Napoleón entra en Moscú después de una brillante victoria, la de Moskova: esa victoria no ofrece dudas, puesto que los franceses quedan dueños del campo. El ejército ruso retrocede y abandona la capital. Moscú, bien abastecida, llena de armas y municiones y con riquezas incalculables, cae en manos de Napoleón. Las tropas rusas, dos veces inferiores en número a las francesas, no realizan en el curso de un mes ni una sola tentativa de ataque. La posición de Bonaparte es ahora de las más brillantes. Al parecer, no era preciso ser genial para conservar la posición brillante de que gozaba en aquel entonces el ejército francés, para atacar y aniquilar los restos de las tropas rusas, concertar una paz ventajosa o, en caso de una negativa, amenazar San Petersburgo, para volver a Smolensk o Vilna, o bien quedarse en Moscú. Sólo se precisaba la cosa más sencilla y fácil: no permitir que las tropas se entregaran al saqueo, preparar en Moscú ropas de invierno suficientes para todo el ejército y asegurar la distribución de las provisiones que había en la ciudad, que (según los historiadores franceses) habrían bastado para más de seis meses. Napoleón, el más grande de los genios, que tenía poder absoluto para dirigir el ejército, como afirman los historiadores, no hizo nada de eso.
Y no sólo no lo hizo, sino que, por el contrario, utilizó su poder para elegir, entre todos los medios que se le ofrecían, el más absurdo y funesto. De todo cuanto Napoleón podía hacer: pasar el invierno en Moscú, dirigirse a San Petersburgo o a Nizhni-Nóvgorod, retroceder, ir más al norte o más al sur por el mismo camino que seguiría después Kutúzov, eligió lo más absurdo y funesto, es decir, quedarse en Moscú, permitiendo que las tropas saquearan la ciudad: después, indeciso, salió de Moscú al encuentro de Kutúzov sin presentar batalla, torció a la derecha, llegó hasta Malo-Yaroslávets y, una vez más, sin intentar abrirse paso, siguió un itinerario distinto del seguido por Kutúzov, retrocediendo hacia Mozhaisk por el camino de Smolensk, entre regiones devastadas por la guerra: no se le podía ocurrir nada más absurdo y funesto, como lo demostraron las consecuencias.
Que imaginen los más hábiles estrategas que su objetivo era exterminar su ejército e inventen otra serie de actuaciones que hayan llevado al desastre a todo el ejército francés con tanta pericia y seguridad como lo hizo Napoleón, dejando al margen, ignorándolo, todo cuanto hicieron las tropas rusas.
Lo hizo el genial Napoleón. Pero afirmar que Napoleón perdió su ejército porque así lo quiso o porque era muy tonto sería tan injusto como decir que Napoleón condujo sus tropas hasta Moscú porque así lo quiso y porque era inteligentísimo y genial.
En uno y otro caso, su actuación personal no influía más que la de cualquier soldado; coincidía, nada más, con las leyes que regían aquel fenómeno.
Los historiadores falsean la verdad cuando aseguran que las energías de Napoleón se debilitaron en Moscú, porque los resultados no justificaron su actuación. El Emperador francés, como había hecho siempre y siguió haciendo después, en 1813, empleó todo su saber y todas sus energías en beneficio de sus intereses y los de su ejército. La actuación de Napoleón durante aquel tiempo no resulta menos asombrosa que en Egipto, Italia, Austria o Prusia. No sabemos con entera certeza hasta qué punto fue realmente genial en Egipto, donde cuarenta siglos contemplaron su grandeza, por la sencilla razón de que todas sus grandes hazañas fueron relatadas por historiadores franceses únicamente. Ni podemos tener una exacta idea de su genio en Austria y Prusia, puesto que sólo contamos con informaciones alemanas y francesas para juzgarlo, y el hecho inexplicable de que cuerpos de ejército enteros se rindieran sin dar batalla y las fortalezas cayeran sin resistir asedios se debe solamente a que los alemanes acataban su genialidad como única explicación de las guerras que tuvieron por escenario su país. Pero, gracias a Dios, los rusos no necesitan reconocer su genio para ocultar su propia vergüenza. Los rusos han pagado el derecho a juzgar los hechos simplemente, con entera claridad, y no están dispuestos a ceder ese derecho.
Su actuación en Moscú fue tan asombrosa y genial como siempre. Desde su entrada en la capital hasta su salida, se suceden órdenes y proyectos. No lo afectaron ni la falta de habitantes ni el incendio de la ciudad. Nunca dejó de preocuparse del bien de su ejército, de las acciones del enemigo, del bienestar del pueblo ruso, de la dirección de los asuntos de París, ni siquiera de las consideraciones diplomáticas relacionadas con las condiciones de una próxima paz.