XXV

Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andréi, como si no deseara quedarse a solas con su amigo, los invitó a tomar el té en su compañía. Trajeron unos bancos y té. Los oficiales contemplaban, no sin sorpresa, la corpulencia de Pierre y escucharon sus relatos de Moscú y de la situación de la tropa, cuya línea él había visto. El príncipe Andréi guardaba silencio y su rostro era tan poco acogedor que Pierre acabó por dirigirse preferentemente al bonachón de Timojin.

—Entonces, ¿has comprendido toda la disposición de nuestras tropas?— lo interrumpió el príncipe Andréi.

—Como no soy militar, no puedo decir que lo haya comprendido todo absolutamente; sin embargo, al menos, tengo una idea de la situación general.

—Eh bien!, vous êtes plus avancé que qui que ce soit[405]— comentó el príncipe Andréi.

—¡Ah!— exclamó Pierre, perplejo, sin dejar de mirar al príncipe Andréi por encima de sus lentes: —¿Y qué me dice del nombramiento de Kutúzov?

—Que me alegró mucho— contestó Bolkonski. —Es todo lo que sé…

—¿Y qué opina usted de Barclay de Tolly? Dios sabe lo que se dice de él en Moscú. ¿Qué piensa usted de él?

—Pregúntaselo a ellos— dijo el príncipe Andréi, indicando a los oficiales.

Pierre, con la indulgente sonrisa con que todos, involuntariamente, se dirigían a Timojin, se volvió hacia él.

—Hemos visto la luz, Excelencia, con la llegada del Serenísimo— dijo Timojin tímidamente, sin dejar de mirar a su coronel.

—Pero, ¿por qué?— preguntó Pierre.

—Aunque sólo sea con respecto al pienso y a la leña. Cuando nos retiramos de Sventsiani no nos dejaron tocar nada: ni la leña, ni el heno ni otra cosa alguna. Nos vamos y él se queda con todo. ¿No es así, Excelencia?— preguntó al príncipe Andréi—. En nuestro regimiento procesaron a dos oficiales por actos semejantes. Pero con la llegada del Serenísimo todo eso se hizo sencillo. Hemos visto la luz…

—¿Y por qué lo prohibían?

Timojin, turbado, miró en derredor, no sabiendo qué responder a semejante pregunta. Pierre la repitió dirigiéndose al príncipe Andréi.

—Para no arruinar el país que dejábamos al enemigo— dijo el príncipe Andréi con cólera e ironía. —Un razonamiento muy sensato: no se puede permitir el saqueo ni que las tropas se acostumbren a merodear. Y en Smolensk se pensó también razonablemente que los franceses podían rebasarnos, ya que contaban con superioridad de fuerza. Pero él fue incapaz de comprender— gritó con voz aguda que no pudo reprimir— que era la primera vez que combatíamos en defensa de nuestra tierra, que las tropas estaban animadas de un sentimiento como jamás he visto, que durante dos días seguidos habíamos rechazado a los franceses, decuplicando nuestras fuerzas con esos triunfos. Dio orden de retroceder y todas las pérdidas, todos los esfuerzos fueron vanos. No fue un traidor; intentaba hacerlo todo de la mejor manera, todo lo tenía calculado: pero, por eso mismo, no sirve. No sirve precisamente ahora porque reflexiona con demasiado escrúpulo, con una exactitud exagerada, propia de un alemán. Cómo te diría… Por ejemplo: tu padre tiene un lacayo alemán; es un buen lacayo, que cumple a la perfección el servicio y satisface mejor que lo podrías hacer tú mismo todas las exigencias de su señor. Pero si tu padre está enfermo, a punto de morir, apartarás al criado y con tus propias manos inexpertas y torpes atenderás a tu padre y lo harás mejor que el otro, que podrá valer mucho, pero que es un extraño. Eso fue lo que pasó con Barclay. Mientras Rusia estaba sana y fuerte, un extranjero podía servirla y él resultaba un ministro excelente; pero cuando está en peligro, Rusia necesita uno de los suyos. Y a vosotros, allá en el Club, se os ocurrió decir que era un traidor. Pero el hecho de haberlo calumniado tendrá por consecuencia que, después, avergonzados del insulto, lo conviertan en un héroe, o en un genio, lo que sería aún más injusto. No es más que un alemán honesto y buen cumplidor…

—Dicen, sin embargo, que es un excelente jefe militar, ¿es cierto?— preguntó Pierre.

—No entiendo qué significa eso de “excelente jefe militar”— sonrió burlonamente el príncipe Andréi.

—Un buen jefe militar es el que prevé todas las contingencias… y adivina los planes del contrario— explicó Pierre.

—¡Eso es imposible!— refutó el príncipe Andréi, como si se tratara de una cuestión ya resuelta hace tiempo.

Pierre lo miró asombrado.

—Sin embargo, se dice que la guerra es semejante al juego de ajedrez.

—Sí— dijo el príncipe Andréi, —pero con una pequeña diferencia: que en el juego, antes de cada jugada puedes reflexionar cuanto quieras; te hallas en cierta manera fuera de las condiciones del tiempo; y con la certeza de que un caballo vale siempre más que un peón, y que dos peones son más fuertes que uno solo, mientras que en la guerra, un batallón resulta a veces más fuerte que una división entera y otras más débil que una compañía. Nadie puede conocer la fuerza relativa de las tropas. Créeme— continuó, —si algo dependiera de las órdenes de los Estados Mayores, yo me habría quedado allí y daría órdenes en vez de tener el honor de servir aquí, en el regimiento, con estos señores. Porque creo firmemente que el día de mañana depende de nosotros, y no de ellos… El éxito en una batalla no ha dependido ni dependerá nunca de las posiciones, del armamento, del número; menos que nada, de las posiciones.

—Entonces, ¿de qué?

—Del sentimiento que hay en mí, en él— y señaló a Timojin —y en cualquier soldado.

El príncipe Andréi fijó sus ojos en Timojin, quien, asustado y perplejo, miraba a su jefe. Poco antes silencioso y reservado, el príncipe hablaba ahora con emoción. Era evidente que no podía retener las ideas que lo asaltaban de improviso.

—Vence en la batalla quien está firmemente decidido a ganarla. ¿Por qué perdimos la batalla de Austerlitz? Nuestras bajas eran casi iguales a las francesas; pero nos dijimos demasiado pronto que habíamos perdido la batalla y la perdimos; y nos lo dijimos porque allí ya no había motivo para luchar. Todos querían dejar lo antes posible el campo de batalla: “Hemos perdido, ¡huyamos, pues!”. Si hubiésemos aguantado hasta la noche, Dios sabe qué habría ocurrido. Pero mañana no lo diremos. Tú hablas de nuestras posiciones, de que el flanco izquierdo es débil, de que el derecho está demasiado extendido; pero todo eso son tonterías; nada de eso tiene importancia. ¿Qué nos espera mañana? Cien millones de casualidades diversas tendrán que resolverse en un solo instante; se decidirá si somos nosotros los que hemos de huir o ellos, quiénes han de matar o morir. Todo lo demás es un juego. Los que te han acompañado en tu visita a las posiciones no sólo no contribuyen a la marcha general de las cosas, sino que la obstaculizan. Lo único que los ocupa son sus pequeños intereses.

—¡En semejante momento!— reprochó Pierre.

—Sí, en semejante momento— repitió el príncipe Andréi. —Para ellos ese mismo momento no es más que una buena ocasión para minar el terreno al enemigo y conseguir una nueva cruz o banda. Te voy a decir lo que sucederá mañana: cien mil rusos y cien mil franceses se han juntado para combatir, y el hecho es que esos doscientos mil hombres lucharán, y el que lo haga con más furor y se reserve menos será el vencedor. Y si quieres te diré que, mañana, pase lo que pase y por mucho que embrollen las cosas los de allá arriba, ganaremos; mañana, pase lo que pase, ¡ganaremos la batalla!

—¡Es la verdad, Excelencia; la verdad auténtica!— dijo Timojin. —No es hora de pensar en nuestras vidas. No querrá creerlo, pero los soldados de mi batallón no han querido beber vodka: dicen que hoy no es un día para beber.

Todos guardaron silencio.

Los oficiales se levantaron. El príncipe Andréi salió con ellos para dar las últimas órdenes a su ayudante. Cuando los oficiales se fueron, Pierre se acercó al príncipe Andréi. Quería reanudar la conversación, cuando en el camino, no muy lejos del cobertizo, sonaron los cascos de tres caballos. Al mirar hacia allí el príncipe Andréi reconoció a Wolzogen y a Klausevitz, a quienes acompañaba un cosaco. Pasaron cerca de ellos prosiguiendo su conversación; Pierre y el príncipe Andréi oyeron, involuntariamente, las siguientes frases:

—Der Krieg muss im Raum verlegt werden. Der Ansicht kann ich nicht genug Preis geben— decía uno.[406]

—O ja— dijo la otra voz, —der Zweck ist nur den Feind zu schwächen, so kann man gewiss nicht den Verlust der Privat-Personen in Achtung nehmen.[407]

—O ja— confirmó la primera voz.

—Eso es, im Raum verlegen![408]— repitió el príncipe Andréi, resoplando, colérico, con la nariz, cuando los jinetes se hubieron alejado, —im Raum. Yo tenía a mi padre, a mi hijo y a mi hermana en Lisie-Gori. Pero a él eso no le importa. Ahí tienes lo que yo te decía. Estos señores alemanes mañana no ganarán la batalla; no harán más que emporcar todo cuanto puedan, porque en sus cabezas germanas no hay más que razonamientos que no valen un comino. No tienen en el corazón lo único necesario para mañana: lo que hay en Timojin. Le han entregado toda Europa y ahora vienen aquí a darnos lecciones. ¡Excelentes maestros!— concluyó con voz estridente.

—Entonces, ¿piensa que venceremos en la batalla de mañana?— preguntó Pierre.

—Sí, sí— dijo distraídamente el príncipe Andréi. —Sólo una cosa haría si tuviera poder para ello: no haría prisioneros. ¿Para qué? Resulta demasiado caballeresco. Los franceses han arruinado mi casa, van a destruir Moscú; me han ofendido y me ofenden a cada momento. Son mis enemigos, considero que todos son delincuentes. Timojin y el ejército entero piensan lo mismo: hay que acabar con ellos. Si son enemigos, no pueden ser amigos, digan lo que digan en Tilsitt.

—Sí, sí, estoy de acuerdo en todo— dijo Pierre, mirando al príncipe Andréi con ojos brillantes.

La cuestión que había tenido inquieto a Pierre, desde que salió de Mozhaisk, le pareció definitivamente resuelta y clara. Comprendía ahora todo el sentido y la importancia de aquella guerra y de la próxima batalla. Todo cuanto había visto aquel día, la expresión grave y severa de los rostros con que se había encontrado al pasar, parecía iluminarse ahora con una nueva luz. Comprendió el oculto calor latente (como suele decirse en física) del patriotismo que existía en todas las personas que había visto y que le explicaba por qué todos ellos se preparaban a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta naturalidad.

—No hay que hacer prisioneros— proseguía el príncipe Andréi. —Esto transformaría la guerra y la haría menos cruel. Nosotros hemos jugado a hacer la guerra: eso es lo que está mal; fuimos demasiado magnánimos, generosos. Magnanimidad y sensibilidad semejantes a las de la señora que se desmaya cuando ve matar a un ternero: es tan buena que no puede ver sangre; pero eso no impide que coma con excelente apetito aquel mismo ternero cuando se lo sirven en la mesa. Nos hablan de derechos de guerra, de caballerosidad, de parlamentarios, de la necesidad de compadecer a los desventurados…, etcétera. ¡Tonterías! En 1805 vi yo la caballerosidad y lo que significan los parlamentarios. Nos engañaron y nosotros los engañamos. Saquean casas ajenas; ponen en circulación billetes de banco falsos… y, lo que es peor, matan a mis hijos y a mi padre… ¡y hablan de las reglas de guerra y de magnanimidad para con el enemigo! ¡No, no hay que hacer prisioneros; hay que matar e ir a la muerte! Quien, como yo, haya llegado a pensar así, habiendo sufrido como yo…

El príncipe Andréi, quien pensaba que le era indiferente que conquistaran o no Moscú, como lo habían hecho con Smolensk, se interrumpió bruscamente al sentir un espasmo inesperado que oprimía su garganta… Dio unos pasos silenciosos, pero sus ojos seguían brillando febriles y los labios le temblaban cuando reanudó su discurso.

—Si no existiera la hipócrita generosidad en la guerra la haríamos tan sólo cuando, como ahora, merece la pena ir a una muerte segura; no habría guerra porque Pável Ivánich ha ofendido a Mijaíl Ivánich. Pero una guerra como la de ahora habría que hacerla como debe hacerse: los ejércitos ya no serían tan numerosos. Todos esos westfalianos y ciudadanos de Hesse que siguen a Napoleón no habrían venido con él a Rusia, como tampoco nosotros habríamos luchado en Austria y Prusia sin saber siquiera el motivo. La guerra no es un intercambio de cumplidos, sino la cosa más odiosa del mundo: hay que comprenderla bien, y no jugar a la guerra. Debe aceptarse severamente esa terrible necesidad. Todo se reduce a eso. Rechazando los engaños y las mentiras, la guerra entonces se llevará con todas sus consecuencias y no será un juego; de otra manera, se convierte en el pasatiempo favorito de gentes ociosas y frívolas… El estamento militar es el más digno. ¿Y qué es la guerra? ¿Qué es necesario para triunfar en el arte militar? ¿Qué pretende el estamento militar? El fin de la guerra es el asesinato, los instrumentos de la guerra son el espionaje, la traición y su instigación, la ruina de los habitantes, el saqueo, el robo llevado a cabo para mantener a los ejércitos, el engaño y la mentira que reciben el nombre de astucia militar. La vida del estamento militar descansa en la disciplina (es decir, en la falta de libertad), en el ocio, la ignorancia, la crueldad, el libertinaje, las borracheras. Y a pesar de ello, es el estamento superior respetado por todos. Los reyes, salvo el de China, llevan uniforme militar; y quien mate más gente recibe mayores recompensas… Mañana, por ejemplo, se reúnen y acuerdan matarse unos a otros: se matan, dejan malheridos a decenas de miles y luego celebran numerosos tedéums para agradecer el haber matado a tanta gente (cuyo número llegan a aumentar) y proclaman la victoria suponiendo que cuantos más muertos, mayor el mérito. ¡Cómo puede Dios mirar y escuchar todo esto desde allá arriba!— gritó el príncipe Andréi con voz aguda. —Querido mío, últimamente la vida se me hace muy penosa. Creo que comienzo a comprender demasiado y el hombre no puede probar el fruto del árbol del bien y del mal… Aunque no será por mucho tiempo— añadió. —Pero veo que tienes sueño. Y también yo debo dormir. Vete a Gorki— dijo de pronto.

—¡Oh, no!— replicó Pierre, mirándolo con ojos asustados y llenos de cariño.

—¡Vete, vete! Antes de una batalla hay que dormir bien— repitió el príncipe Andréi. Se acercó a él rápidamente, lo besó y lo abrazó. —Adiós. Vete— exclamó. —No sé si volveremos a vernos. No…— y volviéndose con precipitación, entró en el cobertizo.

Era ya noche cerrada, y Pierre no pudo distinguir si la expresión del príncipe Andréi era colérica o tierna.

Permaneció inmóvil un rato, preguntándose si debía seguir a Bolkonski o volverse. “No, no me necesita —pensó—. Sé que éste ha sido nuestro último encuentro.” Suspiró profundamente y emprendió la vuelta a Gorki.

El príncipe Andréi, ya en el cobertizo, se tendió sobre una alfombra, pero no pudo conciliar el sueño.

Cerró los ojos. Unas imágenes sucedían a otras; en una de ellas se detuvo con placer y durante largo rato. Recordó vivamente una velada en San Petersburgo. Natasha le contaba, alegre y emocionada, cómo, durante el verano anterior, fue en busca de setas a un bosque muy grande y se perdió en él. Describía en forma desordenada la profundidad del bosque, lo que sentía, su conversación con un apicultor, casualmente encontrado… Se interrumpía a cada instante para decir: “No, no puedo, lo cuento mal, no puede usted comprenderme…” Y, por más que él asegurara que la entendía perfectamente, como así era, Natasha volvía a sus dudas; estaba disgustada por su modo de contar, se daba cuenta de que no podía describir la profunda sensación poética experimentada el día que se perdió en el bosque. “Era encantador aquel viejo… y el bosque estaba tan sombrío… había en él tanta bondad… No, no lo sé contar”, decía nerviosa y ruborizándose. Y el príncipe Andréi sonreía ahora al recordarlo con la misma sonrisa jubilosa de entonces, cuando la miraba directamente a los ojos. “La comprendía bien —pensó—. Y no sólo eso, sino precisamente aquella espiritualidad, aquella franqueza y gracia que trascendía de su ser, era lo que yo tanto amaba… Lo que amaba y me hacía tan feliz.” Y, de pronto, recordó cómo había terminado aquel amor.

“Él no necesitaba nada de eso; él no veía ni comprendía nada; sólo veía en ella a una chiquilla bonita, joven, a la cual no se dignó unir a su suerte. ¿Y yo?… Él vive todavía y se siente alegre y contento.”

Como si le hubieran aplicado un hierro candente, el príncipe Andréi se puso en pie y reanudó sus paseos delante del cobertizo.