La locomotora marcha y nos preguntamos por qué se mueve. El mujik contesta que el diablo la empuja; otro afirma que se mueve porque sus ruedas giran; un tercero asegura que la causa del movimiento está en el humo arrastrado por el viento.
Nada podemos objetar al mujik: ha imaginado una explicación completa. Para refutarla sería necesario que alguien le demostrara que el diablo no existe o que otro mujik le explicara que no es el diablo sino un alemán quien hace correr la locomotora. Sólo entonces, gracias a la contradicción de sus afirmaciones, verían que ambos estaban equivocados.
Pero quien dice que la causa es el movimiento de las ruedas se refuta a sí mismo porque, al haber emprendido el camino del análisis, debe proseguirlo, hasta explicar el origen del movimiento de las ruedas. Y mientras no llegue a la última causa del movimiento de la locomotora, la compresión del vapor en la caldera, no tendrá derecho a detenerse en la búsqueda de la causa. El mujik que explicó el movimiento de la locomotora atribuyéndolo al humo arrastrado hacia atrás por el viento debió de razonar del siguiente modo: al comprender que la explicación sobre las ruedas no proporcionaba causa alguna, tomó el primer indicio observado y lo presentó, por su parte, como la causa.
El único concepto capaz de explicar el movimiento de la locomotora es el de la fuerza igual al movimiento visible. Por tanto, la única idea válida para explicar el movimiento de los pueblos es el de una fuerza igual a todo el movimiento de los pueblos.
Sin embargo, los historiadores comprenden bajo ese concepto fuerzas absolutamente diversas entre sí y nada parecidas al visible movimiento de la fuerza. Unos ven en él la fuerza de los héroes —igual que el mujik ve al diablo en la locomotora—; otros, una fuerza derivada, como el movimiento de las ruedas; los terceros, la influencia de la mente, como el humo llevado por el viento.
Mientras se siga escribiendo la historia de algunos personajes, sea la de César o Alejandro, la de Lutero o Voltaire, y no la historia de todos sin excepción, de todos los hombres que han participado en el hecho, es imposible no atribuir a determinados personajes las fuerzas que obligan a otras personas a dirigir sus actividades hacia una sola meta. Y el único concepto que conocen los historiadores es el poder.
Ese concepto es el único medio que permite conocer a fondo los hechos históricos, tal como se exponen actualmente, y aquel que renuncie a él, sin conocer otro, como hizo Buckle, se verá privado de la última posibilidad de estudiarlos. Los historiadores dedicados a la historia universal y a la cultura son los que mejor demuestran la inevitable necesidad del concepto de poder para explicar los hechos históricos, y aunque renuncien a él en apariencia, lo utilizan a cada paso, sin poderlo evitar.
Respecto a los problemas de la humanidad, la ciencia histórica se asemeja a quienes tienen relación con el dinero, billetes de banco y moneda metálica. Las biografías y las historias de un país son como billetes de banco: pueden circular y desempeñar su papel sin dañar a nadie y hasta con cierta utilidad, mientras tengan garantía. Basta con olvidar cómo la voluntad de los héroes origina los acontecimientos, y las historias de los Thiers resultarán instructivas, interesantes, y hasta tendrán un matiz poético. Pero igual a como surge la duda sobre el valor real del papel moneda, ya porque es fácil fabricarlo y pueden hacerlo en grandes cantidades, ya porque querrán cambiarlo por oro, también surge la duda sobre el valor real de esas historias, ya porque sean demasiado abundantes, ya porque alguien, en la simplicidad de su alma, puede preguntar: ¿Con qué fuerza lo hizo Napoleón? Es decir, cuando se desea cambiar el billete de banco por el oro puro del concepto real.
Los autores de historias universales y de la cultura son semejantes a los hombres que, habiendo reconocido la incomodidad de los billetes de banco, decidieran fabricar una moneda metálica sonante que no tuviera la densidad del oro. Esa moneda metálica sería desde luego sonante, pero no pasaría de ahí. El papel moneda podría aún engañar a los ignorantes; pero la moneda sonante, sin valor, no engañaría a nadie. Así como el oro solamente es oro cuando puede ser empleado, además del cambio, para otros menesteres, así las historias universales valdrán como el oro cuando puedan contestar a la pregunta esencial de la historia: ¿Qué es el poder? Los autores de historias universales responden a la pregunta de manera contradictoria, mientras que los historiadores de la cultura descartan del todo la pregunta y contestan otra cosa completamente distinta. Y así como las fichas que se parecen al oro no pueden valer más que en una reunión de personas que consientan en considerarlas como si lo fuera, o entre aquellas otras que ignoran las cualidades del oro, así también los historiadores dedicados a la historia universal y la cultura, sin contestar a las preguntas esenciales de la humanidad, utilizan para sus ignorados fines la moneda en curso con la cual satisfacen a las universidades y a numerosos lectores aficionados a los libros serios, como ellos los llaman.