El amanecer llegó, tímido y lento, y Dozer abrió los ojos para encontrarse encogido sobre sí mismo en un suelo de madera. La gravedad le había empujado contra los peldaños de la escalera y se encontró con que los tenía incrustados en la espalda. Se movió para desentumecerse, y eso despertó un dolor punzante en el costado. A su alrededor, el barco gemía ocasionalmente con los característicos crujidos de las cuerdas y la madera, y en algún lugar indeterminado, unas gaviotas peleaban con graznidos discordantes.
Descubrió con cierto pesar que la ropa no se había secado del todo, y la garganta le dolía al tragar, como si se hubiera hinchado. Un gripazo, pensó con cierta indiferencia; tenía problemas más importantes que atender. Un rápido vistazo alrededor le permitió comprobar que no había ningún caminante en cubierta, aunque el aspecto de ésta era mucho más desolador de lo que había intuido por la noche. Pasó la mano por las tablas que conformaban la pared y acarició unas pequeñas hendiduras con las yemas de los dedos. Sabía muy bien qué las había causado: eran disparos de bala, y se veían por todas partes, destrozando la madera aquí y allí. Las mesas y sillas que habían conformado una terraza agradable se encontraban ahora apiladas en una esquina, trabadas por una de las barandillas que impedía que cayeran al agua. Suponía que toda la ciudad estaba llena de escenarios capaces de contar historias por sí solos, escenarios terribles de supervivencia, y aquél debió de haber sido uno de ellos.
Sabía que en aquel barco había al menos un restaurante, y por lo tanto, en alguna parte debía haber una despensa con alimentos no perecederos. Hacía veinticuatro horas que no probaba bocado y vaya si habría podido servirse de alguna de las cosas que podían encontrarse con facilidad: latas de fruta en almíbar, jamón cocido, o incluso una de esas bolsas de patatas cuya fecha de caducidad parecía diseñada para superar a la de la humanidad. Sin embargo, tampoco ahora iba a aventurarse por sus bodegas interiores. No solo, y no desarmado.
Descendió del barco sirviéndose del mismo mástil caído. La superficie del muelle seguía despejada, y la entrada del puerto, si bien todavía abarrotada de espectros, no estaba ya tan masificada. Típico, pensó Dozer. Solían moverse en oleadas, atendiendo quién sabe qué suerte de instinto gregario. Por la mañana podían estar dando golpes contra la puerta de un comercio y por la noche dos calles más abajo, más interesados en una pared lisa, como recién encalada.
El agua todavía era un espectáculo pavoroso. Dozer se llevó la mano al rostro para poder ver mejor en la distancia, y su cara se contrajo en una mueca de horror. Allí continuaban agitándose todos los caminantes que habían caído al mar, chapoteando absurdamente con furiosa determinación. Casi podía oír sus gritos desde allí. ¿Cuánto tiempo continuarían intentando no hundirse? Lo que quiera que fuese que los mantuviera en movimiento, ¿sería capaz de darles cuerda como para seguir luchando por toda la eternidad?, ¿perderían el estímulo y se irían lentamente a pique? Se estremeció, sacudido por un escalofrío, al imaginar el fondo marino lleno de aquellas cosas, meciéndose suavemente al son de las corrientes, con los ojos blancos vueltos hacia la luz que se filtraba desde la superficie.
Después de un rato, se decidió a acercarse al muro que separaba el puerto de una avenida arbolada. Al otro lado de aquella carretera se encontraba el Parque de Málaga, una confusa maraña de senderos y pequeñas parcelas llenas de bulliciosa vegetación. Lo que en otro tiempo resultaba una visión pacífica y agradable, era ahora una promesa de muerte: sus mil rincones sumidos en penumbra podían ser el cubil perfecto de atroces emboscadas. En silencio, agradeció que su plan para volver a casa no pasase por allí. No atravesaría la ciudad, algo de todas formas completamente imposible, pues sus calles eran un hervidero de zombis y vehículos abandonados atascando las calles. Eso provocaba que cualquier desplazamiento resultase una epopeya de proporciones bíblicas, un viaje a través del infierno que sólo podía acabar en tragedia.
Mientras se acercaba con paso deliberadamente lento hacia el muro exterior, reflexionó sobre cómo habían resuelto el problema de transitar de un lado a otro. No recordaba quién tuvo la idea, o cuándo empezaron a hacerlo, pero se servían de la enmarañada red de túneles subterráneos que constituían las alcantarillas para moverse de forma segura. Eran más que una compleja suerte de galerías que recorrían el subsuelo de la ciudad, eran un pasaporte prácticamente seguro porque los zombis habían demostrado tener una coordinación psicomotriz más que pobre. Eran simplemente incapaces de ascender o bajar por una escalera de mano, y mucho menos por los mínimos enganches metálicos que tan a menudo encontraban en los colectores de la ciudad. Allí abajo la luz era insuficiente y olía a cien mil demonios, pero no había podredumbre en el mundo que justificase no usar esa afortunada vía alternativa.
Cuando Dozer llegó hasta el muro que protegía el recinto del puerto, sin embargo, se encontró con una escena que, aunque no inesperada del todo, le hizo esbozar una mueca. Las figuras errantes y taciturnas de los caminantes llenaban la calle; vagaban, con ese aire ausente y ensimismado, hacia un lado y hacia otro. El que estaba más próximo tenía una suerte de pelo ralo y enmarañado que crecía en una piel negruzca y cuarteada. Dozer supuso que, en algún momento de su periplo como muerto viviente, su cabello debió arder como una tea. El que estaba al lado tenía los brazos retraídos sobre el cuerpo, donde abrazaba con furiosa resolución un objeto inidentificable.
¿Un osito?, ¿un trapo?, ¿otra cosa?
Dozer chasqueó la lengua. De haber tenido su fusil, la escena no le hubiera preocupado en demasía, pero si no se movía con la suficiente rapidez, aquellas cosas muertas repararían en él y se reactivarían, como si una mano invisible hubiera agitado una bandera en señal de luz verde. Lo había visto tantas veces… saldrían de su ensimismamiento para concentrar en él sus miradas furiosas, y se pondrían en marcha con el ímpetu ciego de un toro de lidia.
Llegado a ese punto, flexionó las rodillas para mantenerse tan oculto como fuera posible. No quería que alguno de ellos le descubriera mientras localizaba su objetivo: una tapa viable. Mientras lo hacía, inconscientemente, su mente escoró hacia los primeros días de la pandemia, cuando discutían sobre la viabilidad de los túneles colectores, y con dolor todavía palpitante, Dozer recordó las palabras de su amigo Uriguen:
—Las tapas de alcantarilla —decía— son algo que pasa desapercibido en el quehacer diario de cualquier persona de a pie, pero en un mundo sumido en el terror de los muertos vivientes, adquieren una nueva dimensión.
—¿La dimensión desconocida? —bromeaba Susana.
—Escuchad, pimpollos, que os va la vida en ello —insistía Uriguen—. En primer lugar, desechad las tapas cuadradas. No queremos tapas cuadradas, porque suelen conducir a agujeros de unos veinte centímetros con conexiones eléctricas o de otro tipo. Las practicables son las redondas.
—¿Y eso atiende a alguna razón? —quería saber Susana.
—Naturalmente —resolvía Uriguen, con aire de suficiencia—. El motivo de su forma atiende a una sencilla cuestión geométrica; si fuesen cuadradas, al ser la diagonal más larga que el lado, la tapa podría colarse por el agujero y ésta caería dentro. Al ser circulares, es imposible que la tapa se caiga por el agujero. Por eso, las que son practicables, son siempre redondas.
—¡Vaya! —exclamaba José, asintiendo pensativamente.
—Y otra cosa —decía Uriguen en el recuerdo brumoso de su pensamiento inconsciente—: las tapas que van montadas sobre el asfalto suelen ser más pesadas y resistentes que las de las aceras, por lo que en un momento de aprieto, pasad de ellas. Están hechas así para soportar el peso de los vehículos.
Y por último, con el recuerdo desvaneciéndose de su cadena de pensamientos como un jirón de niebla que se deshace, Susana reía de buena gana diciendo:
—Desde luego, ¡la Pandemia Zombi te lleva a unos grados de especialización insospechados!
Sacudiendo la cabeza, Dozer volvió lentamente a la escena. Estudió la reja. Tenía algunos nudos metálicos que hacían las veces de embellecedores, pero de los que se serviría para trepar con cierta rapidez. La rapidez era la clave. Tenía que llegar a lo más alto, pasar con cuidado por encima de los penachos acabados en punta y saltar hasta el suelo. Todo en cuestión de segundos. Si se descuidaba e invertía demasiado tiempo en hacer todo eso, los zombis se abalanzarían sobre él y lo tendrían agarrado antes de que llegara siquiera a la tapa.
Y uno no se escapa de los zombis cuando te agarran.
Retirar la tapa de alcantarilla era otra cosa. Siempre llevaban consigo un gancho o una varilla acabada en una T metálica, pero la mochila, como el resto de las cosas útiles, estaba en el fondo del puerto, probablemente a los pies de alguno de aquellos zombis con los pulmones y el estómago llenos de agua. Por lo tanto debía añadir al menos treinta segundos adicionales para forcejear con la dichosa alcantarilla. En treinta segundos, un muerto puede hacerte girar la cabeza más allá de lo humanamente posible. En treinta segundos, uno podía irse por el jodido agujero del olvido eterno.
Por un segundo, pensó en utilizar alguna treta sacada de alguna vieja peli de espías: algo como arrojar un objeto metálico y pesado a la otra punta de la calle. Pero estaba seguro de que eso no funcionaría con los caminantes. No perseguirían la fuente del sonido, simplemente se enervarían y empezarían a buscar alrededor, agitando sus cabezas con gestos espasmódicos. Y entonces no llegaría nunca al otro lado: los tendría allí mismo, introduciendo sus brazos descarnados a través de la reja, con las manos anhelantes y sedientas de carne.
Respiró profundamente; una, dos y hasta tres veces, antes de ponerse en marcha. Dozer era un hombre corpulento, y los músculos de sus brazos eran abultados y redondos como bolas de billar, por lo que verlo saltar y encaramarse a la reja con aquella rapidez resultaba un espectáculo, cuanto menos, chocante. En apenas un instante, su gran corpachón volaba literalmente por encima de la reja y caía sobre el suelo, con las piernas flexionadas, y aprovechaba esa posición para impulsarse y lanzarse hacia delante, a la carrera. Incluso en esos momentos de febril actividad mental, dedicó unos pensamientos a sus compañeros. Hacía demasiado tiempo que funcionaban como un equipo, que no salían solos. Era una regla de oro no escrita; y se le hacía raro que Susana no estuviera detrás, cubriendo sus movimientos a golpe de gatillo.
Dozer recorrió la distancia que le separaba de la apertura en un tiempo récord, batiendo sus robustas piernas con toda la potencia de que era capaz. Cruzó como una estela al lado de dos zombis que se pusieron rígidos como si un viento helado les hubiera cogido de improviso, y los dejó atrás, girando sobre sí mismos con las bocas abiertas. Al lado de la tapa había un muerto que caminaba con las piernas entreabiertas, ligeramente combadas hacia dentro. Parecía mirarle con una expresión de sorpresa, como si en su cerebro una pequeña válvula de alerta estuviera empezando a calentarse y a iluminar, todavía tibia. Dozer llegó hasta él y embistió como un tren de carga, lanzándolo contra el muro bajo que delimitaba el parque. El golpe fue contundente. Allí quedó como Dozer quería: quebrado y confundido, con los brazos bajo el cuerpo doblado y la cabeza ladeada hacia arriba, donde las ramas de los árboles se mecían ajenas a todo.
No quiso darse tiempo para examinar el entorno. No necesitaba saber si iban a por él o no; sólo quería poner toda su atención en abrir la tapa, porque de lo contrario, caería en la trampa de quedarse paralizado por la tensión del momento. Tenía experiencia, sí, pero la visión de una horda de muertos acercándose a paso precipitado siempre era algo capaz de congelarte la sangre en las venas.
La tapa, por el amor de Dios, la tapa…
Era vieja y las inscripciones, si una vez las hubo, estaban prácticamente desgastadas. Los bordes eran irregulares y se confundían con el pavimento, como si el tiempo hubiera vuelto el contorno difuso y abstracto. Pero, no obstante, alargó la mano hacia las diminutas aberturas y deslizó los dedos por ellas.
El primer tirón le provocó una sensación de alarma que se transformó en una oleada de pánico que recorrió todo su cuerpo. No se movió lo más mínimo, como si se tratase en efecto de una sola pieza. A su alrededor, los muertos habían empezado a aullar, y a media distancia, otros se unían ya al bramido áspero de los primeros. Sabía que tenía apenas unos pocos segundos antes de que sintiera la garra apremiante de la muerte hincándose en su espalda, pero la tapa no cedía.
Los músculos de sus brazos emergieron de entre la carne y se tensaron, y en su cuello afloraron una decena de tendones. Apretó los dientes y cerró los ojos, concentrándose en ejercer un poco más de fuerza cada vez. Intentaba no escuchar, no sentir temor, y las yemas de sus dedos, hundidos en las aberturas de la tapa, se volvieron blancas. Por fin, cuando creía sentir ya el aliento cálido e infame de los muertos a su espalda, la tapa cedió con un sonido ronco y pétreo, que incluso en la premura del momento le recordó a las sólidas puertas de los nichos.
El sol se filtraba a través de las copas de los árboles y tejía su cuerpo de luces y de sombras, y cuando Dozer levantó la tapa hasta la parte superior de su torso y la hizo girar para imprimirle impulso, un destello luminoso en el borde fruncido de la tapa confirió a su imagen el recuerdo de un Hércules furibundo. Una acción en verdad colosal, porque la tapa, de hierro dúctil, alcanzaba los cincuenta kilos. Los caminantes a la carrera cayeron derribados a uno y otro lado, como las huestes de un ejército desmañado y caótico. Por fin, dejó caer la cubierta al suelo y fijó la vista al frente. Apretó los dientes; ante sí tenía la visión espantosa de un tropel de muertos vivientes acercándose peligrosamente.
Por un instante que pareció infinito, Dozer se sintió transportado. Por sus venas corría un torrente de rabia renovada. No se quedó petrificado, como había temido. Algo interno había reventado de una vez por todas, quizá para siempre, y todo el estrés y el vacío espantoso que había estado padeciendo se liberaron como la explosión de una supernova en la profundidad del espacio. Allí delante estaban esas… cosas. Ésas atrocidades nauseabundas que lo habían cambiado todo, que habían acabado con Uriguen, y con su hermano. Habían asesinado a todos los amigos y compañeros que había tenido, a la hermosa Vanesa, al hombre que le traía tabaco de Gibraltar a bajo precio. A todo el mundo. Los… odiaba. Si alguna vez había sentido pena por ellos, porque una vez fueron Vanesa y el hombre que traficaba con tabaco, ahora sentía un odio real y casi palpable, intenso y despiadado.
Enseñó los dientes como un animal embravecido y, cegado por una bruma blanca de rabia, se abalanzó hacia ellos. La mandíbula le temblaba de forma descontrolada y las uñas se le clavaban en las palmas de los puños cerrados.
Embistió contra los muertos como un ejército de un solo hombre. Su puño voló con la rapidez de un relámpago e impactó en la mandíbula del primero de los monstruos. El sonido del crujir de huesos rasgó el aire con insolencia, grosero y estremecedor, pero Dozer no se detuvo ahí. Sus brazos bombeaban golpes con la cadencia de una perforadora hidráulica, y los espectros caían ante su devastadora potencia. Sus cuerpos se doblaban en ángulos inverosímiles, desmañados, torpes como fardos sin vida, y cuando caían lo hacían sin los instintos naturales de protección que el ser humano desarrolla: caían de bruces, pero nunca ponían las manos para protegerse; se trababan con sus propias piernas y perdían el equilibrio.
Mientras descargaba sus violentos envites, uno de los muertos estiró los brazos y consiguió arañarle el rostro; sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, en sincronía con su mandíbula. Sorprendido por la ferocidad animal de su enemigo, sintió que tomaba conciencia de la situación. Pestañeó un instante y echó el cuerpo hacia atrás, intentando esquivar los dedos largos y huesudos, y de pronto cayó en la cuenta: había avanzado demasiado. Los espectros que había derribado ya luchaban por incorporarse, y detrás de éstos, una segunda fila ganaba terreno a cada segundo. Los ojos blancos de todos ellos le buscaban.
Dozer trastabilló, súbitamente sobrecogido. La furia repentina que había experimentado estaba desapareciendo, como jirones de una débil niebla arrastrada por el viento. En su lugar afloraba ahora una creciente sensación de terror, que le atenazaba la base de la nuca, impidiéndole la movilidad. Un par de garras le atraparon finalmente, asiéndole por la espalda. Dozer se sacudió como pudo, pero los dedos se hincaban en su carne con una persistencia letal. Abrió la boca, pero no pudo gritar.
En medio de la contienda, divisó de pronto la boca del alcantarillado. Era un ojo ciego, miserable y oscuro, en mitad de la acera, pero se le antojaba como el claro de nubes en el cielo borrascoso de una tormenta; jamás había visto a un caminante capaz de coordinar sus movimientos de manera correcta para adentrarse por una, así que si podía llegar a ella, estaría salvado. Cerró los puños y golpeó al ser monstruoso que le tenía agarrado. Le faltaba toda la carne de la mejilla derecha, y la piel colgaba allí en tirajas espeluznantes. Asqueado, empujó y tiró con toda la fuerza de que era capaz, mientras el aire se incendiaba con los gritos agudos de los muertos. Sabía que, si no se libraba en los próximos segundos, tendría a otros encima, y acabarían por tirarle al suelo, de donde ya sólo se levantaría con la mirada ausente y los ojos en blanco.
Por fin, animado por una ocurrencia desesperada, Dozer se abrazó al muerto viviente, atrayéndole hacia sí. Lo rodeó con sus fuertes brazos y lo levantó en volandas sin mucho esfuerzo. El zombi agitaba la cabeza con los ojos despavoridos, frenético, dando dentelladas al aire. Su pelo era una maraña grasienta y desaseada, y Dozer se revolvió, asqueado por el hedor insoportable de su podredumbre. Entonces, con el espectro aún en volandas, avanzó hacia la boca de alcantarilla y se lanzó por ella, erguido cuan alto era y con los pies por delante. Desaparecieron en el acto, justo cuando una caterva de garras crispadas parecían estar a punto de atraparles.
Cayeron a plomo, recorriendo los tres metros que les separaban del fondo. Allí, convertidos en un barullo de piernas y brazos, se toparon con una suerte de barrizal fangoso, que era a la vez frío y húmedo. Rodaron por el suelo, pese a que la mayor parte del golpe lo amortiguó Dozer con sus piernas, hasta que dieron contra un charco de agua pútrida. Al remover su superficie, una vaharada de un olor pestilente golpeó su nariz como un mazazo.
Se incorporó como pudo, sumido en tinieblas. Su mente procesaba los diferentes elementos con una rapidez pasmosa: la textura de los cuerpos desconocidos que flotaban en el charco, la humedad detestable que impregnaba su ropa, los gritos histéricos de los muertos encima de ellos, y la mirada furibunda y terrible del ser espantoso que se estaba levantando, a cuatro patas, frente a él.
De pronto se estremeció… la luz, faltaba luz, ¿acaso no veía ya las cosas con la misma claridad que antes? Volvió la cabeza hacia arriba, y observó con profunda consternación cómo la abertura de la tapa había quedado cubierta por una decena de brazos extendidos. Cabezas, brazos, manos y bocas abiertas, supurando una suerte de limo negro, impedían que entrara la luz del sol.
¡Apenas veía a su enemigo!
Su oído lo registraba todo: un pequeño chapoteo justo delante, un ruido en algún lugar a su derecha… El espectro parecía tener los mismos problemas que él para orientarse y desenvolverse en la oscuridad. Alargó la mano para buscar la pared del túnel y cuando palpó sus frías paredes, recuperó la orientación. Decidió escabullirse. No iba a luchar con aquel animal en la oscuridad, no sin ver por dónde venían sus ataques, dónde estaban sus fauces. Los había visto atacar antes, y ellos sacudían dentelladas tan pronto tenían la oportunidad. Y si su sangre se mezclaba con la del muerto, entonces todo estaría perdido.
Caminó despacio, de espaldas, con una mano alzada hacia delante por si el zombi conseguía llegar hasta él. Si eso ocurría, necesitaba saberlo, y salir corriendo como alma que lleva el diablo. De hecho, aunque su cerebro le urgía a huir cuanto antes, intentaba no hacer ruido, sobre todo por el agua cenagosa que le llegaba hasta la pantorrilla.
Despacio. Gluc… gluuuc. Despacio…
Después de unos instantes, el sonido de la jauría de zombis se había atenuado notablemente. No sabía dónde podría encontrarse el espectro que le había acompañado hasta el túnel, pero tampoco podía oírle. Quizá, se dijo, había tomado el ramal opuesto, o se había quedado en trance al carecer de estímulos visuales claros. Se dio la vuelta y comenzó a avanzar, respirando fatigosamente.
Tras un rato, empezó a sentirse mejor. Lo había conseguido; se estaba alejando. La sensación de estar por fin en camino hacia casa era maravillosa, e incluso anegado como estaba en una oscuridad impenetrable, sonreía, pero sin ser consciente de ello.
Sólo era consciente de una cosa. Jesús… cómo necesitaba un cigarro.