La quinta compañía había acampado en el lindero del bosque. Una enorme hoguera llameaba en medio de la nieve iluminando las ramas de los árboles, dobladas bajo el peso de la escarcha.
A medianoche los soldados oyeron en el bosque ruidos de pasos y de ramas quebradas.
—¡Muchachos, un oso!— dijo un soldado.
Todos alzaron la cabeza, prestando oído. A la luz de la hoguera vieron salir del bosque dos figuras humanas, extrañamente vestidas y apoyadas la una en la otra.
Eran dos franceses que se habían escondido en el bosque. Diciendo con ronca voz algo incomprensible para los soldados rusos, se acercaron al fuego. Uno de ellos, el más alto, con gorra de oficial, parecía completamente extenuado. Al llegar junto a la hoguera quiso sentarse, pero cayó en tierra. El otro, un soldado bajo y achaparrado, con la cara tapada con un pañuelo, no mostraba tanto cansancio; levantó a su compañero y, señalándose la boca, dijo algo. Los soldados rodearon a los franceses, tendieron en el suelo un capote para acomodar al enfermo y trajeron para los dos, gachas y vodka.
El exhausto oficial francés era Ramballe; el soldado de la cara abrigada con el pañuelo era Morel, su asistente.
Cuando Morel hubo bebido vodka y comido una cazuela de gachas, pareció presa de una morbosa alegría y comenzó a hablar a los soldados, que no lo entendían. Ramballe había rechazado la comida y, en silencio, yacía junto al fuego, apoyado en un codo, mirando a los rusos con ojos enrojecidos y extraviados. De vez en cuando dejaba escapar un prolongado gemido y volvía a su silencio. Morel, señalando sus hombros, quería dar a entender que su compañero era un oficial y que necesitaba ser atendido. Un oficial ruso que se había acercado al grupo mandó preguntar al coronel si quería recibir a un oficial francés para hacerlo entrar en calor; y cuando el emisario regresó con la aquiescencia del coronel, pidieron a Ramballe que se levantase.
Éste se levantó e hizo lo posible por dar unos pasos, pero se tambaleó y habría caído si un soldado que estaba cerca no lo hubiera sostenido a tiempo.
—¿Qué? ¿No querrás volver…?— dijo un soldado, guiñando burlón el ojo.
—¡Calla, memo! ¿A qué viene eso? Bien se ve que eres un mujik, un mujik de pies a cabeza— se oyeron voces diversas reprochando la burla del soldado.
Rodearon a Ramballe y dos soldados lo levantaron enlazando las manos. Ramballe se abrazó a ellos y, mientras lo llevaban, gimoteó:
—Oh! mes braves, mes bons, mes bons amis! Voilà des hommes! Oh! mes braves, mes bons amis![622]— y como un niño reclinó la cabeza sobre el hombro de uno de ellos.
Mientras tanto Morel permanecía sentado en el mejor sitio entre los rusos que lo rodeaban.
Era un francés menudo y achaparrado, con los ojos inflamados y llorosos; el pañuelo que llevaba a la manera de las campesinas lo anudaba por encima del gorro; también vestía una pelliza de mujer. Animado evidentemente por el vodka, abrazado al ruso que tenía al lado, cantaba con voz ronca y quebrada una canción francesa. Los soldados lo miraban y reían a más no poder.
—¡Bravo! ¿A ver, cómo es? ¡Enséñame! La aprenderé en seguida… ¿Cómo es?— decía el soldado al que Morel abrazaba.
—Vive Henri Quatre. Vive ce roi vaillant— cantó Morel, guiñando un ojo. —Ce diable à quatre…[623]
—Vivarika! Vif sieruvaru! Sidiablakla…— repitió el ruso, agitando una mano y acertando efectivamente con la melodía de la canción.
—¡Bravo! ¡Ja, ja, ja!— se oyó desde varias partes, entre toscas y sonoras carcajadas.
También rió Morel, frunciendo el rostro.
—¡Sigue! ¡Sigue!
—¡También eso está entonado! ¡A ver, a ver, Zalietáev!
—Kiu…— pronunció con esfuerzo Zalietáev. —Kiuiuiu…— canturreó, redondeando convenientemente los labios —letriptalá de bu de ba detravagalá…— cantó.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Estupendo! ¡Lo haces igual que un francés! ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿quieres comer más?
—Dadle rancho, no se saciará pronto después de haber pasado tanta hambre.
Le dieron más rancho y Morel, riendo, comenzó su tercer plato. Todos los soldados jóvenes que lo rodeaban sonreían alegres. Los viejos, que consideraban poco digno ocuparse de semejantes tonterías, se habían agrupado de la otra parte de la hoguera, se incorporaban de vez en cuando y miraban a Morel con una sonrisa.
—También ellos son hombres— dijo uno, envolviéndose en el capote. —Hasta el ajenjo tiene sus raíces…
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuántas estrellas! Anuncia helada…
Y todo quedó en silencio. Las estrellas, como si supieran que ya nadie las miraría, rutilaban en el cielo negro. Ya encendiéndose, ya palideciendo y temblando, se comunicaban secretamente algo alegre pero misterioso.