Lo primero que vi fue una deslumbrante luz de neón. Lo que pensé fue lo siguiente: espero que, en este intervalo de tiempo, alguien se haya ocupado del ejército de Wenck[74]. Luego paseé la mirada por la habitación, y algunos aparatos pusieron rápidamente de manifiesto que en aquellos momentos el ejército de Wenck no era un asunto de especial urgencia.
A mi lado había una suerte de perchero en el que habían enganchado varias bolsas de plástico. Su contenido me goteaba despacio en el brazo que no estaba metido en una rígida envoltura de yeso. No era muy fácil tomar nota de todo aquello, ya que no podía abrir el ojo que estaba en el lado desprovisto de yeso. Ese hecho me desconcertó. En apariencia, todo aquello debería causar mucho dolor, pero yo no tenía dolores, sólo un constante zumbido en la cabeza. Moví esta para sacar algo más en limpio, luego la levanté con cuidado, lo que trajo consigo un súbito y punzante dolor en la caja torácica.
Oí cómo, al otro lado de mi rostro, se abría una puerta. Decidí no mirar. Sobre el lomo de mi nariz emergió cautelosamente la cabeza de una enfermera.
—¿Está despierto?
—… —dije. Eso quería ser la pregunta por la fecha en que estábamos, pero de mi boca sólo salió una mezcla de tos y carraspera.
—Muy bien —dijo—, no se duerma otra vez, por favor, buscaré un médico.
—… —carraspeé como respuesta.
Sin embargo, ya se veía que el daño, probablemente, no duraría mucho, que sólo había cierta paralización de la musculatura laríngea, sin duda por no haber sido utilizada durante bastante tiempo. Revolví un poco más el ojo que funcionaba. En mi campo visual había una mesita, y encima un teléfono y un ramo de flores. Vi un aparato que probablemente vigilaba mi pulso. Traté de mover las piernas, pero lo dejé estar enseguida, me di cuenta al momento de que aquello acarreaba dolores. En su lugar pasé a hacer pequeños ejercicios de fonación; al fin y al cabo era de suponer que yo plantearía alguna que otra pregunta al médico que me trataba.
Lo cierto es que no ocurrió nada durante bastante tiempo. Había olvidado cómo solían funcionar los hospitales cuando no se era el Führer y canciller del Reich. El paciente debe descansar, pero en el fondo no hace otra cosa que esperar. Espera que lleguen enfermeras, médicos, tratamientos; aparentemente, todo ocurre «pronto» o «enseguida», pero «enseguida» equivale a «dentro de media hora o tres cuartos», y «pronto» significa «dentro de una hora o más».
Sentí una urgente necesidad, y al punto noté que también en ese aspecto se habían tomado ciertas medidas preventivas. Después me habría gustado ver un poco la televisión, pero su manejo me resultaba tan enigmático como físicamente imposible. Así que contemplé inmóvil la pared de enfrente y traté de reconstruir los hechos recientes. Recordé un momento del transporte en una ambulancia, recordé cómo gritaba la señorita Krömeier, y lo irritante era que me pasaba una y otra vez por la cabeza aquella película en la que yo celebraba la capitulación de Francia poniéndome de pronto a bailar o a saltar de alegría. Pero no llevaba uniforme, sino un tutú de color turquesa. Luego Göring, que llevaba de la brida dos renos ensillados, se acercaba a mí y decía: «Mi Führer, cuando vaya a Polonia haga el favor de traerme un poco de requesón, y esta noche nos prepararé un pastel exquisito». Yo me contemplaba de arriba abajo, le miraba después a él desconcertado y decía: «¡Göring, estúpido! ¿No ve que no tengo ninguna bolsa?» Entonces Göring rompía a llorar y alguien me sacudía los hombros.
—¡Señor Hitler! ¡Señor Hitler!
Sobresaltado, me incorporé, al menos en la medida en que podía hacerlo.
—El médico de planta ya está aquí.
Un joven de bata blanca me tendió la mano, que estreché apenas.
—Vaya, parece que esto va mejor —dijo—. Soy el doctor Radulescu.
—Para el apellido que tiene, es admirable su falta de acento —tartajeé.
—Para el estado en que está, es admirable su locuacidad —dijo el doctor de importación—. ¿Sabe cómo he conseguido esta falta de acento?
Hice un gesto negativo y cansino con la cabeza.
—Trece años de enseñanza escolar, nueve semestres de carrera de medicina, dos años de prácticas en el extranjero, y luego me casé con mi mujer y adopté su apellido.
Asentí. Luego tosí; al punto, debido a los dolores, intenté no toser pero dar al mismo tiempo una impresión de firmeza y de don de mando, con el resultado de que no expulsé por la nariz ciertas partículas bastante antiestéticas. De un modo general, no me encontraba a gusto en absoluto.
—Antes que nada: está usted mucho mejor de salud de lo que aparenta. No tiene nada irreparable o que no se arregle con un poco de tiempo…
—Mi…, ¿voz…? —gemí—, soy orador.
—A la voz no le pasa absolutamente nada, sólo le falta ejercicio, por eso tiene la garganta seca. En cualquier caso, tiene que beber y beber. Y por lo que veo —dijo tras una mirada al borde de mi cama—, ahora no tiene ni que preocuparse por la evacuación. A ver, ¿qué más tenemos? Tiene usted una fractura de pómulo muy desagradable, una grave conmoción cerebral. Tiene fuertes contusiones en la mandíbula; que no haya habido fractura ahí es lo más asombroso de todo. Los colegas de urgencias adivinaron enseguida que se trataba de un puño de acero; si eso es cierto, puede dar varias veces las gracias a su Dios. El ojo hinchado es feo de ver, pero volverá a funcionar. Debajo tenemos una clavícula rota, un brazo roto —fractura limpia, eso es ideal—, cinco costillas rotas, y hemos tenido que abrirle para arreglar la rasgadura del hígado. Puedo certificarle una cosa a este respecto: tiene usted uno de los hígados más hermosos que he visto nunca. No bebe, ¿verdad?
Asentí débilmente:
—Y soy vegetariano.
—Son unos valores estupendos, de verdad. Con ellos puede llegar a los ciento veinte años.
—No bastará —dije con aire ausente.
—Bueno, bueno —rio—. Aún tiene mucho por delante. No veo problemas ahí. Sólo tiene que esperar un poco.
—Tendría que poner una denuncia —dijo la enfermera.
—¡Qué más quisieran ellos! Lo que habría dado Röhm por que yo le denunciara…
—No soy su abogado —dijo el médico de apellido rumano—, pero con semejantes lesiones…
—Devolveré el golpe a mi manera —dije tosiendo, y al decirlo pensé que nunca había soltado una amenaza más huera—. Vale más que me diga cuánto tiempo quiere retenerme aquí.
—Una o dos semanas, si no hay complicaciones, a lo mejor un poco más. En casa podrá esperar a que las heridas cicatricen y todo vuelva a su ser. Y ahora duerma un poco. Y reflexione sobre la denuncia, la enfermera tiene toda la razón. Hay que poner la otra mejilla, vale, pero no por eso está permitido, ni mucho menos, que se la machaquen a uno de esta manera.
—Y piense también en la lista de platos. —La enfermera me ponía delante un plan de comidas—. Tenemos que saber lo que quiere comer mientras esté con nosotros.
Devolví la lista.
—Nada especial. El rancho de todo el mundo. Vegetariano. Como los antiguos griegos.
Me miró, luego suspiró, hizo como una docena de crucecitas y volvió a presentarme la carta:
—La firma sí que tiene que ser de usted.
Firmé sin fuerza con la mano que podía mover. Luego me desvanecí otra vez.
Estaba en una parada de autobús en Ucrania, tenía en las manos una fuente enorme llena de requesón.
Göring no estaba, y recuerdo muy bien cuánto me fastidió eso.