquier otra de purgar su culpa por haber permitido que Dozer muriera. Un último envite. Una suerte de venganza.

Pero tan pronto como pensó eso, se descubrió apretando los puños alrededor del fusil, cargado de una repentina autodeterminación. Así sea, se dijo, algo sorprendido de su propia resolución. Si es eso, así sea. Y esa súbita determinación, ese inesperado y nuevo sentido a aquella misión suicida le infundieron renovados ánimos. Si caemos, hacednos un sitio ahí arriba, colegas, porque vamos a ponernos hasta el culo de fumar Benson & Hedges celestial.

—Cuando quieras… —susurró—. Estoy listo. Ahora sí.

Susana se volvió para mirarlo, sin comprender muy bien a qué se refería, pero el brillo que vio en sus ojos era inequívoco. Allí vio fuerza, vio seguridad y vio un destello de esperanza. Si alguna vez había habido un momento para intentar una locura semejante, era, sin ningún género de duda, aquél.

Isabel se acostó en el camastro, con un principio de migraña contaminando su mente y el estómago rugiendo de pura hambre. Sin embargo, no le prestó demasiada atención; tenía la cabeza ocupada en José y Susana. Agobiada por un fuerte sentimiento de impotencia, en esos momentos se debatía entre cerrar los ojos y elevar alguna plegaria, o no. Ella nunca había tenido inquietudes teológicas de ningún tipo, pero Moses parecía creer en esas cosas; de algún modo, una vez le aseguró que Dios le había ayudado a salir de un modo de vida que era en extremo pernicioso, y cambió. A ella no le importaba mucho lo que hubiera usado como espoleta para disparar el cambio, lo único que le interesaba era que se hubiera convertido en el hombre que había conocido y ahora amaba. En cuanto a ella, si alguien le hubiera preguntado por sus sentimientos respecto a Dios como tal, puede que hubiera acabado declarándose deísta en el término más amplio de la palabra.

Finalmente, resolvió que no estaría de más intentar hablar con Dios, fuese la entidad en la que Moses creía o cualquier otra, y cerró los ojos.

Dios mío, te ruego por favor que cuides de Susana y de José y no permitas que esas cosas les causen ningún daño. Permíteles conseguir su objetivo y tráeles de vuelta para que el extranjero pueda vivir. Me has arrebatado demasiadas cosas, Dios mío, y creo que me lo debes. Hazlo posible, por favor… por favor, Dios

Después de un rato repitiendo esas y otras palabras similares, sus párpados volvieron a abrirse, conectándola otra vez con el mundo terrenal. El dolor de cabeza parecía estar ganando intensidad y supo que, de todas formas, no podría conciliar el sueño en un buen rato; estaba demasiado preocupada y asustada. Moses, además, no estaba con ella; se había quedado hablando con aquel tipo que había venido con Aranda y con el finlandés, y echaba de menos su contacto cálido y reconfortante.

Mientras paseaba la vista por las sombras de la habitación, reparó en Alba, dormida en su cama. Tenía la cara vuelta hacia ella y parecía realmente un auténtico ángel. Su boca era una mancha rosa en su carita blanca, y su expresión era serena y tranquila, ajena a todas las miserias en las que habían caído. Era casi como si todo el drama de aquella situación no estuviera pasando, como si…

Es que a lo mejor no está pasando.

A lo mejor… A lo mejor ha pasado ya. Para ella sí.

De repente, Isabel se incorporó en la cama como si la hubieran sacudido con una descarga eléctrica.

Ésa era la clave. Si la niña tenía una puerta trasera en su mente, una puerta secreta que podía abrir y asomarse al futuro, podía saber… saber cómo se desarrollaría todo.

Nerviosa, se acercó a ella y se arrodilló junto a su cama. Pensó en despertarla, pero aunque al principio le pareció cruel, el deseo de saber si ella conocía el destino de José y Susana era más fuerte. Por fin, agachó la cabeza sobre la de ella y le imprimió un pequeño beso en la frente. Alba continuó dormida. Sus párpados serenos no revelaban movimiento alguno.

No la despiertes… ¿vas a despertarla? Es tan pequeña… tiene que descansar

Sí, pero

Pasó una mano por su frente y empezó a acariciarla, despejándola de cabellos.

—Alba… —susurró.

¡No la despiertes!

Volvió a besarla, esta vez con más énfasis. Necesitaba saber…

—¿Alba…?

Por fin, la pequeña se movió ligeramente, sacudiendo brevemente la manita que colgaba de la cama, por fuera de las mantas.

—Alba… —se apresuró a decir Isabel, susurrándole cerca del oído—. ¿Has visto… algo… sobre José y Susana?

Otra vez nada.

—¿Alba?

Entonces, la pequeña se volvió, abriendo ligeramente los ojos. Su expresión era de verdadero fastidio.

—Alba, cariño… ¿has visto algo sobre Susana?, ¿sobre José?

Y entonces, con apenas un hilo de voz que parecía surgir de algún lugar remoto e inaccesible de su mente, la pequeña, con la voz gangosa y distorsionada del que duerme, dijo:

—Sí… sí… ellos… pero él vive. Él vive.

Y entonces se dio media vuelta, se arrebujó contra Gabriel y se quedó por fin otra vez quieta. Isabel abrió mucho los ojos, súbitamente aterrorizada. Las palabras de la pequeña acababan de atravesarla como una lanza despiadada. ¿Él viviría?, ¿y qué pasaba con ella?, ¿qué ocurriría con Susana? Se quedó inmóvil, sin atreverse casi a respirar, esperando a que Alba añadiera algo más. Pero la pequeña no dijo nada… su respiración se volvió otra vez regular; había caído de nuevo en un profundo sueño.

Isabel quería ir con Moses y advertirle, quería salir fuera y decirle a sus amigos que regresaran, que estaban en peligro, que no funcionaría. Pero… ¿acaso no había dicho Gabriel que las predicciones de Alba eran absolutamente infalibles? Ella no veía probabilidades; veía el futuro, tan cierto como que los planetas giran alrededor del Sol.

Se tumbó en la cama de nuevo, casi sin darse cuenta de lo que hacía, mientras las lágrimas luchaban por escapar de sus párpados cerrados. Había abierto una puerta al futuro y ahora deseaba no haberlo hecho nunca; casi se sentía culpable por ello, como si de alguna forma, el conocimiento del desenlace pudiera provocarlo. Y entonces, justo cuando creía que iba a ser capaz de controlar las lágrimas, rompió a llorar.

José y Susana habían abandonado su parapeto y estaban bajando la ladera de la colina, con las piernas enterradas en una alfombra de hierba verde y lozana que les llegaba prácticamente hasta las rodillas. En poco tiempo se encontraron con los restos de una vieja torre, un primer bastión de defensa que alguna vez debió pertenecer al complejo de la fortaleza y que ahora era apenas una ruina con edificios de viviendas anexos. Desde allí se deslizaron con infinito cuidado, siempre descendiendo, hasta el canal. Ahora los muertos se encontraban a apenas unos metros, al otro lado del Darro, y sus rostros empezaban a ser distinguibles. Apagar las linternas había sido una buena idea, y probablemente, aventurarse de noche también había sido un acierto. Quizá en condiciones normales de luz diurna ya les hubieran detectado, pero se mantenían pegados junto al muro como gigantescos escarabajos negros, apenas dos sombras ocultas por las tinieblas del torreón derruido, y parecía que ninguno de los caminantes había reparado en ellos.

Sin mediar palabra, Susana se dejó caer por el pequeño desnivel y saltó al canal. El Darro, en ese punto, era apenas un pequeño riachuelo que se deslizaba hacia el oeste con un ruido alegre de aguas en movimiento, por lo que no hubo sonido de chapoteo. José la imitó, y cayó sobre sus pies en la tierra húmeda.

Descubrió con infinito alivio que, contra todo pronóstico, no había zombis en el canal. Si alguna vez los había habido, habían sido arrastrados por la corriente. Sin embargo, eran conscientes de que debían seguir poniendo mucho cuidado con cada paso que daban porque el murete que separaba la calle de donde estaban ellos tenía apenas un metro, y los zombis no dudarían en tirarse abajo si los detectaban.

Anduvieron como ladrones furtivos, cruzando bajo un pequeño puente. Allí el río se ensanchaba abruptamente, pero aún pudieron avanzar por los márgenes sin tener que tocar el agua. Los muros a ambos lados eran en ese punto altos y verticales; ladrillo visto recubierto de un musgo exuberante, y José empezaba a preguntarse cómo volverían al nivel de la calle cuando llegaran al final del canal. De vez en cuando, las ramas de las plantas que brotaban de las oquedades caían en cascada hacia ellos, como si se esforzaran por buscar la frescura de las aguas, y en algunos momentos tuvieron que escurrirse por entre la maraña de yedra que caía hacia abajo como las crines de un caballo.

Al pasar el segundo puente, Susana se detuvo, congelando su pose como si el tiempo se hubiera detenido. José hizo lo mismo, y miró en la dirección en la que Susana miraba. Allí, plantado en mitad del puente, había un espectro que parecía mirarles fijamente. Tenía los brazos extendidos hacia abajo y el cuerpo contraído en un rictus deforme; un hombro más alto que el otro, y la cabeza ligeramente inclinada.

Va a gritar. En cualquier momento va a señalarnos con un dedo largo y retorcido y va a gritar, como Donald Sutherland en la película La invasión de los ultracuerpos.

Pero no ocurrió nada de eso. Susana siguió dando pequeños y prudentes pasos, uno cada vez. Se manejaba como lo haría alguien frente a un animal que está a punto de atacar, temiendo hacer movimientos bruscos. Un paso. Pausa. Otro paso. Al fin, terminaron por desaparecer bajo el puente, escapando de su vista.

José quiso decir algo, pero se mordió la lengua. El silencio que inundaba la ciudad era casi sepulcral, y su voz podría sonar como el graznido de un pato en un parque. De vez en cuando les llegaba el sonido metálico de una lata rodando por la acera, quizá impulsada accidentalmente por algún espectro, y otros sonidos furtivos que se apagaban rápidamente y cuya naturaleza se les escapaba, pero eso era todo.

Continuaron ganando terreno, hasta que llegaron al último tramo del canal. Una sensación de triunfo les inundó, aunque brevemente, porque allí, el río era conducido bajo el asfalto de la plaza de Santa Ana, a través de un túnel donde la oscuridad no encerraba matices, tan absoluta como espantosa. Las paredes del canal eran insoportablemente altas y no se veía por ninguna parte una manera de treparlas.

Susana señaló la pared del muro más meridional, el que daba a la calle, unos metros más atrás. Por allí, una montaña de tierra (probablemente arrastrada por el agua) lo hacía más accesible, y José asintió. Ése era el final de su silenciosa incursión. Tan pronto ascendieran por ese lado, serían otra vez visibles para los muertos, y para entonces, se dijo José, más les valdría saberse todos los pasos del baile.

Pero cuando empezaron a cruzar la corriente, un gruñido grave y grosero les heló la sangre en las venas. Se quedaron inmóviles, como si el haz de un foco proyectado desde la torreta de una prisión les hubiera sorprendido en mitad de la fuga. Susana se volvió, con el fusil preparado, buscando el origen del gruñido, y por fin lo vio.

Era uno de los zombis que vagabundeaban al nivel de la calle, un centinela alto y terrible con la mandíbula expuesta. Los dientes asomaban como los extremos de un cincel. Llevaba una especie de bufanda enredada alrededor del cuello, convertida en jirones en sus extremos y recubierta de manchas oscuras, de forma que parecía la soga de un ahorcado. Estaba asomado desde el muro que pretendían escalar, agazapado y en actitud de alerta, y les miraba con ceñuda concentración, como si estuviera intentando determinar si lo que veía era, en efecto, una presa.

—Susi… —susurró José sin poder evitarlo.

Y en ese momento, el centinela dio un respingo, agitando la cabeza con violentos espasmos.

—¡Prepárate! —dijo Susana, llevándose el rifle a la mejilla y separando las piernas.

Y el centinela gritó.

Al instante, a modo de respuesta, un clamor aberrante se elevó por toda la calle; los muertos respondían a la llamada, propagando la alerta por las callejuelas de la ciudad. Mientras tanto, cuando el insoportable fragor estaba en su momento más álgido, Susana aprovechó para ejecutar un único disparo. El proyectil voló por el aire y se estrelló contra la cabeza del centinela, arrancándole parte del cráneo. No brotó sangre, pero sí una lluvia blancuzca que se esparció por el aire como una nube de insectos.

Con el grito congelado en su garganta, el centinela se precipitó al canal donde se quedó tendido en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.

Rápidamente, otros espectros se asomaron por el borde del muro, buscando con sus ojos muertos. Sus gestos eran de desesperada ansiedad. José lo había previsto y ya estaba apuntando en esa dirección: empezó a disparar contra ellos con una puntería imponente, y los cuerpos desaparecían tras el muro o caían hacia abajo, donde quedaban desmadejados como marionetas rotas.

Una segunda fila de zombis apareció para reemplazar a los que habían caído. No intercambiaron palabra, pero ambos sabían lo que debían hacer: Susana se ocupaba de los que aparecían por su izquierda,y José de los de su derecha, de forma que se reducía su arco de cobertura y no se desperdiciaba ni un solo disparo.

Después de unos instantes, los zombis seguían llegando. El canal se empezaba a llenar de cuerpos, que caían amontonándose unos sobre otros. La sangre manchaba la tierra y viciaba el agua del Darro, teñiéndolo de rojo.

—¡Hay que avanzar! —gritó José para hacerse oír por encima del ruido de los disparos.

Susana reaccionó al instante, corriendo hacia el montículo y encaramándose a él sin dejar de disparar. José se quedó en el sitio para ofrecer cobertura, porque desde donde estaba tenía que describir menos giro para cubrir la misma área. Por fin, cuando la cadencia de zombis disminuyó un poco, Susana se colgó el rifle al hombro y se encaramó al muro de un salto, agarrándose con los brazos. José sabía que un disparo fallido, en ese momento crítico, supondría un desenlace fatal.

Cuando estuvo arriba, Susana levantó la cabeza y vio con repentino horror que tenía prácticamente encima a un zombi; avanzaba hacia ella de frente, motivo por el que no lo había visto hasta ese instante. Sabía que José no tendría ángulo para frenarlo porque ella estaba en medio, y su rifle aún colgaba de su hombro. Justo cuando parecía que sus manos estaban ya a punto de aferrarla, consiguió sacarse la cinta del fusil y darle un revés con la culata. Los huesos de la mandíbula crujieron de una manera atroz, desgarradora, pero el zombi apenas retrocedió. Un segundo revés, sin embargo, sí consiguió que se replegara un par de pasos, circunstancia que aprovechó para encañonarle y disparar.

—¡Susana! —gritaba José desde el canal. En los últimos segundos había realizado una cantidad impresionante de disparos, y la tensión era ya insoportable, girando a uno y otro lado tan rápido como podía.

Susana se preparó y empezó a dar cobertura, disparando a los zombis que venían corriendo por la calle. Ahora que tenía visibilidad, se daba cuenta de que, calle arriba, el número de zombis era aún manejable, pero cuando se volvió, contempló sobrecogida cómo una numerosa horda de espectros avanzaba hacia ellos, ganando terreno a cada segundo.

—¡Ya! —gritó Susana.

José corrió hacia el montículo y se encaramó en un tiempo récord. No se colgó el arma al hombro, sin embargo, sino que la subió al muro antes que él. Al instante, descendió el escalón que le separaba de la acera y estuvo junto a Susana, cubriéndola.

—¡Hostia puta! —exclamó, al ver el número de zombis que subía desde la plaza.

Los disparos se mezclaban con los aullidos de los espectros. Si había alguna manera de que éstos salieran de su estado de aletargamiento y se volvieran enfurecidos corredores, era precisamente el ruido martilleante de dos fusiles descargando copiosamente al unísono. Y cómo corrían… corrían sacudiendo los brazos como si fueran extensiones ajenas a su cuerpo, como si sus extremidades fueran de trapo, cosidas burdamente a sus cuerpos. Los que eran abatidos caían al suelo convertidos en fardos sanguinolentos, dificultando el paso de los que venían detrás. Éstos tropezaban y se derrumbaban, conformando una masa confusa que se movía como un capullo de huevos de araña.

—¡Suusiiii! —gritaba José—. ¡Hay que avanzar!

Susana se había vuelto ahora hacia atrás, describiendo un giro rápido, para ocuparse de los zombis que corrían hacia ellos por ese lado. A cierta distancia, el estrecho callejón del Lavadero de Santa Inés empezaba a vomitar espectros con una cadencia pasmosa. Llegaban a la carrera, resbalaban al alcanzar la esquina como un coche que derrapa y eran luego atraídos por el sonido de los disparos.

Se acabarán… en algún momento tienen que acabarse

Continuaron disparando y ganando espacio centímetro a centímetro. Afortunadamente, de todo el material que encontró en la iglesia, Susana escogió el mismo modelo de fusil que usaban en Carranque, y gracias a eso, cuando era necesario podían municionar con la rapidez que las circunstancias requerían: un proceso que habían practicado hasta la saciedad.

—¡Llegamos a la plaza! —anunció Susana. Subida al murete que separaba la calle del canal, tenía una visión un poco más amplia y lejana de lo que ocurría. El momento de abandonar la Carrera del Darro le venía preocupando desde hacía un rato, ya que donde éste acababa se formaba una especie de embudo. Además, si les costaba mantener a los zombis bajo control con sólo dos frentes, ¿qué ocurriría cuando se encontrasen en terreno abierto, con tantos frentes como ángulos tiene una circunferencia?

Con esa idea en la cabeza, Susana tomó una resolución.

—¡José, hay que correr! —gritó, sin dejar de disparar contra los zombis. Los casquillos vacíos saltaban en el aire y caían al suelo con un sonido metálico.

—¡Te sigo!

—¿Qué?

—¡TE SIGO!

—¡Sube aquí arriba!

José saltó encima del muro, que se levantaba del suelo apenas un metro, y se incorporó. Cuando estuvo preparado para disparar de nuevo, se sintió abrumado por la rapidez con la que los muertos habían avanzado en esos escasos segundos. Susana tenía razón… tenían que avanzar, porque esa situación era del todo insostenible. Su puntería iba también a peor, porque la tensión se incrementaba a cada segundo, y los proyectiles hacían volar clavículas, destrozaban los huesos de los hombros y arrancaban finas explosiones de sangre de los cuerpos muertos, pero nada de eso les detenía.

—¡CORRE! —gritó Susana, y empezó a moverse con prodigiosa rapidez por encima de la tapia.

José la imitó, pero desde su perspectiva, la sensación de vértigo era mucho mayor. Él sí veía cómo los muertos lanzaban sus brazos hacia ella a medida que pasaba corriendo, veloz como una centella. Los puños se cerraban en el aire a escasos centímetros.¡Demasiado cerca!, pensaba, envuelto en un pánico palpitante.

me va a dar tiempo… si no me agarran, me empujarán contra el canal, y si no me rompo la crisma allí abajo, habrán conseguido dividirnos, al menos, y ya no se podrá hacer nada…

Para garantizarse el paso, se llevó el fusil a la cadera sin aminorar la marcha y empezó a disparar contra todas aquellas garras retorcidas; las manos quedaron desgarradas, los dedos cercenados, pero los espectros continuaban proyectándose hacia ellos como una marea abominable.

Pero al fin, cuando parecía que iban a caer ya en sus garras, se encontraron al término del muro de piedra. Habían llegado a la plaza. Instintivamente, Susana saltó por encima del embellecedor con forma de bola que marcaba el principio de la calle y cayó en la acera, al lado de la masa de espectros que se había congregado. Los muertos se giraron emitiendo un ruido agudo e insoportable, pero Susana había perdido pie con la caída y trataba de recuperar el equilibrio, desaprovechando preciosos segundos. Volvió la cabeza, hipnotizada por las manos que ya casi arañaban su cara, y en su mente se formó una pregunta con una claridad y una serenidad sorprendente: ¿Ya está?, ¿así es como acaba todo?

Pero en ese momento, José saltaba también sobre la bola de piedra. Cayó encima de los zombis que estaban ya prácticamente sobre Susana, derribándolos contra el suelo. Susana reaccionó rápidamente, lanzando una lluvia de proyectiles contra los espectros que ocupaban la segunda fila. Los cuerpos se sacudieron, acribillados por las ráfagas, y aunque fue una salva a la desesperada, cumplió su propósito, haciéndolos retroceder unos segundos.

Era justo el tiempo que José necesitaba para ponerse en pie de un salto.

Tan pronto se hubo recuperado, salieron corriendo hacia la izquierda, siguiendo el trazado circular de la acera. Allí el número de zombis se había reducido completamente, ya que todos los que habían estado vagabundeando por esa zona se habían lanzado contra la estrecha calle que habían venido recorriendo. Eso les permitió avanzar un buen trecho en poco tiempo, dando zancadas tan grandes como les era posible.

José recordaba haber estado en esa plaza varias docenas de veces, cuando él era más joven y los tiempos más amables, pero nunca pensó que correría por su vida en esos mismos lugares. A decir verdad, mientras avanzaban tuvo la sensación de que progresaba por un escenario con cierto tinte teatral, en parte por el aspecto irreal y sorprendentemente luminoso que le confería la luna.

De pronto, Susana se detuvo, tan bruscamente que José estuvo a punto de llevársela por delante. Miraba alrededor, como buscando algo.

—¡¿Dónde está?! —exclamó.

—Por Dios… ¿el qué? —preguntó José.

Los muertos avanzaban a cierta distancia, como muñecos de cuerda a los que les fallaran gran parte de los engranajes.

—¡La farmacia! ¡No veo la farmacia!

José dio un respingo. Había estado tan ocupado en sobrevivir que se le había olvidado el verdadero motivo por el que habían iniciado esa campaña ridículamente suicida. Miró alrededor, buscando en las fachadas de los edificios. Un local anunciaba MINI-MARKET TELEPHONE, y al lado, un desvencijado toldo con una tipografía casi ininteligible decía: ARTESANÍA EL SUSPIRO. Pero Susana estaba en lo cierto, no se veía ninguna farmacia por lado alguno.

¿Y si no hay ninguna farmacia?, ¿y si el viejo Abraham se equivocaba? «Preguntemos a los otros», dijo, pero no… nosotros elegimos mantenerlo en secreto. ¡Hurra por el Escuadrón de la Muerte! Como que el ruido de los disparos y los gritos no se habrán oído arriba, en la Alhambra. Apuesto a que cuando regresemos, habrá un montón de soldados queriendo saber de dónde sacamos las armas. ¿Qué crees que harán con las medicinas entonces, si es que conseguimos encontrar alguna?

Susana chasqueó la lengua. No podían esperar más, porque una caterva de espectros avanzaba a la carrera por mitad de la calle.

—¡Susi! —chilló José.

—¡Quizá más adelante! —contestó Susana.

Corrieron por la acera, sorteando a los zombis cuando éstos se interponían en su camino. Ahora se alegraban de haberlos frenado en el embudo de la Carrera del Darro, porque su número no era tan elevado; para cuando éstos los detectaban y se volvían con ojos enardecidos, ellos ya habían pasado zumbando a su lado. Mientras progresaban, la crudeza de viejos escenarios de terror no se les pasó por alto: un taxi volcado sobre su costado, un kiosco de prensa que había sido arrancado de sus cimientos por una furgoneta de los equipos especiales de la Policía Nacional (y que se había incrustado, varios metros más allá, en el escaparate del Café Lisboa), cadáveres y montones de basura desperdigados por todas partes, desde ropa hasta maletas. Pero intentaban concentrarse en repasar los locales a pie de calle: ARTESANÍA RODRÍGUEZ, decía un toldo, MUNIRA PIEL —LEATHER, anunciaba la marquesina del negocio que le seguía. Pero cuando llegaron al final de la plaza, el proverbial y conocido símbolo de la cruz no había hecho acto de presencia.

—Dios… —soltó Susana, jadeante. Su cabeza giraba en una y otra dirección, como una veleta sacudida por un vendaval.

—No puede ser verdad… —dijo José, desalentado.

Levantó el fusil y se preparó para recibir a los espectros que avanzaban desde todos lados. Uno de los portales parecía una puerta dimensional al mismísimo infierno, a juzgar por el número de muertos vivientes que estaba lanzando a la calle. Y la horda, heredera del conflicto en el canal, ganaba terreno a cada segundo, bajando por la misma calle por donde habían venido.

—¡Susi!, ¿cómo volveremos? —preguntó.

Pero cuando se volvió para mirarla, Susana había saltado al capó de un viejo Renault y se había encaramado a su techo; el aluminio se hundió visiblemente bajo el peso de las botas. Parecía otear en la distancia, calle abajo, intentando vislumbrar algo a través de las tinieblas que velaban la escena.

—¡Allí! —gritó entonces—. ¡Allí está!

José no lo veía: estaba demasiado oscuro a esa distancia, y la sombra de los edificios era pronunciada más allá de la plaza. Para Susana, en cambio, la visión del símbolo de la cruz, constituida en marquesina volante, era casi una señal divina. No había electricidad que le devolviese ya su viejo resplandor verde y cálido, pero por un brevísimo segundo, Susana hubiera jurado que la cruz había parpadeado fugazmente, como si le brindara un guiño en mitad de todo aquel caos.

—¿Dónde? —gritó José—. ¡Ve delante, te sigo!

Ahora no le quedaba más remedio que volver a disparar. Lo había estado evitando, porque sabía que los disparos en ese lado volverían a atraer la atención de los espectros en las calles adyacentes. A poco que se entretuvieran, volverían a tener encima una miríada de caminantes, y esta vez desde casi todos los ángulos.

El fusil vomitó proyectiles de nuevo: dos, cuatro y hasta ocho disparos en pocos segundos, y los zombis empezaron a caer al suelo; las cabezas se desgajaban como melones maduros, espurreando sangre en finísimas nubes. El sonido era aberrante, y José descubrió que le transportaba a mundos de repulsión inexplorados.

Por fin, reculó un par de pasos y empezó a correr detrás de Susana.

Resultó que la farmacia estaba a sólo treinta metros de donde se habían detenido. La mala noticia se hizo evidente tan pronto llegaron junto a ella: la persiana metálica del establecimiento estaba echada y asegurada con una cerradura de suelo. José se quedó mirando la pequeña caja metálica con un gesto estúpido. Sin decir nada, sacudió la cabeza y buscó los ojos de Susana, como si esperase que ella fuese a esbozar una sonrisa de suficiencia, guiñarle un ojo y sacar una llave de algún bolsillo mágico. Pero su compañera estaba tan perpleja como él.

—¿Susi? —preguntó José, indeciso.

Susana descargó su puño contra la reja, que se sacudió con un ruido trepidante. Los muertos estaban ya a muy pocos metros, y José, confuso, se volvió para controlar que no les sorprendieran. A veces, los zombis parecían avanzar a una velocidad determinada, constante, describiendo bandazos, como si sus piernas semirrígidas estuvieran bloqueadas por tejidos y articulaciones necróticos; y cuando menos se esperaba, daban una poderosa zancada y los tenías encima. José lo sabía bien, y mientras esperaba que Susana sugiriera algún plan alternativo, se llevó el fusil al hombro y empezó a apuntar a los muertos más cercanos, que avanzaban con los brazos extendidos.

Susana estaba tan furiosa como desconcertada. No podía creer que la idea de que una reja de seguridad estuviese echada no se les hubiese pasado por la cabeza. Recordaba que Dozer solía llevar herramientas como cortafríos, tenazas y otras cosas similares en su mochila, y Uriguen cargaba con un manejable soldador en aquellas incursiones que solían realizar alrededor de Carranque, pero ellos apenas tenían lo puesto.

José empezó a disparar. Ya tenían a los muertos encima.

Espoleada por una rabia cegadora, Susana disparó contra la cerradura. La caja, de latón cromado y arpón de acero, rechazó la bala con bastante entereza, abollándose ligeramente. El proyectil rebotó y salió despedido contra la persiana. Susana abrió mucho los ojos, recuperando el control. Si hubiera rebotado en otra dirección, podría haberle dado a José, o a ella misma…

Entonces se fijó en el agujero que la bala había dejado en la reja: una abertura de unos quince centímetros que se doblaba hacia dentro.

—¡Susana! —gritaba José, desesperado.

Los muertos llegaban ya de todas direcciones, ganando terreno. El fusil desgranaba proyectiles, llenando la calle de relámpagos y truenos que producían ecos explosivos contra las paredes de los edificios. Como no había demasiados vehículos en la calle, cada vez tenía que cubrir un ángulo mayor, viéndose obligado a girar cada vez más rápido.

—¡Susana, por Dios! —gritó de nuevo, retrocediendo hasta que su espalda topó con la persiana metálica de la farmacia.

Pero Susana había visto el cielo abierto con el agujero que la bala perdida había dejado. Sentía las gargantas espantosas emitiendo toda suerte de gruñidos a escasa distancia, pero aun así, apuntó a la reja, en la zona alrededor de la caja de la cerradura, y empezó a descargar el cargador.

José se apartó de forma instintiva, desplazándose lateralmente. Los muertos estaban a tres metros… a dos metros y medio… y el rifle indicaba que el cargador empezaba a vaciarse.

Cuando hubo descargado una veintena de balas, Susana intentó ver el resultado de su desesperada acción. Esperaba que la persiana se hubiera quedado desligada de la cerradura, pero el humo blanco producido por los disparos, a tan poca distancia, le impedía ver.

Un metro…

—¡SUSANA! —bramó José.

Apenas podía ya girar a tiempo para alcanzarlos a todos. Los ojos histéricos de los muertos estaban fijos en él; las bocas se abrían, inmundas y oscuras como pozos sin fondo.

Susana no podía esperar más. A la desesperada, dejó caer el fusil, alargó ambas manos entre el humo cálido y pestilente, como de azufre, y tanteó hasta que sus manos se posaron sobre el asidero.

Más vale que esté roto. Más vale

¡Medio metro!

Los sonidos guturales llenaban su cabeza. José no tenía ya ángulo para seguir disparando y empezó a rechazarlos con la culata del rifle, gritando como un poseso.

Y por fin, haciendo un despliegue de fuerza robada de reservas que no creía ya tener, Susana tiró hacia arriba.

La persiana se levantó con un crujido chirriante, amenazador. José soltó todo el aire, comprendiendo lo que acababa de pasar. Sin decir nada, justo cuando parecía que unas manos espantosas iban a agarrarle del chaleco, se las ingenió para doblarse sobre sí mismo y escurrirse por el hueco; apenas medio metro, pero suficiente para escapar al interior. Susana le siguió en el mismo instante.

Rodaron por la oscuridad más absoluta, y respiraron el aire enrarecido y cargado del denso aroma a medicamentos y a humedad. La reja se sacudió con la embestida de los zombis y crujió amenazadoramente. Ahora golpeaban la persiana con una violencia desmedida, sobrecogedora, y el tambucho vibró como si fuera a desprenderse. De algún lugar cayeron yeso y trozos de cemento, y los dos compañeros se quedaron petrificados, incapaces de moverse, convencidos de que, en cualquier momento, la persiana podría ceder.

Por fin, el tambucho crujió con una lastimera protesta final y cedió. La persiana se deslizó otra vez hacia abajo, cayendo pesadamente, en ángulo, y se quedó trabada contra los rieles que la conducían. La escasa luz que entraba por el agujero desapareció.

Susana se quedó quieta, intentando recuperarse de la tensión que acababan de vivir. Resoplaba pesadamente y el corazón trabajaba a un ritmo frenético, intentando manejar toda la adrenalina que había liberado. José, por su parte, se tumbó de espaldas, sintiendo el frío del suelo contra la nuca. Era incapaz de levantar los doloridos brazos. Hasta el dedo con el que había estado martilleando el gatillo se le había quedado tenso, señalando acusadoramente hacia algún punto de la pared.

—Por Dios… —dijo a la oscuridad, jadeando.

Lo habían conseguido, sí, pero en su mente empezaba a florecer el germen de una inquietud; una pregunta que flotaba como un espíritu neblinoso: ¿cómo volverían a salir de allí?

Y mientras esa duda horrible se abría paso en su mente, fuera, los muertos llamaban, aporreando la persiana metálica con furibunda persistencia.