El 25 de agosto, en víspera de la batalla de Borodinó, el prefecto del palacio imperial francés, M. de Beausset, y el coronel Fabvier llegaron para reunirse con Napoleón en su campamento de Valúievo. Procedían, el primero de París y el segundo de Madrid.
M. de Beausset, vestido con el uniforme palaciego, ordenó que, antes de que él pasara, llevaran un paquete que había traído para el Emperador y entró en la antecámara de la tienda de Napoleón, donde, charlando con los ayudantes de campo, comenzó a abrirlo.
Por su parte, Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo junto a ella con algunos generales que conocía.
Napoleón no había salido aún de su cámara y estaba terminando su aseo. Entre resoplidos y carraspeos, volvía tan pronto su gruesa espalda como su carnoso pecho bajo el cepillo con que lo frotaba su ayuda de cámara. Otro ayuda, sujetando el frasco de colonia, la esparcía sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador y lo hacía como si sólo él pudiese saber la cantidad y el lugar donde era preciso hacerlo. Los cortos cabellos de Napoleón estaban mojados y le caían revueltos sobre la frente; todo su rostro, aunque abotargado y amarillento, expresaba bienestar físico.
—Allez ferme, allez toujours…[409]— decía encogiéndose y carraspeando al ayuda de cámara que lo friccionaba.
El ayudante de campo, que había entrado en el dormitorio para informarlo sobre el número de prisioneros del día anterior, permanecía en la puerta, esperando la orden de retirarse. Napoleón, con el ceño fruncido, miró de reojo al ayudante.
—Point de prisonniers!— repitió las palabras del ayudante. —Ils se font démolir. Tant pis pour l'armée russe…— dijo. —Allez toujours, allez ferme— continuó, encorvándose y ofreciendo sus grasientos hombros. —C'est bien! Faites entrer M. de Beausset, ainsi que Fabvier[410]— dijo al ayudante, despidiéndolo con un movimiento de cabeza.
—Oui, Sire— y el ayudante de campo desapareció tras la puerta de la tienda.
Los dos ayudas de cámara vistieron rápidamente a Su Majestad. En seguida, Napoleón, con su azul uniforme de la Guardia, pasó, con pasos resueltos, a la cámara vecina.
De Beausset preparaba con precipitación el regalo que traía de parte de la Emperatriz; lo había colocado sobre dos sillas, frente a la puerta por donde debía entrar Napoleón. Pero éste se había vestido tan pronto y había entrado tan de prisa que lo encontró en plenos preparativos.
Napoleón comprendió de inmediato lo que hacían y se dio cuenta de que no habían acabado todavía. No quiso privarlos del placer de darle una sorpresa; fingió no ver a M. de Beausset y llamó a Fabvier. Escuchó con el ceño severamente fruncido y en silencio lo que le contaba sobre el valor y la fidelidad de sus tropas que combatían en Salamanca, al otro extremo de Europa, con el único pensamiento de ser dignas de su Emperador y con el solo temor de disgustarlo. El resultado de la batalla había sido desfavorable. Napoleón hizo irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como dando por supuesto que, en su ausencia, no podían ocurrir las cosas de otra manera.
—Debo remediarlo en Moscú— dijo. —À tantôt…[411]— añadió llamando a M. de Beausset, quien, preparada ya la sorpresa, había cubierto todo con un velo.
De Beausset se inclinó con el profundo saludo cortesano, cuya exclusiva tenían los viejos servidores de los Borbones, y avanzó tendiéndole un pliego cerrado.
Napoleón se volvió a él con gesto alegre y le tiró de la oreja.
—Se ha dado usted prisa— le dijo. —Encantado de verlo. ¿Qué se dice en París?— y su severa expresión se trocó en un gesto lleno de ternura.
—Sire, tout Paris regrette votre absence[412]— replicó De Beausset tal como debía.
Y aunque Napoleón sabía que De Beausset iba a contestar de aquella manera o de modo análogo, y aunque en sus momentos lúcidos supiese que no era verdad lo que decía, le agradó oír las palabras de De Beausset y se dignó tocarle la oreja otra vez.
—Je suis fâché de vous avoire fait faire tant de chemin— dijo.[413]
—Sire, je ne mattendais pas à moins qu'à vous trouver aux portes de Moscou— dijo De Beausset.[414]
Napoleón sonrió, y levantando distraídamente la cabeza miró a su derecha. Un ayudante de campo se deslizó hasta él con una tabaquera de oro y se la ofreció al Emperador, quien la tomó. —Sí, eso está bien para usted, que le gusta viajar— dijo llevándose el rapé a la nariz. —Dentro de tres días verá Moscú. Probablemente usted no esperaba ver una capital asiática; será un viaje agradable.
De Beausset saludó reconocido por aquella atención a su espíritu viajero (que hasta entonces ignoraba poseer).
—¡Ah! ¿Qué es eso?— preguntó Napoleón, observando que los cortesanos miraban algo cubierto con el velo.
De Beausset, con la habilidad de los palaciegos, sin volver la espalda al soberano, dio dos pasos atrás y, al mismo tiempo, retiró el velo diciendo:
—Un regalo para Vuestra Majestad, de parte de la Emperatriz.
Era el retrato pintado por Gérard, en colores vivísimos, del hijo nacido de Napoleón y la hija del Emperador de Austria, a quien todos llamaban, no se sabe por qué, “rey de Roma”.
Era el retrato de un niño muy guapo de cabellos rizados y mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina; el pintor lo había representado jugando al boliche. La bola representaba el globo terrestre, y el bastoncito, en la otra mano, figuraba el cetro.
Y, aunque la intención del pintor no era muy evidente, representando al llamado rey de Roma horadando el globo terrestre con un bastoncito, la alegoría resultaba clarísima y había gustado mucho, tanto a los que habían visto el cuadro en París como a quienes lo contemplaban ahora.
—Le Roi de Rome— dijo Napoleón, señalando el retrato con un gracioso gesto de la mano. —Admirable!
Con la facilidad para cambiar de expresión que los italianos poseen, se acercó al cuadro y adoptó un aire de pensativa ternura.
Se daba cuenta de que todo cuanto hiciera y dijera en aquel momento pasaría a la historia. Y le pareció que lo mejor que podía hacer ante la imagen de su hijo que jugaba con el globo terrestre era mostrar, en contraste con su majestad, la más sencilla ternura paterna. Sus ojos se velaron de lágrimas. Avanzó un poco; echó una mirada hacia una silla (la silla se movió hacia él), tomó asiento frente al retrato, hizo un gesto y todos salieron de puntillas, dejando al gran hombre consigo mismo y con sus pensamientos.
Así permaneció cierto tiempo y, sin saber él mismo la razón, tocó con los dedos el resalto de las rugosidades del retrato, se levantó y llamó de nuevo a De Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el retrato delante de su tienda para no privar a la vieja Guardia, que lo rodeaba, del placer de contemplar al rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador.
Tal como esperaba, mientras desayunaba con M. de Beausset, quien se había hecho merecedor de semejante honra, ante la tienda se oían extasiadas voces de oficiales y soldados de la vieja guardia.
—Vive l'Empereur! Vive le roi de Rome! Vive l'Empereur!— gritaban.
Después del desayuno, en presencia de M. de Beausset, Napoleón dictó la orden del día para el ejército.
—Courte et énergique![415]— comentó cuando él mismo hubo leído aquel documento, escrito de una vez, sin enmienda alguna. Decía así:
¡Soldados! He aquí la batalla que tanto deseabais. La victoria depende de vosotros y es imprescindible para nosotros, porque nos proporcionará todo cuanto necesitamos: cómodos alojamientos y un rápido regreso a la patria. Actuad como lo hicisteis en Austerlitz, en Friedland, Vítebsk y Smolensk. ¡Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros hechos en la gran batalla del Moskova, y diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla por Moscú!
—Del Moskova— repitió Napoleón; e invitando a un paseo a M. de Beausset, a quien gustaba viajar, salió de la tienda hacia donde estaban ensillados los caballos.
—Votre Majesté a trop de bonté[416]— dijo De Beausset ante la invitación de acompañar al Emperador.
No sabía montar a caballo y le daba miedo hacerlo; además, habría preferido dormir. Pero Napoleón movió la cabeza y De Beausset hubo de seguirlo.
Cuando el Emperador salió de su tienda redoblaron los gritos de la Guardia, que se había reunido ante el retrato de su hijo. Napoleón frunció el entrecejo.
—Quítenlo de ahí— dijo con gesto majestuoso y lleno de gracia, señalando el retrato. —Es todavía demasiado joven para ver un campo de batalla.
De Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza y suspiró profundamente, dando a entender así hasta qué punto sabía comprender y apreciar las palabras del Emperador.