VIII

La princesa María no estaba en Moscú ni fuera de peligro, como pensaba el príncipe Andréi.

Después del regreso de Alpátich de Smolensk, el viejo príncipe pareció volver de pronto a la realidad. Ordenó reunir y armar a los campesinos y escribió una carta al general en jefe anunciándole su decisión de permanecer en Lisie-Gori hasta el último momento y defenderse, dejando a su criterio el tomar o no medidas para la defensa de la hacienda, donde uno de los más viejos generales de Rusia iba a ser hecho prisionero o muerto; después manifestó a los suyos que había decidido quedarse en la casa.

Pero al mismo tiempo lo dispuso todo para enviar a Moscú a la princesa, a Dessalles y al pequeño príncipe, que primero se detendrían en Boguchárovo. La princesa María, asustada por la actividad febril e insomne de su padre, actividad que había sucedido al anterior abatimiento, no se decidía a dejarlo solo y, por primera vez en su vida, se permitió no obedecerlo. Se negó a partir y sufrió la terrible cólera de su padre. El príncipe le recordó todo aquello de que la acusaba sin razón alguna. Tratando de culparla de algo, dijo que lo atormentaba, que había provocado la discordia entre él y su hijo, que sostenía infames sospechas acerca de él y que su objetivo era envenenarle la vida; finalmente, la expulsó de su despacho, manifestando que le era indiferente que se fuera o no. Dijo que no quería saber nada de su existencia y mandó que no apareciera más ante sus ojos. Pero el hecho de que no ordenara que la llevaran por la fuerza, cosa que ella temía, y que sólo le prohibiera aparecer ante su vista alegró a la princesa. Eso probaba, y ella lo sabía, que su padre, en lo más íntimo de su alma, estaba contento de que no se fuera de Lisie-Gori.

Al día siguiente, después de la marcha de Nikóleñka, el viejo príncipe, muy de mañana, vistió su uniforme de gala y se dispuso a visitar al general en jefe. El coche ya estaba esperándolo. La princesa María lo vio salir con todas sus condecoraciones, para pasar revista a la servidumbre y a los campesinos armados. La princesa, sentada junto a la ventana, escuchaba la voz de su padre, que sonaba en el jardín. De pronto, varias personas corrieron por la avenida con el rostro asustado.

La princesa María corrió hacia el porche, el sendero de flores y la avenida. Un numeroso grupo de milicianos y criados venían a su encuentro mientras en el centro de aquel tropel algunos hombres arrastraban, sujetándolo bajo los brazos, a un viejito pequeño con su uniforme y sus condecoraciones. La princesa María corrió hacia él. En el vacilante juego de los pequeños círculos de luz que pasaban a través de las hojas de los tilos no pudo advertir el cambio que se había operado en el rostro de su padre. Sólo vio una cosa: que la habitual expresión severa y enérgica de aquel rostro había cedido paso a una profunda timidez y docilidad. Al ver a su hija, el príncipe movió los exangües labios y emitió un ronquido. Era imposible comprender lo que decía. Entre varios hombres lo llevaron hasta su despacho y lo tendieron en aquel diván que tanto detestaba en los últimos tiempos.

El médico, llamado con urgencia, le hizo aquella misma noche una sangría y manifestó que el príncipe estaba paralizado del lado derecho.

Se hacía cada vez más peligrosa la estancia en Lisie-Gori, y al día siguiente condujeron al enfermo a Boguchárovo. El médico fue con ellos.

Cuando llegaron a Boguchárovo, Dessalles y el pequeño príncipe habían partido ya para Moscú.

El viejo Bolkonski, paralizado, ni mejor ni peor que en Lisie-Gori, permaneció en Boguchárovo durante tres semanas en aquella nueva casa que hizo construir el príncipe Andréi; yacía sin conocimiento como un cadáver mutilado. Murmuraba de continuo algo ininteligible moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía lo que sucedía a su alrededor. De una sola cosa había certeza: que sufría y deseaba decir algo, pero nadie podía entender lo que intentaba decir. ¿Se trataba de un capricho del viejo príncipe enfermo y casi inconsciente, quería decir algo sobre la situación general o referirse a circunstancias familiares?

El médico aseguraba que aquella inquietud no significaba nada y que la causa era meramente física; pero la princesa María pensaba (y el hecho de que su presencia intensificara siempre su inquietud lo confirmaba) que su padre quería decirle algo. Era evidente que sufría física y moralmente.

No había esperanza de curación, ni era posible pensaren trasladarlo. ¿Qué ocurriría si muriera en el camino? “Sería mejor terminar, terminar del todo”, pensaba a veces la princesa María. Día y noche permanecía a su lado, sin dormir apenas, y era terrible reconocer que lo observaba con frecuencia no con la esperanza de ver señales de mejoría, sino con el deseo de encontrar algún indicio del próximo fin.

Y por extraño que le resultara admitir tal sentimiento, la verdad era que existía. Pero lo que aumentaba su horror era el hecho de que desde la enfermedad de su padre (y desde antes, desde que por una esperanza inconcreta y, en espera de algo, permaneció con él) parecían haber despertado en su alma todos los dormidos deseos y esperanzas personales. Pensamientos que desde hacía años no habían acudido a su mente: la vida libre sin el temor de su padre y hasta el amor y la posibilidad de una felicidad personal invadían constantemente su mente, como una tentación diabólica. Pese a todos sus esfuerzos por apartar esas ideas constantes, no dejaba de pensar en cómo organizar su vida después de eso. La princesa María no ignoraba que eran tentaciones del diablo. Sabía que su única arma era la oración, y procuraba rezar. Se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las plegarias, miraba las imágenes, pero no podía rezar. Sentía que ahora estaba en aquel otro mundo: el mundo de la vida, de la actividad difícil y libre, absolutamente opuesto al mundo moral en que hasta entonces había estado encerrada y en el cual el mejor consuelo era la oración. No podía llorar ni rezar, y las preocupaciones de la vida cotidiana la acompañaban por doquier.

Quedarse en Boguchárovo comenzaba a ser peligroso. Por todas partes se decía que los franceses avanzaban; en una aldea, a quince kilómetros, los merodeadores franceses habían devastado una hacienda.

El médico insistía en la necesidad de llevar más lejos al enfermo; el mariscal de la nobleza envió a un funcionario para suplicar a la princesa que salieran lo antes posible. También el inspector de policía, llegado a Boguchárovo, insistió en lo mismo diciendo que los franceses estaban a cuarenta kilómetros, que las proclamas francesas circulaban ya por las aldeas y que si la princesa no salía con su padre antes del 15 no respondía de nada.

La princesa decidió salir el 15. El cuidado de los preparativos y las órdenes que debía dar —todos se dirigían a ella— la absorbieron durante el día entero.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, permaneció sin desnudarse en la habitación contigua a la del príncipe. Se despertó varias veces y escuchó la penosa respiración de su padre, su farfullar, los crujidos del lecho, los pasos de Tijón y del doctor, que cambiaban de postura al enfermo. En varias ocasiones se acercó a la puerta para escuchar; le pareció que el príncipe balbuceaba algo en voz más alta y se movía más de lo acostumbrado. No podía conciliar el sueño: una y otra vez se acercaba a la puerta, deseosa de entrar pero sin decidirse a dar ese paso. Aunque el anciano no hablase, la princesa María adivinaba, intuía, cuán desagradable le eran todas las expresiones de temor por él. Notaba con qué disgusto procuraba evitar las largas miradas que la hija fijaba en su rostro. Sabía también que su aparición de noche, en momentos no habituales, lo irritaría.

Nunca le había parecido tan doloroso y terrible perderlo. Recordaba toda su vida con él, cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, y en todos ellos volvía a sentir su amor de padre. De vez en cuando se mezclaban a esos recuerdos tentaciones diabólicas, pensaba en cómo sería su vida libre y nueva después de su muerte. Horrorizada, rechazaba esos pensamientos. Al amanecer su padre se calmó y la princesa pudo dormir.

Despertó tarde. La lucidez mental que suele manifestarse al despertar le mostró claramente lo que más la preocupaba de la enfermedad de su padre. Se levantó; prestó oído a lo que sucedía detrás de la puerta y, al oír un gemido, se dijo con un suspiro que seguía igual.

—Pero ¿qué puede pasar? ¿Qué es lo que yo quiero? ¡Quiero su muerte!— exclamó asqueada de sí misma.

Se vistió y lavó; hizo sus oraciones y salió al porche. Los coches estaban preparados, aunque sin caballos todavía, y colocaban en ellos el equipaje.

Era una mañana gris y cálida. La princesa María se detuvo en el porche, horrorizada por su vileza moral y tratando de ordenar sus pensamientos antes de entrar donde estaba su padre.

El médico bajó las escaleras y se acercó a ella.

—Hoy está mejor— dijo. —Venía a buscarla; se puede entender algo de lo que dice y su cabeza parece más lúcida. Vamos, la llama.

Al oír aquella noticia el corazón de la princesa María comenzó a latir con tanta fuerza que su rostro palideció y hubo de apoyarse en la puerta para no caer. Verlo, hablarle, comparecer ante él cuando su alma estaba llena de horribles tentaciones culpables, era para la princesa María un tormento pavoroso y grato al mismo tiempo.

—Vamos— repitió el médico.

La princesa entró en la habitación y se acercó al lecho de su padre. El enfermo yacía de espaldas con la cabeza muy alta; sus manos, pequeñas y huesudas, surcadas de venas azules, reposaban sobre el embozo; el ojo izquierdo miraba fijo; el derecho permanecía ladeado, inmóviles las cejas y los labios. Todo él, pequeño y delgado, inspiraba piedad. Su rostro daba la impresión de estar disecado o de tener diluidos los rasgos. La princesa María se acercó y le besó la mano. La izquierda del príncipe estrechó tan fuertemente la suya que ella comprendió que la había esperado desde hacía mucho tiempo. El anciano agitó la mano y se le movieron con enfado cejas y labios.

La princesa lo miró asustada, esforzándose por adivinar sus deseos. Cuando ella cambió de posición, de manera que el ojo izquierdo del príncipe veía su rostro, el enfermo pareció calmarse y durante algunos segundos no separó de ella su mirada. Luego se movieron sus labios y lengua, se oyeron unos sonidos; comenzó a hablar tímidamente, mirándola con ojos suplicantes, temiendo, evidentemente, que no lo comprendiese.

La princesa María lo miraba concentrando su atención. El cómico esfuerzo que el enfermo hacía para mover la lengua la obligó a bajar los ojos y reprimir a duras penas los sollozos que atenazaban su garganta. El viejo dijo algo y repitió varias veces las mismas palabras. La princesa no podía entender, aunque se esforzaba por lograrlo; repetía, como preguntándole, las palabras que él decía.

—A… A… du… du…— repetía.

El médico creyó haber entendido y, repitiendo sus palabras, preguntó: “¿La princesa está asustada?” Pero el enfermo sacudió negativamente la cabeza y dijo lo mismo.

—El almale duele el alma— intuyó y dijo la princesa.

Afirmó el príncipe con un gemido, tomó la mano de su hija y comenzó a apretarla contra diversos puntos de su pecho, como si buscara un sitio determinado.

—¡Todos los pensamientos! Pienso… en ti…— murmuró después, de una manera mucho más clara e inteligible, cuando estuvo convencido de que se le entendía.

La princesa apoyó la cabeza en la mano de su padre para ocultar sus lágrimas y sollozos. La mano del padre se deslizó por sus cabellos.

—Te estuve llamando toda la noche…— murmuró.

—Si lo hubiese sabido…— dijo ella a través de sus lágrimas. —No me atreví a entrar.

El anciano apretó su mano.

—¿No has dormido?

—No, no he dormido— dijo ella moviendo negativamente la cabeza.

Adaptándose al padre, trataba, sin darse ella misma cuenta, de hablar como él, sobre todo por señas, fingiendo mover la lengua con gran fatiga.

—Alma mía… querida…— la princesa no logró comprender; pero por la expresión de sus ojos sabía que eran palabras tiernas, cariñosas, como nunca se las había dicho. —¿Por qué no has venido?

“¡Y yo deseaba su muerte!”, pensó la princesa María. El anciano guardó silencio. Después susurró:

—Gracias, hija mía… amiga mía… por todo… por… todo… perdón… gracias… perdón… gracias.

Y las lágrimas brotaban de sus ojos.

—Llamad a Andriushka— exclamó de pronto.

Y su rostro adquirió una expresión tímida, infantil, desconfiada. Parecía saber que aquella petición carecía de sentido: eso al menos se imaginó la princesa.

—He recibido una carta de él— dijo María.

El anciano la miró tímidamente, como asombrado.

—¿Dónde está?

—Está en el ejército, padre. En Smolensk.

El príncipe guardó silencio durante largo rato, con los ojos cerrados. Después, como respuesta a sus propias dudas y para confirmar que ahora lo había entendido todo y se acordaba bien de las cosas, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.

—Sí— dijo clara y lentamente. —Rusia está perdida. ¡Ellos la han perdido!

Sollozó de nuevo y las lágrimas rodaron por sus mejillas. La princesa María, sin poder dominarse más, lloró también mirando su cara.

El anciano cerró los ojos y sus sollozos cesaron; señaló con la mano sus ojos, y Tijón, que lo comprendió, se acercó para enjugárselos.

Después volvió a abrirlos, dijo algo que nadie pudo comprender durante largo rato y que por fin entendió Tijón, que se lo comunicó a la princesa. Ella buscaba un sentido a sus palabras, semejantes a las que había dicho antes: tan pronto creía que su padre hablaba de Rusia, del príncipe Andréi, de ella, del nieto o de la muerte. Por eso no conseguía adivinar lo que él estaba diciendo.

—Ponte el vestido blanco, me gusta mucho— decía él.

Al comprenderlo, la princesa sollozó con mayor fuerza y el médico, tomándola del brazo, la condujo a la habitación que daba sobre la terraza, rogándole que se calmara y se ocupara de los preparativos para la salida. Después de que la princesa María salió, el príncipe habló de su hijo, de la guerra y del Emperador; arqueó colérico las cejas, levantó la ronca voz y sufrió su segundo y último ataque.

La princesa María se detuvo en la terraza; el día se había despejado, estaba hermoso, lleno de sol y calor. Pero ella no podía comprender, ni sentir, ni pensar en nada que no fuera su apasionado amor hacia su padre; un amor que le parecía hasta entonces ignorado. Salió al jardín y, sin dominar el llanto, corrió hacia el estanque, siguiendo los senderos de los jóvenes tilos plantados por el príncipe Andréi.

—¡Yo… yo… deseaba su muerte! ¡Sí… yo! ¡He deseado que todo acabara pronto!… Quería quedarme tranquila. ¿Qué va a ser de mí? ¿De qué me servirá la tranquilidad cuando él no exista?— murmuraba la princesa, sin preocuparse de que pudieran oírla mientras caminaba rápidamente por el jardín, oprimiéndose con las manos el pecho, que estallaba en sollozos convulsivos.

Después de dar una vuelta, y ya cerca de la casa, se encontró con mademoiselle Bourienne (que no quería irse de Boguchárovo) y un desconocido que acudían a su encuentro. Era el mariscal de la nobleza del distrito, que venía a ver a la princesa para persuadirla de la necesidad de una rápida partida.

La princesa María escuchó sin comprender. Lo hizo entrar en la sala, lo invitó a comer y después, excusándose ante él, se acercó a la puerta del viejo príncipe. En aquel instante apareció el médico, con el rostro muy inquieto, cerrándole el paso.

—Váyase, princesa, váyase.

La princesa María volvió al jardín, junto al estanque, y en un lugar donde nadie podía verla se sentó sobre la hierba. No sabía cuánto tiempo había permanecido allí. Los pasos de una mujer que corría por el sendero la hicieron volver en sí. Se levantó y vio a Duniasha, su doncella, que corría hacia ella. De pronto, como asustada por la presencia de su señorita, se detuvo.

—Por favor, princesa… el príncipe…— dijo Duniasha con la voz alterada.

—Voy, voy en seguida— contestó rápidamente la princesa, sin dejar tiempo a que la doncella terminara de hablar.

Y tratando de no mirar a Duniasha, corrió hacia la casa.

—La voluntad de Dios se ha cumplido, princesa, debe usted estar preparada para todo— le dijo el mariscal de la nobleza, que había salido a esperarla a la puerta.

—¡Déjeme! ¡No es verdad!— gritó con voz iracunda.

El médico quiso detenerla, pero ella lo empujó y corrió hacia la puerta. “¿Por qué me detienen esos hombres con el rostro asustado? ¡No necesito a nadie! ¿Qué hacen aquí?

Abrió la puerta; la turbó la clara luz del día en aquella habitación antes casi oscura. Había algunas mujeres y su niñera. Todas se separaron del lecho, dejándole paso. El yacía en el mismo sitio, pero el gesto severo de su rostro sereno detuvo a la princesa María en el umbral de la habitación.

“No, no ha muerto… ¡Es imposible!”, pensó acercándose a él; y, superando el horror que la asaltaba, apoyó sus labios en su mejilla. Pero se apartó inmediatamente: en un instante desapareció toda aquella ternura hacia él para dejar paso a un sentimiento de pavor por lo que tenía delante. “¡Ya no existe! ¡Ya no existe! ¡Y aquí, en el mismo sitio donde él estaba, hay algo extraño, algo hostil, un misterio terrible y espantoso que me repele!” La princesa María ocultó el rostro entre las manos y cayó en los brazos del médico, que la sostuvo.

En presencia de Tijón y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo y sujetaron la cabeza con un pañuelo, para que la boca no quedara abierta; con otro pañuelo ataron las piernas, que tendían a separarse, y después vistieron el cadáver con el uniforme y las condecoraciones y colocaron su pequeño y descarnado cuerpo encima de la mesa. Dios sabe quién se preocupó de todo aquello, que parecía hacerse por sí mismo. Al llegar la noche, los cirios ardían en torno al féretro, cubierto con un paño fúnebre; en el suelo habían echado ramas de enebro y puesto bajo la cabeza del muerto una oración impresa; en un ángulo de la habitación, un pope sentado leía los salmos.

Como los caballos que piafan y se encabritan ante un caballo muerto, así en aquel salón, en torno al féretro del príncipe, se apretujaban extraños y familiares, el mariscal de la nobleza, el stárosta del lugar, mujeres; y todos con la mirada fija, asustada, se santiguaban y, arrodillándose, besaban la mano fría y rígida del viejo príncipe.