IV

A las dos de la tarde se reunió el Consejo en la amplia y cómoda isba del campesino Andréi Savostiánov. Los hombres, mujeres y niños de la numerosa familia se habían agrupado en la parte trasera de la isba, al otro lado del zaguán. Sólo una nieta de Andréi Savostiánov, Malasha, niña de seis años —con la cual el Serenísimo bromeó cariñosamente y a la que dio un terrón de azúcar a la hora del té—, se quedó sobre la estufa de la habitación grande. Malasha, tímida y contenta, contemplaba desde su puesto los rostros, uniformes y condecoraciones de los generales que iban entrando y se sentaban en los anchos bancos colocados en ángulo bajo los iconos. El “abuelo” (así llamaba Malasha en su fuero interno a Kutúzov) se había sentado en un rincón oscuro, detrás de la estufa. Permanecía hundido en su silla plegable y carraspeaba sin cesar, ajustándose el cuello de su guerrera, que, aunque desabrochado, parecía molestarlo. Los que entraban se acercaban a él uno tras otro. Estrechaba las manos a unos; a otros les hacía una inclinación de cabeza. Kaisárov, el ayudante de campo del Serenísimo, quiso descorrer la cortina de la ventana, que estaba enfrente de Kutúzov, pero él agitó con enfado la mano y Kaisárov comprendió que el Serenísimo no deseaba que vieran su rostro.

Alrededor de la rústica mesa de abeto, cubierta de mapas, planos, papeles y lápices, se había reunido tanta gente que los ordenanzas trajeron otro banco y lo colocaron junto a la mesa. En ese banco se sentaron Ermólov, Kaisárov y Tolly. Bajo los iconos, el primer puesto lo ocupaba Barclay de Tolly, que lucía al cuello la cruz de San Jorge y tenía el rostro pálido y enfermizo; su ancha frente se juntaba con el cráneo calvo. Tenía fiebre desde hacía dos días y en aquel mismo momento sentía escalofríos y le dolía todo el cuerpo. Uvárov estaba a su lado y, en voz baja (como hablaban todos), le decía algo con rapidez y gesticulando. El pequeño y redondo Dojtúrov, con las cejas arqueadas y las manos plegadas sobre el vientre, escuchaba con atención. Enfrente, apoyando en la mano su amplia cabeza de rasgos enérgicos y brillantes ojos, se hallaba el conde Ostermann-Tolstói, que parecía abstraído en sus propios pensamientos. Raievski, con gesto habitual, ensortijaba sus negros cabellos en las sienes y miraba tan pronto a Kutúzov como a la puerta de entrada. Iluminaba el rostro enérgico, bello y bonachón de Konovnitsin una sonrisa tierna y maliciosa. Se acababa de encontrar con la mirada de Malasha y le hacía señas con los ojos que provocaban la sonrisa de la niña.

Todos esperaban a Bennigsen, quien, con el pretexto de inspeccionar de nuevo las posiciones, estaba dando fin a una suculenta comida. Aguardaron su llegada desde las cuatro hasta las seis, sin comenzar la sesión, manteniendo, en voz baja, conversaciones particulares.

Cuando Bennigsen entró en la isba, Kutúzov salió de su oscuro rincón y se acercó a la mesa procurando que no le diese en la cara la luz de las velas allí colocadas.

Bennigsen comenzó la sesión con la siguiente pregunta: “¿Debemos abandonar sin combatir la antigua y sagrada capital de Rusia o debemos defenderla?”. A esas palabras siguió un silencio prolongado y general. Todos los rostros se oscurecieron y, en medio del silencio, se oía el irritado carraspeo y la tosecilla de Kutúzov. Todos los ojos se volvieron hacia él. También Malasha miró al abuelo, a quien tenía muy cerca, y vio cómo se contrajo su rostro y se llenó de arrugas; diríase que estaba a punto de llorar. Mas el silencio fue breve.

—¡Antigua y sagrada capital de Rusia!— repitió de pronto con voz irritada las palabras de Bennigsen, haciendo notar así la falsedad con que habían sido dichas. —Permítame que le diga, Excelencia, que esa pregunta no tiene sentido para un ruso— e inclinó hacia delante su grueso cuerpo. —El problema puede plantearse así; carece de sentido. Si los he convocado a esta reunión es para plantear un problema militar, que es éste: “La salvación de Rusia está en su ejército. ¿Conviene arriesgar la pérdida del ejército y de Moscú aceptando el combate o es mejor entregar Moscú sin luchar?”. Sobre este punto querría conocer el parecer de ustedes.

Dicho esto, se echó de nuevo hacia atrás, sobre el respaldo del sillón.

La discusión comenzó. Bennigsen no creía que la campaña estuviese perdida. Aun admitiendo la opinión de Barclay y algún otro sobre la imposibilidad de aceptar la batalla a la defensiva en Fili, y llevado por su patriotismo ruso y el amor a Moscú, proponía pasar las tropas de noche, del flanco derecho al izquierdo, para atacar al día siguiente el flanco derecho de los franceses. Las opiniones se dividieron: Ermólov, Dojtúrov y Raievski apoyaron a Bennigsen. Bien porque los guiase la necesidad de inmolarse antes de abandonar Moscú, o por otras consideraciones personales, aquellos generales parecían no comprender que el Consejo no podía cambiar el inevitable curso de los acontecimientos y que Moscú ya estaba abandonada. Así lo entendieron los demás, y dejando a un lado todo lo referente a Moscú hablaron sobre la dirección que debería tomar el ejército en su retirada.

Malasha, que, sin apartar los ojos, observaba todo lo que ocurría ante ella, comprendía de modo muy distinto la importancia de aquel Consejo. Le parecía que todo consistía en una lucha personal entre el “abuelo” y el “hombre de la levita larga”, como llamaba a Bennigsen, veía lo irritados que estaban cuando hablaban el uno con el otro y siempre tomaba partido por el abuelo. Observó cómo, en medio de la conversación, el abuelo lanzó una ojeada rápida y maliciosa al hombre de la levita; comprendió con gran alegría que el abuelo le cortó las alas, que Bennigsen se puso rojo inesperadamente y empezó a caminar de un lado a otro de la sala. Las palabras que habían influido así sobre Bennigsen eran la opinión expresada por Kutúzov, con voz mesurada y tranquila, sobre las desventajas y ventajas de la propuesta de Bennigsen: hacer pasar durante la noche las tropas del ala derecha a la izquierda para atacar el flanco derecho de los franceses.

—Yo, señores— dijo Kutúzov, —no puedo aprobar el proyecto del conde. Siempre es peligrosa la reagrupación de tropas cercanas al enemigo. La historia militar lo confirma. Así, por ejemplo…— Kutúzov se detuvo como buscando un caso que ilustrara sus palabras, fijando en Bennigsen una mirada clara e ingenua. —Sí, por ejemplo, la batalla de Friedland; el conde la recordará bien. Aquella batalla no salió… del todo bien por la sencilla razón de que nuestras tropas se reagruparon demasiado cerca del enemigo…

Un silencio que a todos pareció demasiado largo siguió a esas palabras. Se reanudaron después las discusiones, pero ya con frecuentes pausas; era evidente que nada había que discutir.

Durante una de esas pausas Kutúzov lanzó un penoso suspiro, como si se dispusiera a hablar. Todos lo miraron.

—Eh bien, messieurs!, je vois bien que c'est moi qui paierai les pots cassés[450]— dijo. Se levantó y se acercó lentamente a la mesa. —Señores, he escuchado sus opiniones. Algunos no estarán de acuerdo conmigo. Pero yo (y se detuvo), en virtud de los poderes que me han conferido el Zar y la patria, ordeno la retirada.

Inmediatamente después de eso, los generales empezaron a dispersarse solemnes y silenciosos, como si volvieran de un entierro.

Algunos generales, con voz contenida, muy diferente de la que habían empleado en las discusiones, dijeron algo al general en jefe.

Malasha, a quien hacía tiempo esperaban para cenar, bajó de la estufa, apoyándose con los pies desnudos en los salientes; después, escurriéndose entre las piernas de los generales, desapareció por la puerta del zaguán.

Una vez que hubieron salido los generales, Kutúzov se sentó de nuevo y permaneció un buen rato con los codos apoyados en la mesa, pensando siempre en aquella terrible cuestión: “¿Cuándo, cuándo se decidió el abandono de Moscú? ¿Cuándo ocurrió lo que hizo fatal ese abandono? ¿Quién es el culpable?”.

—Eso, eso no lo esperaba— dijo a su ayudante de campo, Schneider, que entró en la habitación ya avanzada la noche. —¡No me lo esperaba! ¡Jamás pensé en ello!

—Tiene que descansar, Alteza— dijo Schneider.

—¡Pues no! ¡Zamparán carne de caballo, como los turcos!— exclamó Kutúzov sin contestar a su ayudante, golpeando la mesa con su grueso puño. —¡La zamparán también ellos, con tal de que…!