IX

Antes de que el príncipe Andréi se hubiese instalado, Boguchárovo había sido una finca descuidada por su dueño; los campesinos tenían un carácter muy distinto de los de Lisie-Gori, se diferenciaban de ellos por su modo de hablar, su vestir y sus costumbres. Se llamaban campesinos de la estepa. El viejo príncipe solía alabarlos por su capacidad de trabajar cuando acudían a Lisie-Gori para ayudar en la siega o para abrir zanjas y estanques, pero no los quería a causa de su carácter selvático.

La estancia del príncipe Andréi en Boguchárovo, a pesar de sus innovaciones —hospitales, escuelas, reducción de las entregas en especie—, no parecía haber suavizado las costumbres de aquellos hombres, sino que, por el contrario, sus rasgos de carácter, que el anciano Bolkonski solía llamar selvático, se habían incrementado. Entre ellos corrían siempre rumores confusos, ya sobre la transferencia de todos ellos a cosacos, ya sobre una nueva religión a la cual los obligarían a convertirse, ya sobre cualquier carta del Zar o el juramento a Pablo Petróvich en 1797 (contaban que ya entonces se había concedido a todos la libertad, pero que los señores habían vuelto a quitársela) o sobre el zar Piotr Fiódorovich, que reinaría de allí a siete años, y en cuyo reinado habría libertad para todo y vivir sería tan sencillo que no habría necesidad alguna de leyes. Los rumores y las noticias sobre la guerra y Bonaparte y la invasión se confundían en aquellas mentalidades con una vaga representación del Anticristo, de la libertad absoluta y el fin del mundo.

Boguchárovo estaba rodeado por grandes pueblos, de los cuales unos pertenecían a la Corona y otros a terratenientes que recibían tributo, aunque muy pocos de ellos vivían en sus tierras. Pocos eran los criados y poquísimos los que sabían leer y escribir. En los campesinos de esa comarca eran más visibles y fuertes las corrientes misteriosas de la vida popular rusa cuya causa y sentido resultan inexplicables a nuestros contemporáneos. Un fenómeno de esa clase fue el movimiento surgido entre los campesinos en pro de la migración hacia ciertos ríos cálidos, movimiento que había tenido lugar hacía veinte años. Cientos de mujiks (y entre ellos algunos de Boguchárovo) comenzaron, de pronto, a vender su ganado y trasladarse con sus familias hacia el sureste. Como pájaros que emigran más allá de los mares, estos campesinos se dirigían con sus mujeres e hijos hacia el sureste, donde ninguno de ellos había estado jamás. Iban en caravanas o individualmente: unos pagaban su rescate y otros huían, deseosos de llegar a los ríos cálidos. Muchos fueron castigados y deportados a Siberia; otros murieron de hambre y frío en el mismo camino; otros regresaron a sus casas; y el movimiento cesó, como había comenzado, sin motivo aparente. Pero no dejaban de infiltrarse en el pueblo corrientes subterráneas que se concentraban, dispuestas a convertirse en una nueva fuerza y manifestarse otra vez de la misma manera inopinada y extraña, pero igual de sencilla y natural, con la misma energía que antes. En 1812, para cualquier hombre que viviese cerca del pueblo, era evidente que esas corrientes subterráneas existían, estaban muy arraigadas y su manifestación externa se aproximaba.

Al llegar a Boguchárovo, algo antes de la muerte del príncipe, Alpátich había notado entre el pueblo cierta agitación; y al revés de cuanto sucedía en un radio de sesenta kilómetros de Lisie-Gori, de donde huían todos los campesinos (dejando sus aldeas a merced de los cosacos), en aquella zona esteparia, en Boguchárovo, se incitaba a establecer —según se decía— relaciones con los franceses, de los que recibían ciertos mensajes. Y los campesinos no se movían de sus lugares. Alpátich sabía por criados muy fieles a él que el campesino Karp, que recientemente había vuelto a efectuar unos acarreos por cuenta de la Corona y tenía una gran influencia en la comunidad, había regresado con la noticia de que los cosacos asolaban las aldeas abandonadas por sus pobladores, mientras que los franceses las respetaban. Supo también que, el día anterior, otro campesino había traído de la aldea de Vislújuvo —donde ya estaban los franceses— la proclama de un general francés en la cual hacía saber a la población que no se le haría daño alguno y que se pagaría todo lo que se les quitara, si se quedaban en sus casas. Como prueba de ello, el citado campesino mostraba cien rublos en billetes (ignoraba que esos billetes eran falsos) que le habían adelantado los franceses a cuenta del heno que debía proporcionarles.

Y, lo que era más importante, Alpátich supo que el mismo día en que había ordenado al stárosta reunir carretas para transportar el equipaje de la princesa María, los campesinos se habían reunido por la mañana y habían decidido no salir del pueblo y quedarse en sus casas. El tiempo urgía. El día de la muerte del príncipe, 15 de agosto, el mariscal de la nobleza había insistido en que la princesa saliera aquel mismo día; resultaba peligroso quedarse y él no podría responder de nada después del 16. Se fue el día de la muerte del príncipe, prometiendo volver al día siguiente para asistir a los funerales. Pero no pudo hacerlo, porque había tenido noticias de un rápido avance de los franceses y apenas tuvo tiempo de sacar a su propia familia con todo lo que poseía de algún valor.

El stárosta Dron (a quien el viejo príncipe llamaba Drónushka) administraba la comunidad de Boguchárovo desde hacía casi treinta años.

Dron era uno de esos mujiks fuertes física y moralmente que, cuando llegan a cierta edad, se dejan barba y, sin cambiar de aspecto, viven hasta los sesenta o setenta años, sin canas, con toda la dentadura, fuertes y apuestos como si tuvieran treinta.

Dron había sido nombrado stárosta de Boguchárovo casi a raíz de la emigración a los ríos cálidos, en la cual participó; desde entonces, durante veintitrés años había cumplido irreprochablemente sus funciones. Los campesinos lo temían más que al mismo dueño. Los señores —el viejo príncipe y su hijo—, lo mismo que el administrador, lo respetaban y, en broma, lo llamaban “ministro”. Durante todo ese tiempo ni una sola vez había caído enfermo ni se había emborrachado. Aunque pasara la noche en vela o llevara a cabo alguna labor extraordinaria, nunca se mostraba cansado. Pese a ser analfabeto, jamás olvidaba una cuenta, ni los puds de harina vendidos, ni una sola gavilla que hubiera en cada desiatina de los campos de Boguchárovo.

A ese hombre llamó Alpátich cuando llegó al devastado Lisie-Gori el día del entierro del príncipe, con objeto de ordenarle que preparara doce caballos para los coches de la princesa y dieciocho carros para el convoy que debía salir de Boguchárovo. Aunque los campesinos eran tributarios, esa orden, a juicio de Alpátich, no podía presentar dificultades, porque en Boguchárovo había doscientos treinta animales de tiro y la gente vivía con holgura. Mas al recibir aquella orden, Dron bajó silenciosamente los ojos. Alpátich dio los nombres de los campesinos cuyos carros debía enviar.

Dron replicó que aquellos campesinos tenían ocupadas sus caballerías en las labores del campo; Alpátich nombró a otros, pero ésos, según el stárosta, no tenían caballos: unos fueron requisados para el ejército; otros estaban agotados, algunos habían muerto por falta de forraje. El stárosta creía que era imposible reunir los caballos, no ya para el convoy, sino para los coches de la princesa.

Alpátich miró atentamente a Dron y frunció el entrecejo. Así como Dron era un stárosta ejemplar, Alpátich, que llevaba veinte años gobernando las fincas del príncipe Bolkonski, era un administrador perfecto. Poseía la facultad de entender en máximo grado las necesidades y los instintos de las gentes con quienes trabajaba: por ello resultaba un administrador excelente. Al mirar a Dron comprendió de inmediato que sus respuestas no eran reflejo de sus pensamientos, sino de un estado de opinión general entre los campesinos de Boguchárovo, que influía también en él. Sabía también que Dron, enriquecido y odiado por la comunidad, vacilaba entre dos bandos: el de los señores y el de los campesinos. Esa vacilación estaba patente en su mirada. Por esto Alpátich se le acercó con el ceño fruncido.

—Escúchame, Drónushka; no me vengas con vaguedades. Su Excelencia el príncipe Andréi Nikoláievich me ha ordenado personalmente que salga de aquí todo el mundo y que no se quede nadie con el enemigo. Eso mismo manda el Zar. Quien se quede aquí es un traidor al Zar, ¿lo entiendes?

—Lo entiendo— murmuró Dron sin levantar la vista.

Pero Alpátich no se conformaba con esa respuesta.

—¡Ay, Dron, me parece que mal irán las cosas!— exclamó Alpátich moviendo la cabeza.

—Como mande— dijo Dron tristemente.

—¡Ea, Dron, se acabó!— dijo Alpátich, sacando la mano del chaleco y señalando solemnemente el suelo bajo los pies del stárosta. —No sólo te veo a través y tres varas por debajo de ti, lo veo todo— concluyó, sin dejar de mirar al suelo bajo los pies de Dron.

Dron se turbó; miró de reojo a Alpátich y volvió a bajar los ojos.

—Déjate de tonterías y di a los campesinos que se vayan preparando para ir hasta Moscú. Mañana por la mañana deben estar los carros tras el equipaje de la princesa. Y tú no te reúnas con ellos, ¿oyes?

Dron, de pronto, se tiró a los pies del administrador.

—Yákov Alpátich… ¡líbrame del cargo! Toma las llaves y líbrame, por Cristo te lo pido.

—¡Basta!— exclamó Alpátich gravemente. —Veo a tres varas por debajo de ti— repitió. No ignoraba que su arte de apicultor, sus conocimientos sobre la siembra y su habilidad para contentar al príncipe durante veinte años le habían valido fama de brujo; se le atribuía, lo mismo que a los brujos, la facultad de ver a tres varas por debajo de una persona.

Dron se levantó y quiso decir algo. Pero Alpátich lo interrumpió.

—¿Qué se os ha ocurrido? ¡Eh!… ¿Qué andáis maquinando? ¿Eh?

—¿Qué puedo hacer yo? El pueblo está soliviantado del todo… Bien les digo…

—Eso es, les digo… ¿Se emborrachan?— preguntó Alpátich brevemente.

—Están como locos, Yákov Alpátich… Han traído otro barril y…

—Tú escucha. Iré a hablar con el comisario de policía; entretanto, diles que dejen todo eso y preparen los carros.

—Sí, sí… está bien— dijo Dron.

Alpátich no insistió. Llevaba largo tiempo dirigiendo a los campesinos y sabía que el mejor medio para que obedecieran era mostrar que no se pensaba siquiera que pudieran desobedecer. Así pues, se conformó con la actitud de Dron, a pesar de estar casi seguro de que sin ayuda de un destacamento de soldados no entregarían los carros.

Como se esperaba, los carros no fueron reunidos por la tarde. Se había celebrado otra reunión junto a la taberna y en ella decidieron echar los caballos al bosque y no dar los carros. Sin hablar para nada de eso a la princesa, Alpátich dio orden de descargar su propio equipaje, recién llegado de Lisie-Gori, y preparar los caballos para el coche de la princesa María. Después se fue en busca de las autoridades.