La historia que reniega de la antigua concepción que atribuía la sumisión de la voluntad del pueblo a un elegido, y la sumisión de esa voluntad a un designio divino, no puede dar un paso sin contradecirse si no toma uno de estos dos caminos: volver a creer en la influencia directa de la divinidad sobre las obras humanas o explicar claramente el sentido de la fuerza que origina el hecho histórico, que se llama poder.
Es imposible volver al primer camino: esa creencia ha caducado, razón por la cual es necesario explicar el significado del poder.
Napoleón ordena que se reúna el ejército y comience la guerra. Este hecho nos resulta tan habitual, tan familiar, que la pregunta “¿Por qué seiscientos mil hombres van a la guerra cuando Napoleón pronuncia esas o aquellas palabras?” nos parece absurda. Tenía el poder, y ésa es la razón de que se cumplieran sus órdenes.
He aquí una respuesta absolutamente satisfactoria, si creemos que el poder le fue otorgado por Dios. Pero, puesto que no lo admitimos, es preciso definir en qué consiste ese poder de un hombre solo sobre los demás.
Ese poder no puede basarse en una preponderancia directa y física de un ser fuerte sobre uno débil, en el empleo o en la amenaza del empleo de la fuerza física, como en el caso de Hércules. Tampoco puede fundarse en la preponderancia de la fuerza moral, como ingenuamente piensan algunos historiadores que aseguran que sus personajes son héroes, es decir, hombres dotados de una especial fuerza de ánimo e inteligencia, llamada genialidad. Ese poder no puede fundarse en la superioridad de la fuerza moral, puesto que aun sin hablar de héroes como Napoleón, cuyas cualidades morales son muy discutibles, la historia nos demuestra que ni Luis XI, ni Metternich, que dirigieron a millones de hombres, tenían especiales cualidades anímicas; al contrario, en la mayoría de los casos se trataba de seres moralmente inferiores a cualquiera de los hombres que dirigían.
Ahora bien; si la fuente del poder no está en la preponderancia física ni en las cualidades morales de la persona que lo detenta, es evidente que debe hallarse fuera de esa persona, en sus relaciones con las masas.
De esa manera entiende el poder la ciencia del derecho, esa ciencia que, como una especie de casa de cambio, promete trocar el concepto del poder en oro puro.
El poder es la suma de las voluntades de las masas, transferida, por acuerdo expreso o tácito, a los gobernantes elegidos por las mismas masas.
En los dominios de la ciencia jurídica, la ciencia que se compone de razonamientos acerca de cómo debe organizarse el Estado y el poder si eso fuera posible, todo queda sumamente claro; pero si se aplica a la historia, esa definición del poder exige ciertas explicaciones.
La ciencia del derecho considera el Estado y el poder como los antiguos consideraban el fuego, es decir, como algo que tiene existencia absoluta; para la historia, en cambio, Estado y poder no son más que fenómenos, de la misma manera que para la física moderna el fuego no es algo espontáneo sino un fenómeno.
Tan esencial diferencia de concepciones entre la historia y la ciencia del derecho hace que esta última pueda exponer detalladamente cómo, en su opinión, habría que organizar el poder, existente como algo inmutable y fuera del tiempo; pero no puede contestar nada a las preguntas históricas sobre el significado del poder, que cambia con el tiempo.
Si el poder es una suma de voluntades transferidas a un gobernante, ¿puede deducirse que Pugachov fuera el representante de la voluntad de las masas? Y si no lo fue, ¿por qué ha de serlo Napoleón I? ¿Por qué Napoleón III, cuando fue detenido en Boulogne, era un criminal, y por qué, después, fueron criminales aquellos a quienes él detuvo?
Durante las revoluciones palaciegas, en las que intervienen a veces dos o tres personas, ¿es transferida también a ellos la voluntad de la masa? En las relaciones internacionales, ¿se transfiere esa voluntad de las masas populares a su conquistador? ¿Fue en 1808 transferida la voluntad de la Confederación del Rin a Napoleón? ¿Representaba éste la voluntad del pueblo ruso cuando en 1809 el ejército ruso, aliado de los franceses, luchó contra Austria?
A esta pregunta se puede responder de tres maneras:
1) Admitir que la voluntad de las masas pasa siempre incondicionalmente al gobernante o gobernantes que eligieron, y, por ello, la aparición de un nuevo poder, toda lucha contra el poder ya transferido, debe ser considerada como una violación del verdadero poder.
2) Admitir que la voluntad de las masas se transfiere siempre a los gobernantes bajo conocidas y determinadas condiciones y demostrar que todas las restricciones, choques y aun la destrucción del poder ocurren por no haber cumplido los gobernantes las condiciones impuestas cuando les fue transferido ese poder.
3) Admitir que la voluntad de las masas se transmite a los gobernantes en forma condicionada, según condiciones desconocidas, indefinidas, y que el surgimiento de múltiples poderes, su lucha y caída provienen sólo del cumplimiento más o menos total, por parte de los gobernantes, de aquellas condiciones ignoradas bajo las cuales las voluntades de las masas se transfieren de unas personas a otras.
Los historiadores explican de estas tres maneras la relación de la masa y sus gobernantes.
Algunos historiadores que, en la simplicidad de sus almas, no entienden el significado del poder, historiadores de países aislados y biógrafos de los que hablamos antes, parecen admitir que la suma de las voluntades de las masas se transmite incondicionalmente a los personajes históricos. Por ello, al describir un poder cualquiera, presuponen que tal poder es el único absoluto y verdadero, y que cualquier otro poder que se le oponga no es un poder, sino una infracción de éste, una violencia.
Semejante teoría, aceptable para períodos históricos primitivos y pacíficos, si se aplica a épocas tempestuosas y complejas de la vida de los pueblos, durante las cuales aparecen al mismo tiempo y luchan entre sí diversos poderes, presenta el inconveniente de que el historiador legitimista tratará de probar que la Convención, el Directorio y Bonaparte no eran más que violaciones del poder, mientras que el republicano y el bonapartista intentarán demostrar que el verdadero poder residía en la Convención, o en el Imperio, y que todo lo demás suponía una violación de esos poderes. Es evidente que, al refutarse mutuamente de esta manera, las explicaciones del poder dadas por tales historiadores no pueden valer más que para niños en su edad más tierna.
Otros historiadores reconocen que semejante opinión sobre el poder es falsa y aseguran que el poder se basa en la transmisión condicionada a los gobernantes de las voluntades del pueblo y que los personajes históricos ostentan el poder siempre que cumplan las condiciones que por tácito acuerdo les impone la voluntad del pueblo; pero los historiadores no dicen cuáles son esas condiciones, y si lo dicen, es para contradecirse constantemente.
Cada historiador, de acuerdo con su propia opinión sobre el objetivo que persiguen los pueblos, lo ve en la grandeza, en la riqueza, en la libertad, en la instrucción de los ciudadanos, sean de Francia o de otro país. Mas sin hablar ya de las contradicciones de esos historiadores a propósito de esas condiciones y aun admitiendo que existe un programa común para todos, los hechos históricos desmienten casi siempre tales teorías. Si las condiciones bajo las cuales se transfiere el poder consisten en la riqueza, en la libertad o la instrucción del pueblo, ¿por qué entonces los Luises XIV o los Ivanes IV terminaron tranquilamente sus reinados y los Luises XVI y los Carlos I fueron ejecutados por el pueblo? Los historiadores mencionados contestan que la actividad de Luis XIV, contraria al programa trazado, recae sobre Luis XVI. Mas, ¿por qué no repercute sobre Luis XIV o Luis XV? ¿Y por qué precisamente sobre Luis XVI? ¿Qué plazo se necesita para que tales repercusiones se produzcan? A estas preguntas no hay ni puede haber respuesta. Tampoco puede explicarse por qué la suma de voluntades permanece durante tantos y tantos siglos en manos de esos gobernantes y sus herederos y, de pronto, a lo largo de cincuenta años, pasa a la Convención, al Directorio, a Napoleón, a Alejandro, a Luis XVIII, de nuevo a Napoleón, a Carlos X, a Luis Felipe, a un gobierno republicano y a Napoleón III. Al explicar estos rápidos desplazamientos de la suma de voluntades de una persona a otra sobre todo cuando hay relaciones internacionales, conquistas y alianzas, estos historiadores deberán reconocer, en contra de su voluntad, que parte de esos hechos ya no se explican por la transmisión legal de las voluntades, sino que son casualidades y dependen de la astucia, del error, de la perfidia o debilidad del diplomático, del monarca o del jefe político. De manera que la mayor parte de los fenómenos históricos, guerras civiles, revoluciones y conquistas, son presentados por tales historiadores no como el resultado del desplazamiento de voluntades libres, sino como consecuencia de una voluntad erróneamente dirigida de una o varias personas, es decir, como una transgresión del poder. Ésta es la razón de que, según esos historiadores, dichos acontecimientos históricos sean descritos como desviaciones de la teoría.
Se parecen tales historiadores al botánico que, habiendo observado que determinadas plantas salen de la semilla con dos cotiledones, sostuviera que todo aquello que crece lo hace desdoblándose en dos hojas, y que la palmera, el hongo y el roble, al llegar a su pleno desarrollo sin tener esas dos hojas, no son más que desviaciones de la teoría.
Los historiadores de tercera categoría admiten que la voluntad de los pueblos se transfiere condicionalmente a los personajes históricos aunque no conocemos esas condiciones. Afirman también que los personajes históricos poseen el poder porque cumplen la voluntad del pueblo, de la que son meros portadores.
Pero, si la fuerza que mueve a los pueblos no reside en los personajes históricos, sino en el propio pueblo, ¿cuál es el significado de dichos personajes?
Los personajes históricos —afirman dichos historiadores— expresan la voluntad de los pueblos. Su actividad representa la actividad de las masas.
Pero en ese caso surge la siguiente pregunta: ¿Es toda la actividad del personaje histórico o solamente una parte determinada de ella la que representa la voluntad de las masas? Si toda la actividad de los personajes históricos expresa la voluntad de las masas, como opinan algunos, entonces ¿cabe decir que las biografías de Napoleón o Catalina la Grande, con todos sus detalles, propios de la chismografía palatina, representan la vida de los pueblos? Decirlo así carece de todo sentido, y si no es más que una parte de la actividad del personaje lo que expresa la vida de un pueblo, como piensan otros supuestos historiadores filósofos, entonces para determinar qué parte de esa actividad expresa la vida del pueblo hay que saber, ante todo, en qué consiste su vida.
Frente a tal dificultad, los historiadores de esa categoría enuncian la abstracción más difusa, impalpable y general, capaz de abarcar el mayor número posible de acontecimientos, y dicen que semejante abstracción es la meta que persigue la humanidad en su avance. Las abstracciones más corrientemente admitidas por casi todos los historiadores son: la libertad, la igualdad, la instrucción, el progreso, la civilización y la cultura. El historiador considera que el avance de la humanidad depende de alguna de esas ideas abstractas y se dedica a estudiar a los hombres que han dejado a su paso el mayor número de monumentos —reyes, ministros, jefes militares, escritores, reformadores, papas, periodistas— en la medida en que todos esos personajes, según su opinión, han apoyado o combatido una determinada idea abstracta. Pero como no se ha demostrado de ningún modo que la meta de la humanidad sea la igualdad, la libertad, la instrucción o la civilización, y puesto que el vínculo de las masas con sus gobernantes no está basado más que en la arbitraria suposición de que la suma de las voluntades del pueblo se transfiere siempre a las personas que consideramos relevantes, la actividad de millones de seres que se desplazan, queman las casas, abandonan sus campos y se exterminan unos a otros jamás se manifiesta en la descripción de la actividad de una decena de personas que no queman casas, no se ocupan de la agricultura ni matan a sus semejantes.
La historia lo demuestra a cada paso. ¿Es que la efervescencia de los pueblos de Occidente a fines del siglo pasado, y su deseo de ir hacia Oriente, puede explicarse por la actuación de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, de sus amantes y ministros, por la vida de Napoleón, Rousseau, Diderot, Beaumarchais y otros?
¿Y el movimiento del pueblo ruso hacia Oriente, a Kazán y Siberia, se refleja en el carácter morboso de Iván IV o en su correspondencia con Kurbski?
¿Y nos explica tal vez el movimiento de las Cruzadas el estudio de los Godofredos, los Luises y sus damas? A nuestro entender, el movimiento de los pueblos occidentales hacia Oriente permanece inexplicable, sin objetivo alguno, sin dirección, reducido a una muchedumbre de vagabundos guiada por Pedro el Ermitaño. Más incomprensible aún es la suspensión de ese movimiento cuando los personajes históricos habían señalado claramente un objetivo razonable y santo: la liberación de Jerusalén. Papas, reyes y caballeros incitaban a sus pueblos a liberar Tierra Santa, pero el pueblo no obedecía, porque ya no existía la causa ignorada que antes lo llevaba. La historia de los Godofredos y sus trovadores no puede, evidentemente, abarcar la vida de los pueblos; es, sencillamente, la historia de los Godofredos y los trovadores, mientras que la historia de la vida de los pueblos y de sus aspiraciones continúa siendo desconocida.
Aún menos nos explica la vida de los pueblos la historia que presentan los escritores y reformadores.
La historia de la cultura nos explica las aspiraciones, las condiciones de vida y los pensamientos de un escritor o de un reformador. Nos cuentan que Lutero era irascible y había pronunciado tales y cuales discursos. Sabemos que Rousseau era desconfiado y que escribió varios libros; pero ignoramos por qué, después de la Reforma, los pueblos se mataban entre sí y por qué, durante la Revolución, los hombres se ejecutaban unos a otros.
Si unimos ambas historias como hacen los autores modernos, tendremos la historia de los monarcas y escritores, pero no la historia de la vida de los pueblos.