xxvi

Llegar a cierta edad siempre ha tenido sus ventajas. Estoy por ejemplo muy contento de haber empezado con la política a los treinta años, a una edad en la que el hombre llega a un primer descanso, también físico y sexual, y por eso puede concentrarse con toda su fuerza en sus propios objetivos sin que el amor físico le quite constantemente el tiempo y la calma. Por lo demás, también ocurre que la edad determina las exigencias que el entorno nos pide: si el pueblo elige un Führer de, digamos, veinte años y este no se interesa por mujer alguna, no cabe duda de que inmediatamente empieza el chismorreo. ¿Qué extraño Führer es este?, comentan enseguida; ¿por qué no se busca una mujer? ¿No quiere? ¿No puede? Pero a los cuarenta y cuatro años, como en mi caso, si el Führer no se busca enseguida una compañera, el pueblo piensa: bueno, no es indispensable, probablemente ya tiene una. Y también: qué bien que se ocupe sólo de nosotros. Y así sucesivamente. Cuanto mayor se es, tanto más se representa el papel del sabio, incluso sin quererlo uno, dicho sea de paso. Ahí está ese Helmut Schmidt, ese provecto ex «canciller federal»: ese hombre tiene la absoluta libertad del bufón y puede decir todas las tonterías que le pasan por la cabeza. Lo sientan en una silla de ruedas, donde consume un cigarrillo tras otro, y en un estilo insoportablemente aburrido proclama los más necios lugares comunes. Ese hombre no ha comprendido absolutamente nada, y cuando uno se informa sobre él, resulta que su fama se basa sólo en dos hechos ridículos: que cuando hubo una inundación en Hamburgo pidió ayuda al ejército, para lo que no hay que ser un genio, y que dejó al industrial Schleyer[58] en manos de los criminales comunistas que lo habían secuestrado, lo que para él no puede haber sido gran cosa y hasta casaba bastante con sus ideas, ya que Schleyer había estado largos años en mis SS y por eso el socialdemócrata Schmidt seguro que no lo tragaba. Pero en fin, casi cuarenta años después esa chimenea rodante recorre el país como un oráculo viviente hasta el punto de que uno podría pensar que el mismo Dios ha bajado a la Tierra.

Y para volver al tema: de ese señor nadie espera, como es natural, que sea un mujeriego.

La ventaja, sin duda, de tener algo más de ciento veinte años es sobre todo táctica: el adversario político no cuenta con ello y está desprevenido. Él espera una apariencia o una constitución física distintas, en general niega por completo la realidad porque no puede ser lo que no debe ser. Eso trae consecuencias muy «desagradables»: por ejemplo, poco después de la guerra se declaró criminal toda la actuación del gobierno nacionalsocialista, algo completamente abstruso, pues al fin y al cabo era un gobierno elegido por votación. Y se ha establecido que esos «crímenes» no prescriban nunca, lo que siempre suena bien en los oídos de esos sensibleros gusanos parlamentarios, aunque quisiera ver, dentro de trescientos años, quién se acuerda de la chusma que hoy está en el gobierno. La empresa Flashlight recibió enseguida, en efecto, un escrito oficial del Ministerio Fiscal comunicando que había habido llamadas de no sé qué necios y que también habían llegado varias denuncias por ese género de delitos. Pero que, evidentemente, se habían suspendido las diligencias al momento porque yo no podía ser quien afirmaba ser y en mi condición de artista disponía de una libertad muy distinta, etcétera, etcétera.

Ahí se ve una vez más que hasta la gente sencilla del Ministerio Fiscal entiende de arte mucho más que esos profesores de la Academia de Viena. Los fiscales son desde luego, tanto entonces como ahora, unos idiotas de oficio, sólo entienden de leyes, pero al menos reconocen a un artista cuando lo ven.

Cuando llegué a mi despacho avanzada la mañana, la señorita Krömeier me puso al corriente de ese escrito y yo lo tomé como buen comienzo de un día en el que pensaba terminar de una vez por todas la polémica con el Bild-Zeitung.

Lo molesto es que antes tuve que ponerme de acuerdo con la señora Bellini en cuanto a mi discurso, y eso me resultaba enormemente desagradable sobre todo porque la señora Bellini se presentó con el abogado de la casa y ya se sabe la opinión que a uno le merecen los leguleyos. Para mi gran sorpresa, aquel burócrata no puso objeciones, o sólo alguna de poca monta que la señora Bellini pasó por alto con un enérgico «¡Lo haremos de todos modos!».

Aún disponía de algún tiempo, así que me fui a mi despacho. Sawatzki salía de allí en ese momento y me dijo que había estado buscándome y que me había dejado unas primeras muestras de la línea de producción, y que le alegraba pensar en el día del ajuste de cuentas y cosas por el estilo, lo que me pareció de una superficialidad irritante. Porque además yo ya había visto las muestras el día anterior: tazas de café, pegatinas, camisetas deportivas, que ahora se llamaban, conforme a la moda americana, t-shirts. No obstante, el entusiasmo de Sawatzki seguía inspirando enorme confianza.

—A las 22.57 empezamos a contestar al fuego enemigo —dijo todo excitado.

No dije nada, lleno de curiosidad.

Y entonces añadió: «¡De ahora en adelante cada sílaba será repelida con una sílaba!»[59]

Sonreí satisfecho y fui a mi oficina, donde la señorita Krömeier ensayaba nuevos tipos de letra para el discurso. Reflexioné un momento sobre si sería bueno crear un nuevo tipo de escritura. Al fin y al cabo, he diseñado condecoraciones o también el símbolo de la cruz gamada, en campo blanco sobre fondo rojo, para el NSDAP; por fin se veía y se ve que yo soy quien mejor sabe realizar la letra ideal para un movimiento nacional. Entonces pensé que en breve los dibujantes de las imprentas discutirían sobre si poner el texto en «supernegra Hitler», y rechacé la idea.

—¿Hay algo nuevo en las muestras? —pregunté de pasada.

—¿Qué muestras, mi Führer?

—Pues las que acaba de traer por aquí el señor Sawatzki.

—Ah, vale —dijo—, claro. No, son sólo dos tazas.

Y luego echó mano de un pañuelo y se sonó muy, muy a fondo. Cuando terminó, su cara estaba llamativamente roja. Pero no de llorar, sino como animada. En cuanto a mí, tampoco me chupo el dedo:

—Dígame, señorita Krömeier —conjeturé—: ¿es posible que en los últimos tiempos esté conociendo un poco mejor al señor Sawatzki…?

Rio insegura.

—¿Y eso sería malo?

—Eso no me concierne en absoluto…

—No, no, si usted me ha preguntado, yo respondo con otra pregunta: ¿qué le parece a usted el señor Sawatzki, mi Führer?

—De espíritu emprendedor, con capacidad de entusiasmo…

—No, usted ya sabe. En los últimos tiempos está de lo más tratable y viene por aquí bastante, y…, lo que yo pregunto: ¿qué le parece a usted…, así, como hombre? ¿Cree que uno así iría conmigo?

—Bueno —dije, y por un momento me pasó por la cabeza la señora Junge—, no sería la primera vez que dos corazones se encuentran en mi antedespacho. ¿El señor Sawatzki y usted? Creo que se lo pueden pasar muy bien juntos.

—Eso es verdad —dijo la señorita Krömeier con rostro radiante—, es un verdadero cielo. Pero no le diga que le he dicho eso.

Le aseguré que podía confiar en mi discreción.

—¿Y usted? —preguntó después casi un poco preocupada—, ¿está nervioso?

—¿Por qué iba a estarlo?

—Es increíble —dijo—. Yo he visto a varios de esos tipos de la tele, pero usted es de verdad el que menos se altera.

—En este oficio hay que tener agua helada en las venas —dije.

—¡Deles una buena tunda! —dijo con voz firme.

—¿Lo verá usted?

—Estaré entre bambalinas —dijo con orgullo—. También tengo ya puesta una de las t-shirts, mi Führer.

Y antes de que yo pudiera decir nada, bajó con brío la cremallera de la chaqueta negra y me enseñó orgullosa la camiseta.

—Pero ¡cómo se le ocurre! —dije con severidad. Y cuando volvió a cerrar deprisa la chaqueta, añadí con más suavidad—: ¡Que lleve usted algo que no sea negro…!

—Sólo por usted, mi Führer.

Me puse en marcha. El chófer de la empresa me llevó al estudio donde ya esperaba Jenny, que me saludó en voz alta con un «¡Hola, tío Ralf!». Yo ya había renunciado a corregirla, pues además suponía con bastante seguridad que se estaba permitiendo gastarme esa broma permanentemente. En las semanas anteriores ya había sido el tío Ulf, después el tío Golf, el tío Schilf y el tío Torf. No estaba seguro de si podría fiarme de ella cuando hubiera que jugarse el todo por el todo; a largo plazo, sin embargo, su ligereza socavaría de seguro la moral: por eso en mi fuero interno ya la había puesto en una lista. Si después de la primera ola de detenciones no ponía término a tales cosas, la tenía en cuenta para la segunda ola. De momento no dejé que se me notara nada, claro, cuando me llevó a mi vestuario donde ya esperaba la señora Elke.

—Quitad de en medio los polvos, llega el señor Hitler —rio—. Hoy es el gran día, según me han dicho.

—Depende de para quién —dije, y me senté.

—Confiamos en usted.

—«Nuestra última esperanza: Hitler» —dije pensativo—. Como antes, en los carteles…

—Pero es cargar un poco la mano… —dijo.

—Pues quite un poco —la apremié preocupado—, no quiero parecer un payaso.

—Lo que quería decir era…, mire, olvídelo. Con usted no hace falta mucho. Es el hombre de la piel ideal. Salga y enséñeles cómo se hacen las cosas.

Me metí entre bastidores para esperar a que Wizgür me anunciara. Lo hacía cada vez de peor gana, pero había que reconocer que los no iniciados no podían notar su aversión.

—Señoras y señores: para el equilibrio multicultural, ven ustedes ahora Alemania con los ojos de un alemán: ¡Adolf Hitler!

Una entusiástica ovación fue el saludo. Con cada emisión, las actuaciones se habían vuelto cada vez más sencillas. Se había desarrollado una suerte de ritual, como antaño en el Sportpalast. Un inmenso júbilo, que yo, mortalmente serio y sin decir palabra durante varios minutos, reducía a un silencio absoluto. Sólo entonces, en esa tensión entre las expectativas de la masa y la voluntad férrea del individuo, levantaba la voz.

En los últimos tiempos…

he leído…

varias veces…

cosas acerca de mí…

en el periódico.

A eso me tiene habituado

la embustera prensa liberal.

Pero en los últimos tiempos se ha sumado un periódico

que hace muy poco publicó algunos comentarios

muy atinados sobre los griegos.

O sobre determinados turcos.

Y zánganos.

Y ahora me han criticado en ese periódico

por ciertas afirmaciones que…

iban en esa misma dirección.

Plantearon allí «preguntas»,

como la de quién era yo.

Por mencionar sólo la más estúpida. Eso fue razón suficiente para que yo empezase a preguntarme:

¿qué clase de periódico es este?

¿Qué clase de gaceta es esta?

Pregunté a mis colaboradores.

Mis colaboradores lo conocen,

pero no lo leen.

Pregunté por la calle a la gente:

¿conoce usted ese periódico?

Lo conocen,

pero no lo leen.

Nadie lee ese diario.

Pero lo compran millones de personas.

Ahora nadie lo sabe mejor que yo:

para un periódico no hay mayor alabanza que esa.

El principio es bien conocido.

Por el Völkischer Beobachter.

Aquí hubo por primera vez un aplauso atronador. Con íntima comprensión dejé hacer al público, antes de denegar con la mano, con gesto grave, e imponer silencio.

Sin embargo, el Völkischer Beobachter tenía un jefe

que era un hombre de pelo en pecho.

Alférez.

Piloto de aviación,

que perdió una pierna

por su patria.

¿Y quién dirige ese Bild-Zeitung?

Asimismo un alférez,

teniente incluso.

¿Es posible?

¿Qué le ocurre entonces a ese hombre?

Quizá le falte la guía ideológica.

En el Völkischer Beobachter, el alférez preguntaba en caso de duda

lo que yo opinaba sobre un asunto.

Nadie, de ese Bild-Zeitung, me ha preguntado nada aún.

Al principio pensé que ese hombre era a lo mejor uno de esos puristas que se mantienen alejados de la política por completo.

Luego comprobé que, en efecto, llama por teléfono cuando necesita apoyo espiritual.

Pero a otro.

A un tal señor Kohl.

Otro político.

Si se le puede dar ese nombre.

A ese señor Kohl, de quien él es testigo de boda.

He preguntado en la editorial del teniente. Allí me dijeron

que eso era perfectamente correcto y que no se podía comparar con el Völkischer Beobachter.

Y que, de todos modos, ese político era el antiguo canciller de la Alemania unificada.

Pero eso precisamente

es lo que me deja tan desconcertado.

Porque antiguo canciller de la Alemania unificada

soy yo también, al fin y al cabo.

Sólo pongo en duda que la Alemania unificada de ese señor Kohl

esté tan unificada como lo estaba la mía.

Porque en ella faltan aún varias cosas.

Alsacia.

Lorena.

Austria.

El país de los Sudetes.

Posen.

Prusia Occidental.

Danzig.

Alta Silesia Oriental.

El territorio de Memel.

No quiero entrar demasiado en detalles.

Pero de entrada pensé:

si el señor director del periódico necesita opiniones competentes,

debería dirigirse a Dios

y no a los santos.

Otra vez estalló el aplauso, que saludé con grave inclinación de cabeza, antes de continuar.

Pero a lo mejor

ese director no busca opiniones competentes.

Entonces yo —cuál es la bonita expresión actual—

«googleé»

a ese señor.

Encontré una foto suya.

Lo vi todo con claridad.

Es la ventaja cuando se dispone de fundados

conocimientos de doctrina racial.

Entonces basta con una mirada.

Ese «director»,

se llama Diekmann,

no es por supuesto un verdadero director de periódico.

Es únicamente

un traje ambulante bajo medio kilo de grasa.

Otra explosión de júbilo me dijo que había acertado al proponerme como objetivo al redactor jefe Diekmann. Esta vez dejé hacer al público menos tiempo, para aprovechar la tensión.

Pero al fin y al cabo deciden los hechos

sobre la verdad

y la mentira.

La mentira es: ese periódico intenta convencer a sus lectores de que es mi enconado enemigo.

La verdad la ven aquí.

Había hecho falta gran cantidad de maniobras gráficas para retocar convenientemente los detalles de la foto de mi teléfono, pero los hechos seguían siendo los mismos y sólo hubo que corregir poniendo más luz y ampliándolo todo un poco. Se veía claramente que la señora Kassler pagaba la cuenta en el Adlon. Y luego se intercaló en gran tamaño el eslogan de Sawatzki:

«Bild financió al Führer».

He de decir que un aplauso así lo recibí por última vez en 1938, cuando la anexión de Austria. Pero el verdadero apoyo lo prestaron las masas de visitantes de mi dirección especial en interred para la emisión. En múltiples ocasiones no fue posible descargar el discurso, una chapucería indescriptible. En otro tiempo habría mandado al frente por eso a Sensenbrink. Por otra parte, el eslogan proporcionó una venta estupenda de camisas deportivas, de tazas de café, llaveros y cosas semejantes, que llevaban el «Bild financió al Führer». Y los puntos de venta estaban muy bien surtidos.

Con lo que, interiormente, me reconcilié hasta cierto punto con Sensenbrink.