Lo mismo que en toda familia auténtica, en Lisie-Gori se reunían varios mundos muy diferentes, cada uno de los cuales conservaba sus peculiaridades y hacía concesiones a los demás, formando así un todo armonioso. Cualquier acontecimiento que sucediera en la familia, triste o alegre, era igualmente importante para todos; pero cada uno de esos mundos tenía sus motivos particulares y propios para alegrarse o entristecerse.
El regreso de Pierre fue un motivo de alegría general y así se reflejó en todos.
Los criados, que suelen ser los mejores jueces de sus amos, porque los juzgan por sus actos y su manera de vivir y no por sus palabras y la expresión de sus sentimientos, se alegraron de la llegada de Pierre porque sabían que, con él en casa, Nikolái no se pasaría el día recorriendo la finca, estaría más alegre y benévolo, y también porque todos recibirían buenos regalos con motivo de la fiesta.
Los niños y las institutrices se alegraban de la llegada de Pierre porque nadie se preocupaba como él de incorporarlos a la vida común. Sólo Pierre sabía interpretar al clavicordio una escocesa (la única pieza que conocía) a cuyos sones, como él decía, podían bailarse toda suerte de bailes. Además, habría traído, seguramente, regalos para todos.
Nikóleñka, que tenía ya quince años y era un muchacho inteligente, de aspecto enfermizo y delgado, rubio, de cabellos rizados y bellísimos ojos, se alegraba de la llegada de su tío Pierre, así lo llamaba siempre, porque sentía por él una admiración entusiasta y un cariño apasionado. Nadie había inculcado en él ese cariño especial por Pierre, al que sólo de vez en cuando veía. La condesa María, encargada de educarlo, procuraba por todos los medios que amara a su marido como ella lo amaba. El muchacho quería a su tío, sí, pero en ese afecto había un ligero matiz despectivo. En cambio a Pierre lo adoraba. No quería ser húsar ni caballero de San Jorge como el tío Nikolái, sino instruido, inteligente y bueno como Pierre. En su presencia, el rostro de Nikóleñka se iluminaba, se ruborizaba, se atragantaba siempre que Pierre le dirigía la palabra. No dejaba pasar nada de lo que Pierre decía. No perdía ni una sola de sus palabras y después, a solas, o con Dessalles, recordaba y razonaba el significado de cada frase. El pasado de Pierre, sus desdichas hasta 1812 —sobre las cuales tenía una idea vaga y poética, basada en lo que había oído—, sus aventuras en Moscú, el cautiverio, la historia de Platón Karatáiev (de quien Pierre había hablado), su amor por Natasha —a la que también él quería especialmente— y, sobre todo, la amistad que había unido a Pierre con su padre, al que Nikóleñka no recordaba, convertían a Pierre ante sus ojos en un héroe y en una persona digna de veneración.
Por ciertas medias frases que había oído acerca de su padre y Natasha, por la emoción con que Pierre hablaba del difunto, por la precavida y ferviente ternura con que Natasha lo recordaba y porque entonces comenzaba Nikóleñka a comprender lo que era el amor, se había hecho la idea de que su padre amó a Natasha y, al morir, se la había confiado a su amigo. Se imaginaba a su padre como una especie de divinidad imposible de concebir y en quien pensaba siempre con el corazón emocionado y los ojos llenos de lágrimas, entusiasmo y tristeza. Por todo ello, Nikóleñka se sentía feliz con la llegada de Pierre.
Los invitados se alegraban porque Pierre era un hombre capaz de animar cualquier reunión y mantener un ambiente amistoso entre todos.
Los adultos de la familia, sin contar a Natasha, estaban satisfechos de su presencia, porque con Pierre la vida era más tranquila y fácil.
Las señoras viejas se alegraban por los regalos traídos y porque Natasha se animaría de nuevo.
Pierre sentía las esperanzas puestas en él, por aquellos diversos mundos, procuraba satisfacerlas, se apresuraba a dar a cada uno lo que esperaba.
Siendo el hombre más distraído y olvidadizo de la tierra, había comprado todas aquellas cosas de acuerdo con la lista preparada por su mujer, sin olvidar los encargos de la vieja condesa, ni el corte de vestido para Bielova, ni los juguetes para los sobrinos, ni los encargos de su cuñado. Al principio de su matrimonio le extrañaba la exigencia de su mujer de que cumpliera y no olvidara los encargos que le hacían. Y al regreso de su primer viaje se quedó asombrado al ver el disgusto de Natasha por haberse olvidado de todos sus encargos. Después se fue acostumbrando. Sabía que su mujer no encargaba nada para sí misma y únicamente pedía para los demás cuando él mismo se ofrecía. Pierre experimentaba ahora una infantil satisfacción al comprar regalos para toda la familia y nunca olvidaba nada. Si ahora Natasha le reprochaba algo, era el haber comprado demasiadas cosas y muy caras. A todos sus defectos, en opinión de la mayoría, y cualidades, en opinión de Pierre —su descuido en el vestir, la despreocupación por su aspecto—, Natasha había añadido la avaricia.
Desde que Pierre empezó a vivir con su familia en una casa grande que requería importantes sumas de dinero, se dio cuenta, con gran asombro suyo, de que gastaba dos veces menos que antes y que su situación financiera, algo precaria últimamente (en particular por las deudas de su primera esposa), comenzaba a mejorar.
Vivir costaba menos porque era una vida regulada. Pierre ya no llevaba, ni deseaba llevar, aquel lujoso y caro nivel de vida que podía cambiar en todo momento. Sabía que su modo de vivir estaba determinado para siempre, hasta su muerte, y que él no podía modificarlo, y por ello ese género de vida resultaba barato.
Satisfecho y sonriente, Pierre enseñaba sus compras.
—No está mal, ¿verdad?— dijo, desdoblando, como lo haría un vendedor, un corte de tela.
Natasha, sentada enfrente de su marido con la mayor de sus hijas sobre las rodillas, miraba con ojos brillantes ya a Pierre, ya las cosas que él iba sacando.
—¿Es para Bielova? ¡Perfecto! Te habrá costado a rublo la vara, ¿no?— preguntó, palpando la tela.
Pierre dijo el precio.
—Es caro— observó Natasha. —¡Cómo se van a alegrar los niños y maman! Pero no valía la pena que me compraras eso— añadió sin contener una sonrisa y admirando una peineta de oro y perlas, que entonces empezaban a estar de moda.
—Fue Adèle quien insistió que te lo comprara— explicó Pierre.
—¿Cuándo podré ponérmela?— y se la puso en la trenza. —Tal vez cuando Máshenka empiece a frecuentar la sociedad se vuelvan a llevar. Bien, vamos.
Tomaron los regalos y se dirigieron primero a la habitación de los niños y después en busca de la condesa.
Cuando Pierre y Natasha entraron en la sala, con los paquetes bajo el brazo, la condesa estaba con la señora Bielova y hacía un solitario, según su costumbre.
La condesa había pasado ya de los sesenta y sus cabellos eran totalmente blancos; una pequeña cofia enmarcaba su arrugado rostro; tenía hundido el labio superior y los ojos apagados.
Después de la muerte de Petia, casi seguida por la de su marido, se sentía un ser sin objeto ni razón, olvidado por casualidad en este mundo. Comía, bebía, hablaba, pero no vivía. La vida no le proporcionaba emoción alguna. No pedía más que tranquilidad, y esa tranquilidad podía encontrarla solamente en la muerte. Pero entretanto había que vivir, es decir, aplicar en algo las fuerzas vitales. Se advertía en ella —en su grado más alto— lo que suele darse en niños muy pequeños y en personas muy viejas: la carencia de toda razón externa; era evidente, sin embargo, que necesitaba ejercitar sus diversas inclinaciones y facultades. Necesitaba comer, dormir, pensar, hablar, llorar, entretenerse con algo, enfadarse, etcétera, porque tenía un estómago, un cerebro, músculos, nervios e hígado. Hacía todas las cosas sin un estímulo externo, no como lo hacen los hombres en la plenitud de su vida, cuando el objetivo a que aspiran oculta otro: la aplicación de sus fuerzas. Hablaba porque físicamente tenía necesidad de hacer funcionar sus pulmones y su lengua; lloraba como una niña porque necesitaba sonarse, etcétera. Aquello que para las personas en la plenitud de sus energías era un objetivo en ella no pasaba de ser un pretexto.
Así, por la mañana, sobre todo si la víspera había cenado algo grasiento, necesitaba enfadarse, y tomaba como pretexto inmediato la sordera de la señora Bielova.
Desde el otro extremo del cuarto empezaba a decir en voz baja:
—Me parece, querida, que hoy hace más calor— murmuraba. Y cuando la señora Bielova contestaba: “Pues sí, han llegado”, ella gruñía enfadada: —¡Dios mío! ¡Qué sorda y estúpida es!
Otro pretexto para su mal humor era el rapé, al que encontraba seco, húmedo o mal triturado. Después, su rostro se ponía bilioso; y sus doncellas de servicio sabían por indicios ciertos cuándo la señora Bielova volvería a estar sorda, el rapé húmedo y el rostro de la condesa amarillo verdoso. Del mismo modo que debía dar curso a su bilis, sentía a veces la necesidad de usar el resto de su capacidad de pensar y la empleaba en hacer solitarios. Cuando necesitaba llorar hablaba del difunto conde. Cuando tenía necesidad de inquietarse por algo el pretexto era Nikolái y su salud; cuando quería hablar sarcásticamente, el pretexto escogido solía ser la condesa María; cuando necesitaba ejercitar los órganos vocales —cosa que por lo general ocurría hacia las siete de la tarde, después de haber hecho la digestión en su habitación, a oscuras— el pretexto eran siempre las mismas historias contadas a idénticos oyentes.
Todos los familiares comprendían el estado de la anciana, aunque nadie jamás lo mencionara; todos se esforzaban por satisfacer esas necesidades suyas. Sólo las miradas sonrientes y tristes a un tiempo que a veces intercambiaban Nikolái, Pierre, Natasha y la condesa María daban a entender que se daban perfecta cuenta de su situación.
Pero esas miradas decían además otra cosa: querían decir que la anciana había cumplido su papel en este mundo, que no era en realidad como ahora se la veía, que todos llegarían a estar como ella y que era motivo de satisfacción someterse a sus deseos, saber contenerse ante aquella persona, antes querida, convertida ahora en un ser lastimero. Memento mori, decían esas miradas.
Entre las personas de casa, sólo los niños y la gente de malos sentimientos o estúpida no alcanzaban a comprenderlo y se alejaban de ella.