XVIII

Desde hacía dos días, es decir, desde que desapareció de su casa, Pierre habitaba en el piso vacío del difunto Bazdéiev. Había sucedido así:

Al día siguiente de su regreso a Moscú, después de la conversación con el conde Rastopchin, Pierre, al despertarse, estuvo largo rato sin percatarse de dónde se hallaba y qué deseaban de él. Cuando entre los nombres de quienes lo esperaban en la sala nombraron al francés portador de la carta de la condesa Elena Vasílievna sintió que lo invadía aquel sentimiento de confusión y desesperanza al que era tan propenso. Le pareció que todo había concluido ahora, que todo se confundía, se venía abajo; nadie tenía razón ni nadie era culpable; el porvenir no le reservaba ya nada y el presente no tenía solución. Sonriendo forzadamente y mascullando algo entre dientes, ya se dejaba caer en el diván, ya se ponía en pie, se acercaba a la puerta y miraba por el ojo de la cerradura a la antesala, bien gesticulando, daba la vuelta y tomaba un libro. El mayordomo anunció por segunda vez que el francés, que había traído la carta de la condesa, deseaba verlo, aunque sólo fuera un instante, y que habían venido de parte de la viuda de Bazdéiev rogándole que se hiciera cargo de los libros, porque la señora Bazdéiev se había ido al campo.

—¡Ah, sí! Ahora… Espera… Bueno, no. Di que volveré en seguida— dijo Pierre al mayordomo.

Pero en cuanto el mayordomo desapareció, Pierre tomó un sombrero que había sobre la mesa y salió por la puerta excusada de su despacho. En el pasillo no había nadie. Pierre recorrió todo el largo pasillo hasta la escalera, cejijunto y frotándose la frente con ambas manos, y bajó al primer rellano. El portero estaba en el portal. Desde el descansillo en que se hallaba Pierre otra escalera conducía a la puerta de servicio. Pierre tomó la escalera de servicio y bajó al patio. Nadie lo había visto. Pero en la calle, al cruzar el portalón, los cocheros que estaban allí se descubrieron delante del amo. Sintió todas aquellas miradas fijas en él e hizo como el avestruz, que esconde la cabeza para no ser visto. Bajó la suya, y, acelerando el paso, se alejó calle adelante.

De cuanto Pierre debía hacer aquella mañana, lo más urgente le pareció la selección de los libros y documentos de Osip Alexéievich.

Tomó el primer coche que encontró y ordenó que lo llevara a Patriárshie Prudí, donde se encontraba la casa de la viuda Bazdéiev.

Sin dejar de mirar los convoyes que avanzaban por todas partes y salían de Moscú, Pierre, al acomodar su grueso cuerpo en el carruaje, procurando no perder el equilibrio en aquel destartalado carricoche, sintió una emoción semejante a la del muchacho que escapa de la escuela.

Comenzó a charlar con el cochero, quien le contó que aquel día se distribuían armas en el Kremlin y que al día siguiente enviarían a todo el mundo a la puerta de Triojgorny, donde iba a tener lugar una gran batalla.

Cuando llegó a Patriárshie Prudí, Pierre buscó la casa de Bazdéiev, a la que no iba desde hacía tiempo. Se acercó a la puerta. Guerasim, el viejecillo amarillento y barbilampiño a quien Pierre había visto hacía cinco años en Torzhok en compañía de Osip Alexéievich, salió a abrirle.

—¿Hay alguien en casa?— preguntó Pierre.

—Debido a las actuales circunstancias, Excelencia, Sofía Danílovna y sus hijos se han ido al campo, cerca de Torzhok.

—Entraré, es lo mismo. Debo revisar los libros— dijo Pierre.

—Pase, por favor. El hermano del difunto, que en gloria esté, Makar Alexéievich, ha quedado en casa. Ya sabe usted que está muy debilitado— dijo el viejo servidor.

Pierre conocía al hermano de Osip Alexéievich, Makar Alexéievich, un alcohólico medio loco.

—Sí, sí, ya lo sé. Vamos, vamos…— y entró.

En el pasillo había un anciano, alto y calvo, de nariz colorada, envuelto en un batín, con chanclos en los pies desnudos. Al ver a Pierre rezongó algo, malhumorado, y se alejó por el corredor.

—Era un hombre de gran inteligencia y ahora, como ve, ha perdido la razón— dijo Guerasim. —¿Quiere usted entrar en el despacho?

Pierre asintió con un gesto.

—El despacho está sellado, tal como lo dejaron. Sofía Danílovna mandó que se entregasen los libros si venían a buscarlos de parte de usted.

Pierre entró en aquella sombría estancia donde penetraba tembloroso en vida del bienhechor. Estaba llena de polvo; no la habían barrido desde la muerte de Osip Alexéievich y parecía más sombría que antes.

Guerasim abrió los postigos de una ventana y salió de puntillas. Pierre recorrió el despacho, se acercó al armario de los manuscritos y sacó uno de los documentos más importantes de la orden: las actas originales escocesas, con notas y aclaraciones del bienhechor. Tomó asiento ante la mesa de trabajo, cubierta de polvo, puso en ella el manuscrito, que tan pronto abría como volvía a cerrar y, por último, dejándolo a un lado, apoyó la cabeza en las manos y se abandonó a sus propios pensamientos.

Repetidas veces Guerasim se acercó sin hacer ruido para echar una mirada al despacho y siempre vio a Pierre en la misma postura. Pasaron más de dos horas. Guerasim se permitió hacer ruido en la puerta para llamar la atención de Pierre; pero éste no lo oyó.

—¿Ordena que despida al cochero?

—¡Oh, sí!— dijo Pierre, volviendo a la realidad y levantándose rápidamente. —Oye— añadió mirando al viejo con los ojos brillantes, exaltados y húmedos, —¿sabes que mañana habrá una batalla?

—Eso dicen— respondió Guerasim.

—Te ruego que no digas a nadie quién soy, y que hagas lo que te diga…

—A sus órdenes. ¿Quiere que le sirva la comida?

—No, necesito otra cosa: necesito un traje de campesino y una pistola— dijo Pierre, enrojeciendo de pronto.

—Como usted mande— contestó Guerasim después de reflexionar.

Pierre pasó el resto de la jornada en el despacho del bienhechor; caminaba inquieto de un lado a otro y hablaba consigo mismo, como oyó Guerasim. Durmió en una cama que le prepararon allí mismo.

Guerasim, como criado que ha visto muchas cosas sorprendentes a lo largo de su vida, aceptó aquella extraña actitud sin admirarse. Parecía contento de tener a quien servir. Aquella misma tarde, sin preguntarse ni siquiera a sí mismo para qué lo quería, encontró para Pierre un caftán y un gorro y prometió que al día siguiente le conseguiría la pistola.

Aquella tarde, Makar Alexéievich, arrastrando sus chanclos, se acercó por dos veces a la puerta del despacho y se detuvo, contemplando a Pierre con aire insinuante, pero en cuanto éste se volvía, Makar Alexéievich, avergonzado y malhumorado, se cruzaba el batín y se alejaba rápidamente.

Justamente entonces, vestido con el caftán y acompañado de Guerasim, cuando se dirigía a comprar una pistola a la torre Sujáreva, Pierre se encontró con los Rostov.