XIII

En la barraca a la que Pierre fue conducido y en la cual permaneció cuatro semanas había veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Más tarde los recordaba a todos como envueltos en una especie de neblina; tan sólo Platón Karatáiev quedó para siempre en su memoria como el recuerdo más vivo y querido, como la personificación de todo cuanto es ruso, bondadoso y redondo. A la mañana siguiente, cuando Pierre pudo ver a su vecino, la primera impresión de algo redondo se confirmó plenamente. Toda la persona de Platón, con el capote francés ceñido con una cuerda, la gorra y los lapti, era redonda. Su cabeza era completamente redonda, los hombros, hasta los brazos, que mantenía siempre en posición de abrazar algo, eran redondos. La misma impresión producían su sonrisa agradable y sus ojos, grandes, castaños y cariñosos.

Platón Karatáiev pasaba probablemente de los cincuenta a juzgar por sus relatos de las campañas en que había tomado parte como soldado. No sabía a ciencia cierta su edad ni sabía precisarla, pero sus hileras de dientes fuertes y blancos, que mostraba cuando reía (lo que hacía con frecuencia), estaban sanas y bien conservadas. Ni en la cabeza ni en la barba tenía un solo pelo blanco, su cuerpo parecía elástico y, sobre todo, firme y resistente.

Su rostro, a pesar de las arrugas pequeñas y redondas, conservaba una expresión inocente y juvenil; su voz era agradable y melodiosa; pero la peculiaridad de su conversación era la franqueza y la facilidad para expresarse. Al parecer, nunca pensaba lo que había dicho o iba a decir y, por ello, en su manera de hablar —rápida y sincera— había una irresistible capacidad de persuasión.

Su fuerza física y su habilidad eran tales durante los primeros tiempos de su prisión que parecía desconocer el cansancio y la enfermedad. Cada día, al acostarse, decía: “Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo”. Por la mañana, al levantarse, alzaba los hombros siempre del mismo modo y decía: “Me encogí al acostarme, me estiré al levantarme”. Y, en efecto, en cuanto se acostaba, se dormía como una piedra; y al levantarse, sin perder un segundo, se entregaba a cualquier faena, como los niños que apenas levantados se ponen a jugar. Sabía hacer de todo, ni demasiado bien, ni muy mal: cocinaba, hacía pan, cosía, arreglaba botas, trabajaba en madera. Estaba siempre ocupado y sólo por la noche se permitía entablar alguna conversación, a la que era muy aficionado, o cantar. No cantaba como quien sabe que lo están escuchando, sino como los pájaros, por la sencilla razón de que necesitaba emitir esos sonidos, lo mismo que necesitaba estirarse o caminar. Sus sonidos eran siempre delicados, melodiosos, melancólicos, casi femeninos, y su rostro, cuando cantaba, permanecía muy serio.

Desde que había caído prisionero se había dejado crecer la barba y había renunciado a todos los elementos extraños impuestos por el servicio militar; sin darse cuenta había vuelto al antiguo modo del vivir campesino. Decía:

—El soldado con permiso, de los peales hace camisas.

No le gustaba hablar de los años pasados en el ejército, aun cuando no se quejase de él y repitiera con frecuencia que en el regimiento nunca le habían pegado. Cuando contaba algo, se refería casi siempre a los viejos y queridos recuerdos de su vida de campesino, de “cristiano”, decía. Los abundantes dichos que adornaban su conversación no eran indecorosos ni indecentes, como los de los soldados, sino populares; expresados en momentos oportunos, parecían insignificantes y adquirían, de pronto, un sentido profundo.

Muchas veces se contradecía, pero sus palabras siempre resultaban certeras. Le gustaba hablar, y hablaba bien, aderezando las frases con palabras cariñosas y sentencias inventadas por él; al menos, eso le parecía a Pierre. Pero la atracción principal de sus relatos consistía en que los acontecimientos más sencillos, que Pierre veía sin prestarles atención, adquirían en sus labios un carácter solemne. Le gustaba oír los cuentos (siempre los mismos) que en las veladas contaba un soldado, pero sobre todo le gustaban las historias de la vida real. Sonreía feliz al escucharlas; intercalaba de vez en cuando algunas palabras y hacía preguntas para deducir la moraleja de todo cuanto se decía. Karatáiev no sentía el cariño, la amistad, el amor como los entendía Pierre, pero quería y vivía amistosamente con todo cuanto veía y, en particular, con los seres humanos, fueran como fueran, a quienes la vida había puesto en su camino. Quería a su perro, a sus compañeros, a los franceses y a Pierre, que era su vecino; pero Pierre sentía que, a pesar de la cariñosa ternura que Karatáiev le demostraba (con la cual tributaba, sin saberlo, el respeto debido a la vida espiritual de Pierre), al separarse de él no se entristecería en absoluto. Y Pierre comenzó a experimentar el mismo sentimiento hacia Karatáiev.

Para los demás prisioneros, Platón Karatáiev era un simple soldado; lo llamaban Halconcito o Platoshka, se burlaban bonachonamente de él, lo mandaban con diversos recados, pero Pierre lo recordaba siempre incomprensible, tal como lo había visto la primera noche: inconcebible, redondo, la eterna personificación de la sencillez y la verdad.

Platón Karatáiev no sabía de memoria nada, salvo su oración. Cuando empezaba un relato, parecía no saber cómo terminaría.

Cuando Pierre, sorprendido a veces por el significado de sus palabras, le pedía que las repitiera, Platón no podía recordar lo que había dicho un minuto antes, tal como no podía explicarle con palabras su canción favorita.

Decía en ella “querida”, “abedul” y “qué angustia la mía”, pero la letra, de por sí, carecía de sentido. Él no entendía ni podía entender el significado de las palabras separadas del relato. Cada palabra, cada acto suyo, era la manifestación de una actividad desconocida para él, que era su vida. Pero esa vida suya, tal como la imaginaba, no tenía sentido alguno como vida individual, sólo significaba algo como parte de un todo que él percibía constantemente. Sus palabras y actos se desprendían de él con la misma regularidad, precisión y espontaneidad del perfume que emana de la flor. No podía comprender ni el sentido ni el valor de sus actos o palabras tomadas por separado.