Cuando el hombre ve morir a un animal se apodera de él el terror. Eso mismo que él es, su propia esencia, desaparece ante sus ojos y deja de existir; pero si en vez de un animal se trata de un semejante, y de un ser al que se ama, entonces, además del terror que inspira la extinción de la vida, se produce un desgarramiento, una herida moral que, como la física, puede llegar a matar y puede curarse, pero siempre resulta dolorosa, sensible a cualquier contacto exterior inoportuno.
Natasha y la princesa María lo sintieron por igual a la muerte del príncipe Andréi. Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver suspendida sobre ellas la espantosa nube de la muerte, no se atrevían a mirar la vida frente a frente. Protegían sus abiertas heridas de todo contacto ofensivo y doloroso. Todo, un coche que pasara velozmente por la calle, la mención de la comida, la pregunta de una doncella sobre el vestido que debía preparar y, peor aún, la expresión poco sentida y falsa de condolencia, removía dolorosamente sus heridas, les parecía una ofensa y turbaba aquel necesario silencio en el que ambas intentaban escuchar el grave y terrible coro que aún seguía resonando en sus imaginaciones, impidiéndoles ahondar en el lejano y misterioso infinito que, por un instante, se había abierto ante ellas.
Mientras estaban solas no sufrían ni sentían ofensa alguna. Hablaban poco entre sí, y cuando lo hacían era sobre cosas insignificantes. Una y otra rehuían por igual todo cuanto tuviese relación con el porvenir.
Admitir la posibilidad de un futuro les parecía una ofensa a su memoria. Con mayor cuidado aún evitaban en sus conversaciones cuanto se relacionaba con el difunto. Se les figuraba que lo vivido y sentido por ellas no podía expresarse con palabras y que cualquier mención detallada de la vida de Andréi violaba la grandeza y la santidad del misterio que, por un instante, se les había revelado.
La constante reserva que a sí mismas se imponían en sus conversaciones, la omisión sobre cuanto pudiera referirse a su persona, las perpetuas interrupciones al acercarse al límite de lo que no se podía decir, evocaban, en su mente, con mayor claridad y pureza, lo que sentían.
Pero la tristeza pura y plena es tan imposible como la plena y pura alegría. Convertida en dueña única de su suerte y en tutora y educadora de su sobrino, la princesa María fue la primera en abandonar, por el imperativo de la vida, aquel mundo de dolor que había vivido durante las dos primeras semanas. Había recibido cartas de sus familiares a las que debía contestar, la habitación de Nikóleñka era húmeda y el niño comenzaba a toser; Alpátich llegó a Yaroslavl con un informe sobre diversos asuntos y el consejo de volver a Moscú, a su casa de Vozdvíshenka, que había quedado intacta y no exigía más que ligeras reparaciones. La vida no se detenía y era necesario vivir. Por penoso que le fuera salir de aquel estado de aislamiento místico en que había vivido hasta entonces, por mucho que sintiera y la avergonzara tener que dejar sola a Natasha, los quehaceres de la vida reclamaban su colaboración y, aun sin quererlo, se entregó a ellos. Comprobaba las cuentas con Alpátich, pedía consejo a Dessalles sobre la educación de su sobrino, daba órdenes y preparaba el regreso a Moscú.
Natasha quedaba sola, y desde que la princesa María se ocupó en preparar el viaje procuraba evitarla.
La princesa pidió a la condesa que dejara ir a Natasha con ella a Moscú y los padres consintieron con alegría, porque veían disminuir de día en día las fuerzas de su hija y estaban persuadidos de que el cambio de aires y los consejos de los médicos moscovitas contribuirían a su restablecimiento.
—No iré a ninguna parte— replicó Natasha al oír aquella propuesta. —Os ruego tan sólo que me dejéis tranquila.
Y salió corriendo de la habitación conteniendo a duras penas las lágrimas, debidas más al despecho y la cólera que al dolor.
Desde que se sintió abandonada por la princesa María y sola con su pena, Natasha pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, sobre un diván, con las piernas recogidas, revolviendo y rompiendo cualquier cosa con sus dedos finos y nerviosos, fija la mirada en lo primero que detuviera sus ojos. Ese aislamiento la fatigaba, la atormentaba, pero le era necesario. En cuanto alguien entraba en su habitación se ponía rápidamente en pie, cambiaba de actitud y expresión, tomaba un libro o una labor de costura y parecía esperar impaciente a que el importuno se marchara.
Creía estar siempre a punto de comprender aquel problema superior a sus fuerzas en el cual estaba concentrado su espíritu.
A fines de diciembre, con un vestido de lana negra, la trenza recogida de cualquier modo, el rostro enflaquecido y pálido, Natasha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, arrugando y desarrugando la punta del cinturón.
Miraba al otro lado de la vida, adonde él se había ido.
Y la otra vida, en la que antes nunca había pensado y que hasta entonces le pareciera tan lejana e increíble, era ahora lo más próximo, entrañable y comprensible de esta existencia, donde sólo quedaba el vacío y la destrucción, o el sufrimiento y la angustia.
Miraba hacia el sitio donde, como sabía, había estado él; pero sólo podía recordarlo, tal como lo había visto en Mitischi, en Troitsa, en Yaroslavl.
Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras y las que ella misma le había dicho, y aun otras inventadas que entonces podían haber sido dichas.
Lo veía, tendido en un butacón, su chaqueta de terciopelo, la cabeza apoyada en la mano delgada, pálida, con el pecho hundido y los hombros erguidos. Veía sus labios firmemente apretados, sus ojos brillantes y una pequeña arruga que aparecía y desaparecía de su frente blanca.
Una pierna le tiembla casi imperceptiblemente. Natasha sabe que él lucha con un dolor terrible. “Pero, ¿cómo es ese sufrimiento? ¿Por qué? ¡Cómo debe de dolerle! ¿Qué siente?”, piensa. Él advierte que lo mira con atención, levanta los ojos y, sin sonreír, dice:
“Lo peor de todo es ligarse para siempre a alguien que sufre. Es un martirio perpetuo”. Y posa en ella una escrutadora mirada. Natasha, como siempre, contesta sin reflexionar: “Eso no puede durar siempre. No ocurrirá. Usted curará del todo”.
Ahora vuelve a verlo y experimenta de nuevo los sentimientos de entonces. Recuerda la mirada intensa, triste y severa en respuesta a sus palabras y comprende el reproche y la desesperación que había en sus ojos.
“Reconocí —piensa Natasha— que habría sido terrible si tuviese que sufrir siempre. Entonces contesté aquello, porque habría sido horrible para él, y él lo entendió de otra manera: pensó que iba a ser horrible para mí. Entonces aún quería vivir, tenía miedo a la muerte. ¡Y lo dije de aquella manera brutal y estúpida! No lo pensaba, pensaba todo lo contrario. ¡Si hubiera dicho lo que pensaba le habría dicho que si estuviera muriéndose siempre ante mis ojos sería feliz si lo comparo con lo que soy ahora! ¡Ahora!… y ahora ya no hay nada, ni nadie. ¿Lo sabía él? No, no lo sabía y no lo sabrá nunca. Y ahora eso ya nunca, nunca podrá remediarse.” Otra vez repetía él las mismas palabras, pero ahora Natasha respondía, en su imaginación, de distinta manera. Lo interrumpía y decía: “Es terrible para usted, pero no para mí. Sabe que sin usted nada hay para mí en la vida y sufrir a su lado es mi mayor felicidad”. Y él tomaba su mano, se la estrechaba como lo había hecho aquella terrible tarde, cuatro días antes de su muerte. Y en su imaginación repetía Natasha otras tiernas palabras, palabras de amor que entonces podría haber dicho: “Te amo… Te amo a ti, te amo…”, y se retorcía las manos, apretando los dientes en un esfuerzo convulsivo.
Una dulce tristeza la invadía y los ojos se le llenaban ya de lágrimas. Pero, de súbito, se preguntaba: “¿A quién digo esto? ¿Dónde está? ¿Y quién es él ahora?”. Una cruel y dura perplejidad velaba de nuevo su visión: con el ceño fruncido miraba intensamente hacia donde él había estado. Le parecía que de un momento a otro desentrañaría aquel misterio… Pero en el justo instante en que se le iba a revelar lo incomprensible, el ruido violento del picaporte de la puerta al abrirse hirió dolorosamente su oído. Rápidamente, sin precauciones, con aire asustado, entró la doncella Duniasha.
—Pronto. Venga usted…— dijo Duniasha con una expresión de susto en el rostro. —Vaya a ver a su padre… Una desgracia. Piotr Ilich… una carta…— dijo sollozando.