XXXVI

El regimiento del príncipe Andréi figuraba entre las reservas que hasta las dos de la tarde permanecieron inactivas detrás de la aldea de Semiónovskoie, bajo el violento fuego de la artillería. A eso de las dos, el regimiento, que había perdido ya más de doscientos hombres, recibió la orden de avanzar por los pisoteados campos de avena, en el espacio comprendido entre la aldea de Semiónovskoie y el túmulo donde estaba emplazada la batería; en el transcurso de la mañana, miles de hombres habían muerto y, sobre ellos, a última hora, se había concentrado el fuego de cientos de cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo tiro, el regimiento perdió otra tercera parte de sus hombres. Más adelante, y sobre todo hacia la derecha, en medio de la humareda que no acababa de disiparse, los cañones seguían tronando y desde la misteriosa cortina de humo que cubría todo el terreno volaban sin descanso los proyectiles y las granadas con su lento silbido.

A veces, como para conceder una tregua, durante un cuarto de hora todos los proyectiles y granadas pasaban de largo; pero a veces, en un minuto, el regimiento perdía unos cuantos hombres y a cada instante había que retirar los muertos y heridos.

A cada nueva descarga, los que todavía no habían sido alcanzados tenían menos probabilidades de salir ilesos. El regimiento estaba distribuido en columnas de batallón con intervalos de trescientos pasos; a pesar de ello predominaba en todos idéntico estado de ánimo. Estaban silenciosos y sombríos. Raras veces se anudaba una conversación entre las filas y las palabras cesaban cada vez que sonaba un estampido o los gritos que reclamaban las camillas. Gran parte del tiempo, y de acuerdo con lo ordenado, los soldados estuvieron sentados en la tierra. Uno se quitaba el chacó y deshacía los pliegues con cuidado, para volverlos a componer, después se descalzaba, ajustaba mejor los peales y volvía calzarse; otro limpiaba la bayoneta con un puñado de arcilla seca desmenuzada en las palmas de la mano; otro se aflojaba y volvía a apretar el correaje; más allá, algunos construían pequeñas casitas con paja; todos parecían absortos en sus ocupaciones. Cuando alguno caía herido o muerto y aparecían las camillas, o cuando volvían los soldados o, a través del humo, se veían grandes masas enemigas, ninguno prestaba atención. Mas si la caballería o la artillería pasaban cerca, cuando se percibía el movimiento de la infantería rusa, por todas partes se oían animosas expresiones. Pero eran acontecimientos absolutamente extraños, sin relación alguna con la batalla, los que provocaban la mayor atención. El interés de aquella gente, moralmente extenuada, parecía concentrarse sobre esos objetos ordinarios de la vida. Una batería pasó delante del regimiento. En uno de los armones un caballo de refuerzo enredó el tirante de una caja de munición; esto bastó para que de todas partes gritaran:

—¡Eh, tú! ¡Ojo con el caballo!… ¡Suéltalo! ¡Se caerá!… ¡Eh!… No ven nada.

Otra vez, la atención general fue atraída por un perrillo oscuro, de cola levantada, que venía no se sabía de dónde y se mezcló con un trotecillo inquieto entre las filas; de pronto, asustado por una granada que estalló muy cerca, dejó escapar un aullido y, con el rabo entre piernas, huyó de allí. En todo el regimiento estallaron gritos y risotadas.

Pero las distracciones así no duraban más que un momento, y aquellos hombres llevaban allí más de ocho horas sin comer, inactivos, bajo el incesante horror de la muerte, y sus rostros se tornaban cada vez más pálidos y sombríos.

También el príncipe Andréi estaba pálido y sombrío como todos los hombres de su regimiento. Con las manos a la espalda y la cabeza baja iba de un lado a otro del prado hasta un cercano campo de avena. Nada tenía que hacer ni ordenar. Todo se hacía por sí mismo. Retiraban del frente a los muertos, se llevaban a los heridos y las filas volvían a cerrarse. Si los soldados se alejaban un poco, volvían rápidamente a sus puestos. El príncipe Andréi, creyendo su primera obligación animar a sus hombres y darles ejemplo, permaneció al principio entre las filas, hasta que se convenció de que nada tenía que enseñarles. Todas las potencias de su alma, como ocurría a cada soldado, estaban concentradas, sin él mismo advertirlo, en el esfuerzo de no pensar en el horror de la situación en que se encontraban. Caminaba por el prado, arrastrando las piernas, rozando las hierbas y mirando el polvo que cubría sus botas. Ya daba grandes zancadas, procurando poner los pies en las huellas dejadas por los segadores, ya contaba sus propios pasos, calculando cuántas veces debía pasar de una linde a otra para hacer un kilómetro; en ocasiones cortaba una flor de ajenjo que salía en la linde, la frotaba entre las manos y aspiraba su perfume fuerte y amargo. Nada quedaba ya de todo el esfuerzo intelectual de la víspera. No pensaba en nada. Con oído fatigado escuchaba siempre el mismo ruido, distinguiendo el silbido de los proyectiles del estruendo de los disparos de fusil, observaba los rostros conocidos de los soldados del primer batallón y esperaba. “Ésa… también es para nosotros”, pensaba al oír el zumbido que se acercaba desde la zona cubierta por el humo. “¡Una… otra! ¡Otra más! ¡Ése acertó!…” Se detuvo y miró a la formación. “¡No! ¡Se pasó!… ¡Ésta cae!”, y volvía a caminar, tratando de alargar las zancadas para llegar a la linde en dieciséis pasos.

Un silbido y un estallido. A cinco pasos de él un proyectil se hundió en la tierra seca. Un estremecimiento involuntario le recorrió la espalda. De nuevo miró a las filas de soldados. Muchos, probablemente, habían caído. Un grupo numeroso se concentraba en el segundo batallón.

—Señor ayudante— gritó, —ordene que no se amontonen.

El ayudante cumplió la orden y se acercó al príncipe Andréi. Por la otra parte avanzaba, a caballo, el comandante del batallón.

—¡Cuidado!— gritó un soldado con voz asustada.

Como un pájaro que vuela silbando rápidamente y se posa en tierra, casi sin rumor, una granada cayó a dos pasos del príncipe Andréi, junto al caballo del comandante del batallón. El caballo, sin preguntarse si estaba bien o mal dar señales de miedo, relinchó, se levantó sobre sus patas traseras y se apartó de un salto que estuvo a punto de hacer caer al comandante. El susto del animal se contagió a los hombres.

—¡A tierra!— gritó el ayudante, tumbándose rápidamente. El príncipe Andréi siguió en pie, indeciso. La granada, humeante, giraba como una peonza entre él y el ayudante, tumbado en tierra, en el borde del sembrado y el prado junto a la mata de ajenjo.

“¿Es la muerte?”, pensó el príncipe Andréi, mirando con expresión nueva y ojos envidiosos la hierba, la mata de ajenjo y el humo que se desprendía de aquella girante pelota negra.

“No puedo, no quiero morir. Amo la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire…”, pensó. Pero también recordó que lo miraban.

—Es una vergüenza, señor oficial, que…

No terminó: en aquel instante sonó un estallido al que siguió un ruido como de cristales rotos y el olor sofocante de la pólvora: el príncipe Andréi giró sobre sí mismo y, levantando un brazo, cayó de bruces en tierra boca abajo.

Algunos oficiales corrieron hacia él. Por la parte derecha del vientre brotaba un chorro de sangre que se extendía sobre la hierba.

Acudieron varios milicianos con una camilla y se detuvieron detrás de los oficiales. El príncipe Andréi estaba tendido boca abajo con la cara sobre la hierba y respiraba fatigosamente.

—¿Qué hacéis ahí parados? Ea, deprisa.

Los mujiks se acercaron y lo cogieron por las piernas y los hombros; pero él gimió lastimeramente; los milicianos se miraron y volvieron a dejarlo.

—¡Cogedlo! ¡Ponedlo en la camilla! ¡No importa!— dijo una voz.

Lo levantaron por segunda vez y lo colocaron en la camilla.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Es posible?… ¡Ha sido en el vientre! ¡De ésta no se salva! ¡Dios mío!— se oía entre los oficiales.

—Me ha rozado la oreja… ¡Por un pelo!…— comentó el ayudante.

Los mujiks habían levantado la camilla sobre los hombros y echaron a andar rápidamente por el sendero hacia el puesto de socorro.

—¡Eh!… ¡Al paso!… ¡No seáis brutos!— gritó un oficial deteniendo a los milicianos, que marchaban con paso desigual y sacudían demasiado la camilla.

—¡Ponte tú, Fédor!— dijo el miliciano que iba delante.

—¡Bien! ¡Así va bien!— dijo satisfecho el de atrás, igualando el paso con el primero.

Timojin, al verlos venir, se acercó a las parihuelas y exclamó con voz estremecida, mirando dentro de la camilla:

—¡Excelencia! ¡Príncipe!

El príncipe Andréi abrió los ojos, miró al que hablaba desde las parihuelas, en las cuales se hundía profundamente su cabeza, y volvió a cerrar los párpados.

Los milicianos llevaron al príncipe al bosquecillo donde estaban los furgones y los puestos de socorro, compuestos de tres tiendas plantadas en un claro abierto entre los abedules. Más adentro estaban los furgones y los caballos. Mientras éstos comían su avena en los sacos, los gorriones bajaban a picotear el grano que caía al suelo. Los cuervos, al olor de la sangre, graznaban impacientes y volaban en torno a los árboles. Alrededor de las tiendas, en un espacio de más de dos hectáreas, yacían hombres ensangrentados, con diversos uniformes, unos echados, otros sentados y otros de pie. Alrededor de los heridos se amontonaban los soldados camilleros de rostros abatidos y atentos, a los que en vano trataban los oficiales de hacer volver a sus puestos. Sin hacer caso a las órdenes, los soldados permanecían apoyados en los palos de las camillas y con las miradas fijas, como tratando de comprender la importancia de lo que veían, contemplaban cuanto sucedía ante sus ojos. De las tiendas llegaban gemidos lastimeros, gritos penetrantes y airados. De vez en cuando salían corriendo los practicantes en busca de agua e indicaban los heridos que debían ser llevados adentro. Los heridos que esperaban turno junto a las tiendas gemían, gritaban, lloraban, juraban, pedían vodka, alguno deliraba.

Adelantándose a los heridos sin vendar, el príncipe Andréi, como jefe de regimiento, fue acercado a una de las tiendas y sus porteadores se detuvieron, esperando órdenes.

El príncipe Andréi abrió los ojos y durante largo tiempo no comprendió lo que ocurría a su alrededor. Volvía a recordar el prado, las matas de ajenjo, los campos, la negra pelota que giraba humeante y su apasionado anhelo de vivir. A dos pasos de él un arrogante y corpulento suboficial de cabellos negros, de pie y apoyado en un palo, con la cabeza vendada, hablaba en voz alta y atraía la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y la pierna. Alrededor, un grupo de heridos y camilleros escuchaban ávidamente sus palabras.

—Cuando los echamos de allí, lo abandonaron todo… ¡y hemos hecho prisionero hasta el rey!— gritaba, brillantes sus ojos negros, mirando en derredor. —Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, os aseguro, hermanos, que no habríamos dejado ni rastro de ellos. Es cierto lo que os digo…

El príncipe Andréi miró como los demás al narrador de los ojos brillantes y, mirándolo, experimentó un sentimiento de consuelo. “¿No es lo mismo ahora? —pensó—. ¿Qué me ocurrirá allí, y qué hubo aquí? ¿Por qué siento tanto dejar la vida? Había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún.”