XVIII

Se diría que en aquella campaña de huida de los franceses —en la que hicieron todo lo necesario para no preservar su vida, en la que ningún movimiento, desde la desviación al camino de Kaluga hasta la fuga del jefe supremo, carece de sentido alguno— no es posible que los historiadores que atribuyen los actos de la masa a la voluntad de un solo individuo encuentren algo sensato. Pues lo encuentran: los historiadores han escrito montañas de libros sobre esa retirada y en todas partes se refieren a las órdenes de Napoleón, a sus profundos planes, a las maniobras que realizó su ejército y a los geniales proyectos de sus mariscales.

Se nos explica en diversas y profundas consideraciones la inútil retirada por una ruta devastada, cuando en Malo-Yaroslávets se ofrecía al ejército francés un camino bueno y expedito hacia una comarca rica, semejante al que escogiera más tarde Kutúzov para perseguirlo. Con parecidos argumentos se nos razona la retirada de Smolensk a Orsha y el heroísmo de Napoleón en Krásnoie, donde, según se nos dice, se disponía a dar una batalla que habría dirigido él mismo y donde, paseando con un bastón de abedul, dijo:

—J'ai assez fait l'Empereur, il est temps de faire le général.[619]

Sin embargo, prosiguió la huida abandonando a su suerte las partes dispersas de su ejército que se encontraban detrás.

Se nos describe luego la grandeza de alma de los mariscales, sobre todo de Ney: grandeza que consiste en llegar de noche por los bosques rodeando el Dniéper, presentándose en Orsha sin banderas y sin artillería con sólo la décima parte de sus tropas.

Y, por último, los historiadores describen como algo grande y genial la marcha del gran emperador, abandonando su heroico ejército. Hasta esa última fuga, que en lengua corriente debería llamarse último grado de infamia y de la que hasta un niño se avergonzaría, hasta esa acción se ve justificada por los historiadores.

Y cuando ya es imposible seguir estirando los tan elásticos hilos del razonamiento, cuando esa actuación es tan claramente opuesta a lo que toda la humanidad suele entender por digno y aun justo, aparece entonces en labios de los historiadores la salvadora concepción de la grandeza. Al parecer, la grandeza excluye toda posibilidad de medir el bien y el mal. Para el grande el mal no existe: ninguna villanía puede atribuirse al que es grande.

“C’est grand!”, dicen los historiadores, y, por tanto, no hay bien ni mal; sólo hay “le grand” y lo “non grand”. Lo “grand” es el bien; lo “non grand”, el mal. Grand, según ellos, es la calidad de esos seres especiales a los que llaman héroes. Y Napoleón, que huía a su casa abrigado con su pelliza y abandonando a sus moribundos compañeros, hombres todos a los que —según su propia opinión— había conducido él mismo hasta aquel lugar, encuentra que aquello “c'est grand”, y con ello queda tranquilo.

—Du sublime (veía algo sublime en sí mismo) au ridicule il n'y a qu'un pas— decía.[620]

Y después de cincuenta años todos repiten: Sublime! Grand! Napoléon le Grand! Du sublime au ridicule il n’y a qu'un pas!

Y nadie piensa que el hecho de considerar la grandeza como la medida del bien y del mal es la confesión de su nulidad, de su infinita pequeñez.

Para nosotros, que poseemos la medida del bien y del mal dada por Cristo, nada hay inconmensurable. No existe grandeza donde no hay bondad, sencillez y verdad.