VII

Cuando se produce un acontecimiento cualquiera, los hombres expresan sus opiniones y sus deseos respecto a lo sucedido; y como el hecho se deriva de la actividad conjunta de muchos individuos, una de las opiniones o deseos manifestados se realizará forzosamente, aunque sea de manera aproximada. Cuando se cumplen algunas de esas opiniones formuladas, nuestra mente lo relaciona con el acontecimiento y la orden que lo precedió.

Cuando varios hombres intentan sacar un tronco, cada uno expone su parecer acerca de cómo y adonde llevarlo.

Y al llegar a su destino, resulta que todo se hizo según indicó uno de ellos. Él es quien dio la orden. Aquí tenemos la orden y el poder en su forma primitiva.

Quien ha trabajado más con las manos ha tenido menos ocasión de reflexionar en lo que estaba haciendo y en los resultados de la actividad colectiva. No podía dar órdenes. El que daba más órdenes ha podido actuar menos con sus manos, a causa de su actividad verbal. En un conjunto numeroso de hombres son más notables aún las diferencias entre los que orientan su actividad a un objetivo determinado y aquellos que participan directamente en el trabajo común.

Cuando actúa un hombre solo siempre tiene en mente ciertas consideraciones que, según le parece, guiaron su pasada actividad, justifican la presente y presuponen sus futuros actos.

Lo mismo sucede en las agrupaciones humanas. Se confía a los que no intervienen en la acción el cuidado de pensar en las consideraciones, justificaciones y suposiciones acerca de la actividad común.

Por motivos que conocemos o no, los franceses empezaron a matarse y acuchillarse unos a otros justificando semejantes actos por la voluntad de la gente, por el bien de Francia, la libertad y la igualdad. Dejan de matarse los hombres y este hecho también se justifica: es imprescindible la unidad de poder, la necesidad de oponerse a Europa, etcétera. Los hombres avanzan hacia Oriente matando a sus semejantes, el acontecimiento se acompaña con himnos a la gloria de Francia o denuestos a la vileza de Inglaterra, etcétera. La historia nos enseña que tales justificaciones carecen de sentido y se contradicen, lo mismo que el asesinato de un hombre a consecuencia de la proclamación de los Derechos del Hombre o la matanza de millones de seres en Rusia para humillar a Inglaterra. Semejantes justificaciones, hoy día, son necesarias porque descargan de responsabilidad moral a los hombres que han causado tales hechos.

Estos objetivos provisionales se parecen a los escobones dispuestos delante del tren para limpiar la vía: limpian el camino de la responsabilidad moral de los hombres. Sin estas justificaciones no sería explicable el sencillo problema que se nos presenta al examinar cualquier acontecimiento. ¿Cómo es posible que millones de hombres cometan en común tantos crímenes, guerras y matanzas, etcétera, etcétera?

Con las complicadas formas actuales de la vida política y social de Europa, ¿se puede idear, acaso, algún acontecimiento que no haya sido prescrito, indicado y ordenado por monarcas, ministros, parlamentos y periódicos? ¿Hay, acaso, una actividad común que no haya sido justificada por la unidad política, los intereses de la nación, el equilibrio europeo o la civilización? Así pues, cada hecho coincide inevitablemente con un deseo expresado y contando con la justificación se presenta como el producto de la voluntad de uno o varios hombres.

Cualquiera que sea la dirección de una nave en movimiento siempre surgirá delante de ella el remolino de las olas que corta. Y las personas que vayan en la nave sólo notarán ese remolino.

Solamente siguiendo de cerca y a cada momento el movimiento de las olas surcadas y comparándolo con el de la nave, nos convenceremos de que en cada instante, el movimiento de las olas está determinado por el de la nave, y la causa de nuestro error se debe a que también nosotros nos movemos, aunque no lo notamos.

Veremos lo mismo si observamos paso a paso el movimiento de los personajes históricos (es decir, si restablecemos las condiciones necesarias de todo cuanto se realiza, las condiciones de continuidad del movimiento en el tiempo) y sin perder de vista la imprescindible relación entre los personajes históricos y las masas.

Cuando la nave sigue una misma dirección tendrá delante de sí el mismo remolino; cuando cambia con frecuencia de dirección, también cambian las olas que corren delante. Pero adondequiera que la nave se dirija, siempre habrá un rebullir de agua que anuncie su movimiento.

Ocurra lo que ocurra, siempre resultará que estaba previsto y ordenado. A dondequiera que se dirija la nave, el flujo de las olas girará delante de ella, sin guiar ni aumentar su movimiento. Y desde lejos creeremos que no sólo se mueve espontáneamente, sino que guía el avance de la nave.

Los historiadores suponían que si nos limitáramos a considerar las voluntades de los personajes históricos como órdenes relacionadas con los acontecimientos llegaríamos a creer que los hechos dependen de las órdenes. Pero al analizar los hechos mismos y los vínculos que relacionan a los personajes históricos con la masa, vemos que ellos y las órdenes que dan dependen de los acontecimientos. La prueba indiscutible de tal afirmación es que, cualquiera que sea el número de órdenes dadas, el acontecimiento no se produce sin que medien otras causas. Pero en cuanto el hecho histórico, sea el que sea, tiene lugar, de todas las voluntades expresadas constantemente por diversas personas habrá algunas que, por su significado y tiempo, pueden adquirir con respecto al acontecimiento la categoría de orden.

Al aceptar esta conclusión, podemos responder clara y positivamente a las dos preguntas esenciales en la historia:

1) ¿Qué es el poder?

2) ¿Qué fuerza origina el movimiento de los pueblos?

El poder es la relación que mantiene una persona conocida con otras; en esa relación la persona indicada, cuanto menos participe en la acción, mejor expresa las opiniones, presunciones y justificaciones de la acción conjunta que se realiza.

No es el poder, ni la actividad intelectual, ni siquiera la unión de uno y otro, como piensan los historiadores, lo que produce el movimiento de los pueblos, sino la actividad de todos los hombres que toman parte en el acontecimiento y se unen siempre de manera que los participantes más numerosos y directos en el hecho admiten menos su responsabilidad y viceversa.

Desde el punto de vista moral, la causa del acontecimiento es el poder. Desde el punto de vista físico, son todos aquellos que se someten al poder. Pero como la actividad moral no es posible sin la física, la causa del hecho no se halla ni en uno ni en otro, sino en la unión de ambos.

O, dicho con otras palabras, el concepto de causa no es aplicable al fenómeno que nos ocupa.

En un último análisis llegamos a la esfera de la eternidad, a ese límite extremo a que llega la razón humana en cualquier zona mental cuando trata seriamente un tema. La electricidad produce calor y el calor produce electricidad. Los átomos se atraen y se repelen.

Al hablar de las más simples acciones del calor, de la electricidad o de los átomos, no podemos explicar el porqué de esos fenómenos y decimos que ocurre así porque tal es su naturaleza, porque ésa es su ley. Lo mismo sucede en los acontecimientos históricos. ¿Por qué se produce una guerra o una revolución? Lo ignoramos. Lo único que sabemos es que para llegar a ese o a otro hecho, los hombres se unen en determinadas agrupaciones en las cuales todos participan. Y nosotros decimos que tal es la naturaleza humana, que ésa es su ley.