Recibida la rotunda negativa de su padre, Petia se recluyó en su habitación y lloró amargamente. Los demás fingieron no darse cuenta de nada cuando a la hora del té volvió taciturno y con los ojos rojos de llorar.
Al día siguiente llegó el Emperador. Algunos criados pidieron permiso para salir y ver al Zar. Aquella mañana Petia tardó mucho en vestirse, peinarse y acomodar el cuello tal como lo hacen los mayores. Mirándose en el espejo, fruncía el ceño, gesticulaba, se encogía de hombros y, finalmente, sin decir nada a nadie, se puso la gorra y salió de la casa por la escalera de servicio procurando que no lo vieran. Tenía decidido ir al lugar donde estuviera el Emperador y explicar a algún chambelán (se imaginaba al Zar rodeado siempre de chambelanes) que él, conde Rostov, a pesar de su corta edad, quería servir a la patria, pues la juventud no era obstáculo para ir al ejército y estaba dispuesto a… Mientras Petia se arreglaba delante del espejo, había compuesto muchas frases, a cual más bella, para decírselas al chambelán.
Precisamente su condición de niño le garantizaba éxito, pues esperaba ser presentado al Emperador (creía, por cierto, que todos se asombrarían de su extrema juventud); pero al mismo tiempo, en la manera de ponerse el cuello, en el peinado y en sus maneras graves y moderadas, trataba de parecer mayor. Conforme avanzaba por la calle, más se entretenía contemplando a la gente que iba hacia el Kremlin y olvidaba la gravedad y moderación propias de los adultos. Cuando estuvo cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por la muchedumbre; con resolución y aire amenazador sacó los codos. Al llegar a la puerta de la Trinidad, la multitud, que ignoraba al parecer sus intenciones patrióticas, lo empujó de tal manera contra el muro que a pesar de toda su decisión tuvo que detenerse mientras los coches pasaban ruidosamente por debajo del arco. Junto a Petia había una mujer de pueblo con un lacayo, dos mercaderes y un soldado retirado. Al cabo de un rato de estar parado en la puerta, Petia quiso adelantarse a todos, sin esperar a que pasaran los coches, y de nuevo se abrió paso a codazos. Pero la mujer (la primera que recibió los golpes del muchacho) se volvió furiosa:
—¿Por qué empujas, señorito? ¿No ves que todos esperan? ¿A qué viene empujar?
—¡Todos podrían intentarlo!— dijo el lacayo, que también puso en acción los codos y empujó a Petia hacia un rincón maloliente de la puerta.
Petia se pasó las manos por el rostro sudoroso y se arregló el cuello, empapado, que tan bien se había puesto imitando a los mayores.
Se daba cuenta de que su aspecto ya no era presentable y temía que, al verlo así, los chambelanes no lo dejaran pasar ante el Emperador. Sin embargo, le era imposible componer su atuendo ni salir de aquel sitio a causa de las apreturas. Uno de los generales que pasó ante él en su carruaje era conocido de los Rostov. Petia pensó pedirle ayuda, pero le pareció que hacerlo no era digno de un hombre valiente. Cuando hubieron desfilado todos los coches fue arrastrado por la muchedumbre al recinto de la plaza, abarrotada de gente. Hasta los tejados se hallaban rebosantes de curiosos. Petia oyó claramente el repique de las campanas que llenaba todo el Kremlin y el alegre rumor del habla popular.
Por un instante la plaza pareció despejarse; en seguida todas las cabezas se descubrieron y la gente echó a correr hacia delante. Petia se sintió empujado de tal modo que casi no podía respirar. En derredor todos gritaron: “¡Hurra”! ¡Hurra!”. Petia se puso de puntillas; empujó y pellizcó a la gente, pero sin conseguir ver otra cosa que las cabezas de los que lo rodeaban.
Todos los rostros expresaban idéntica emoción y entusiasmo. Una mercadera próxima a Petia sollozaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Señor, ángel, padrecito!— decía, enjugándose los ojos con los dedos.
—¡Hurra!— gritaban por todas partes.
Por unos momentos la multitud permaneció inmóvil; luego se lanzó hacia delante.
Sin saber ya lo que hacía, Petia apretó los dientes y con aire fiero y desorbitados los ojos avanzó repartiendo codazos sin dejar de gritar “¡hurra!”, como si estuviera dispuesto a matarse y matar a todos. Pero a derecha e izquierda se movían con la misma expresión salvaje y gritaban con el mismo entusiasmo.
“He aquí —pensó Petia— lo que significa ser emperador. No, no puedo entregarle por mí mismo la solicitud; sería mucho atrevimiento.” Petia siguió avanzando desesperadamente, y, por fin, entre las espaldas de los que se encontraban delante, le pareció ver un espacio libre, con una alfombra roja. Pero la muchedumbre osciló hacia atrás (los guardias empujaban a los que se habían acercado demasiado al cortejo cuando el Zar salía del palacio y se dirigía a la catedral de la Asunción). Petia sintió de pronto un golpe tan fuerte en las costillas y lo apretujaron de tal modo que se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, un eclesiástico, con un mechón de cabellos grises que le caían sobre la espalda y una vieja sotana azul, seguramente un sacristán, lo sostenía con una mano por debajo del brazo y con otra lo protegía de la multitud.
—¡Que vais a matar al muchacho!— decía. —¿Qué hacéis? No empujéis así… ¡Lo vais a matar!
El Emperador entró en la catedral de la Asunción. La muchedumbre se detuvo de nuevo y el sacristán se llevó a Petia, muy pálido y casi sin respiración, hasta el gran cañón del Kremlin; varias personas se compadecieron de él y la gente lo rodeó, dejando espacio. Los más próximos le desabrocharon la chaqueta y lo colocaron sobre el cañón, censurando a los que lo habían atropellado.
—Han podido matarlo. ¡Qué barbaridad! ¡Un asesinato! Está blanco como la cera, el pobrecito— decía la gente a su alrededor.
Petia se recobró en seguida. Se le pasó el dolor y volvieron los colores, y gracias a ese contratiempo pasajero había conseguido un excelente lugar sobre el cañón, desde el cual podría ver al Emperador cuando regresara de la catedral. No pensaba ya en presentar solicitud alguna. Se consideraba feliz sólo con ver al Soberano.
La multitud se dispersó mientras duró la solemne ceremonia de la catedral, un oficio en acción de gracias por la llegada del Zar y la firma de la paz con los turcos. Aparecieron vendedores de kvas y rosquillas con semillas de amapola, que tanto gustaban a Petia. Se oían conversaciones corrientes. Una mercadera mostraba su chal roto y aseguraba que le había costado mucho; otra comentaba el encarecimiento de las telas de seda. El sacristán que había salvado a Petia charlaba con un funcionario acerca de quién oficiaba en la catedral con Su Eminencia. Varias veces repitió la palabra concilio, que Petia no entendía. Dos mozos bromeaban con unas muchachas que comían nueces. Todas esas conversaciones no interesaban a Petia ahora, ni siquiera las bromas con las muchachas, que, por su edad, lo atraían particularmente. Encaramado sobre el alto cañón, se sentía feliz pensando con emoción en el Zar y en el amor que le tenía. La importancia de aquel momento era más intensa todavía al juntarse a su entusiasmo el dolor y el miedo que sentía de ser aplastado.
Se oyeron unos cañonazos (eran salvas para celebrar la paz con los turcos) y las gentes se precipitaron hacia la orilla del río, donde disparaban, para ver de cerca los cañones. Petia quiso hacer lo mismo, pero no se lo permitió el sacristán, que lo había tomado bajo su tutela. Proseguían los cañonazos cuando salieron rápidamente de la catedral unos cuantos generales, oficiales y caballeros de cámara; después, con menos prisas, aparecieron otros. De nuevo se descubrieron todos, y los que habían ido a ver los cañones volvieron corriendo hacia atrás. Finalmente, de la catedral salieron cuatro hombres, uniformados y con bandas.
“¡Hurra! ¡Hurra!”, gritó la multitud.
—¿Cuál es? ¿Cuál es?— preguntaba Petia casi llorando a cuantos lo rodeaban.
Pero nadie le respondió. Todos estaban demasiado excitados. Petia eligió a uno de los cuatro personajes, a los que no podía distinguir bien por las lágrimas de alegría que le llenaban los ojos, y concentró en él todo su entusiasmo, aunque no era el Zar; “¡Hurra!”, gritó desaforadamente, decidiendo que al día siguiente ingresaría en el ejército costase lo que costase.
La muchedumbre corrió tras el Emperador, lo acompañó hasta el palacio. Allí comenzó a dispersarse. Era ya tarde; Petia no había comido, sudaba a chorros, pero no quería ir a casa. Siguió a la multitud, algo mermada, aunque todavía era bastante numerosa ante las puertas del palacio —donde comía el Zar—, mirando a las ventanas como si esperara algo y envidiando por igual a los dignatarios que llegaban en sus carruajes para comer con el Emperador y a los lacayos que servían la mesa, a quienes podía ver a través de los cristales.
Durante la comida, Valúiev dijo al Emperador, mirando hacia las ventanas:
—El pueblo espera todavía ver a Su Majestad.
La comida estaba a punto de acabar; el Zar se levantó de la mesa, terminando de comer un bizcocho, y se acercó al balcón.
—¡Padrecito! ¡Ángel nuestro! ¡Padre! ¡Hurra!…— gritaron todos, y Petia con ellos.
Y de nuevo las mujeres y los hombres de espíritu más débil (Petia entre ellos) lloraban de felicidad. Un buen resto de bizcocho, que el Emperador tenía en la mano, se desprendió, cayó en la barandilla y de allí al suelo. Un cochero que estaba cerca se lanzó sobre el pedazo de bizcocho y se apoderó de él. De la muchedumbre varias personas corrieron hacia el cochero; al advertirlo, el Emperador hizo traer una bandeja llena de bizcochos y comenzó a tirarlos a la calle. Los ojos de Petia se inyectaron en sangre; el peligro de ser aplastado lo exacerbó aún más y se lanzó sobre los bizcochos del Zar dispuesto a no retroceder por nada del mundo. No sabía para qué, pero le parecía imprescindible conseguir un bizcocho tocado por las manos del Zar. Se precipitó y al hacerlo derribó a una viejecita que iba a coger un bizcocho. La viejecita no se dio por vencida, y aun tendida en el suelo, se esforzaba por alcanzarlo, pero Petia apartó la mano de la viejecita con una rodilla, agarró el bizcocho y, como si temiese llegar tarde, vitoreó de nuevo al Emperador, ya con voz ronca.
Cuando el Soberano se retiró, la gente comenzó a dispersarse. Todos comentaban alegremente desde diversas partes:
—Ya decía yo que había que esperar… ¿Lo veis? Así ha sido…
Por muy feliz que se sentía Petia, al regresar a su casa, le daba pena pensar que aquel día maravilloso se había terminado. Desde el Kremlin se encaminó a casa de su compañero Obolenski, que tenía quince años de edad y también quería ingresar en el ejército. Una vez con los suyos, manifestó con firmeza y decisión que se escaparía si no lo dejaban ir a la guerra. Al día siguiente, aunque no convencido por completo, el conde Iliá Andréievich fue a informarse de cómo podría colocar a Petia en un sitio de poco peligro.