En vísperas de la campaña, Nikolái Rostov recibió una carta de sus padres en la cual le contaban brevemente la enfermedad de Natasha y su ruptura con el príncipe Andréi. La ruptura la había decidido Natasha, y le rogaban que pidiese la baja y volviera a casa. Nikolái no trató de obtener la baja ni un permiso; escribió a los suyos condoliéndose de la enfermedad de su hermana y de la ruptura con Bolkonski, añadiendo que haría lo posible para cumplir sus deseos. Aparte, escribió a Sonia:
“Adorada amiga de mi alma: Nada que no fuese el honor podría retenerme aquí; pero ahora, en vísperas del comienzo de una campaña, me consideraría deshonrado no sólo ante todos mis camaradas, sino ante mí mismo, si prefiriera la felicidad propia al deber y al amor a la patria. Sin embargo, ésta es nuestra última separación; créeme que inmediatamente después de esta guerra, si vivo aún y si continúas amándome, lo abandonaré todo y correré a tu lado para estrecharte, ya para siempre, en mis brazos”.
En realidad, sólo el comienzo de la guerra impidió a Rostov regresar, como había prometido, y casarse con Sonia. El otoño en Otrádnoie, con las cacerías, el invierno con las fiestas navideñas y el amor de Sonia le brindaban perspectivas apacibles y gozosas de una vida de hidalgo, nunca conocidas antes y que ahora lo atraían. “Una mujer excelente, hijos, una buena jauría de lebreles y galgos, la hacienda, los vecinos, los cargos electivos…”, pensaba. Pero ahora llegaba la guerra y había que permanecer en el regimiento. Y porque éste era su deber, Nikolái Rostov, de acuerdo también con su carácter, estaba contento con la vida del regimiento y sabía hacérsela agradable.
De vuelta del permiso, recibido con alegría por sus camaradas, Nikolái fue enviado en busca de caballos a Ucrania, de donde volvió con unos animales magníficos que le valieron grandes alabanzas de sus superiores. Durante esa ausencia lo ascendieron a capitán, y cuando el regimiento se puso en pie de guerra recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadrón, cuyos efectivos habían aumentado.
La campaña dio comienzo y el regimiento fue enviado a Polonia. Recibían doble paga, llegaban nuevos oficiales, soldados y caballos y predominaba, sobre todo, un estado de jovial excitación que suele acompañar los comienzos de una guerra. Rostov, sintiéndose seguro en su privilegiada posición militar, se entregaba por completo a los placeres y a los intereses del servicio, aunque sabía que tarde o temprano tendría que abandonarlo.
Las tropas habían retrocedido de Vilna por diversas y complicadas causas: unas estatales, otras políticas y otras tácticas. Cada retroceso iba acompañado en el Estado Mayor General de un complejo juego de intereses, proyectos y pasiones. Mas para los húsares del regimiento de Pavlograd, todos aquellos retrocesos, en el mejor período del estío, con víveres suficientes, era la actividad más sencilla y divertida. Desanimarse, inquietarse o intrigar eran asuntos exclusivos del Cuartel General; en las unidades nadie se preguntaba siquiera el porqué de las marchas y los retrocesos. Si lamentaban la retirada, se debía únicamente al hecho de abandonar el alojamiento al que se habían acostumbrado o a una hermosa muchacha polaca. Y si alguno llegaba a pensar que las cosas no iban bien, entonces, como corresponde a un buen militar, procuraba mostrarse alegre y no pensar en la marcha general de las operaciones, sino en sus quehaceres inmediatos. Al principio, cerca de Vilna, se habían divertido mucho: hacían amistades con los propietarios polacos y tomaban parte en las revistas celebradas ante el Emperador y otros altos jefes. Más tarde llegó la orden de replegarse a Sventsian y destruir todas las subsistencias que no pudieran llevarse. Sventsian quedó en la memoria de los húsares como el campamento de los borrachos, nombre que se le dio en todo el ejército por la cantidad de quejas llegadas contra los soldados, quienes, valiéndose de la orden de aprovisionarse, se llevaban, además de los víveres, los caballos, los coches y hasta las alfombras de los magnates polacos.
Rostov se acordaba de Sventsian porque el primer día de la llegada a ese lugar tuvo que reemplazar a un sargento y no pudo reprimir a los soldados del escuadrón, todos borrachos, quienes, sin saberlo él, habían cargado con cinco barriles de cerveza añeja. Desde Sventsian continuaron retrocediendo hasta el Drissa y desde Drissa prosiguió el repliegue, acercándose ya a la frontera rusa.
El 13 de julio los hombres del regimiento de Pavlograd tuvieron por primera vez una seria escaramuza.
El 12 de julio, víspera del combate, se descargó una fuerte tormenta, con lluvia y granizo. Aquel verano de 1812 se distinguió por sus tormentas.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlograd vivaqueaban en un campo de centeno ya espigado, que los caballos y el ganado habían arrasado por completo.
Llovía torrencialmente, y Rostov, con Ilín, un joven oficial a quien protegía, estaban al abrigo en una pequeña choza construida a toda prisa. Un oficial de su regimiento, que volvía del Estado Mayor y había sido sorprendido por la lluvia, buscó refugio en la choza.
—Vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído hablar, conde, del heroísmo de Rayevski?— y se puso a contar detalles de la batalla de Saltánovka.
Rostov, encogiendo el cuello por el que se colaba el agua de la lluvia, fumaba su pipa sin prestar mucha atención al relato, mirando de vez en cuando a Ilín, el joven oficial, que se acurrucaba a su lado. Ese oficial, un muchacho de dieciséis años, recién llegado al regimiento, era con relación a Rostov lo que Nikolái había sido con relación a Denísov siete años antes. Ilín procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él como una mujer.
El oficial de los largos bigotes, Zdrjinski, seguía contando con énfasis que el dique de Saltánovka fue para los rusos como el paso de las Termopilas y cómo el general Rayevski había llevado a cabo una hazaña digna de los tiempos antiguos: bajo un fuego muy intenso había llevado a sus dos hijos hasta el dique y, con uno a cada lado, se había lanzado al ataque. Rostov escuchaba el relato sin decir nada, sin unirse al entusiasmo de Zdrjinski; por el contrario, se habría dicho que sentía vergüenza de oír todo aquello, aunque sin intención de objetar nada. Después de su experiencia de Austerlitz y de la campaña de 1807, Rostov sabía muy bien que al contar las peripecias de la guerra se miente siempre, como él mismo había hecho; además, tenía ya la experiencia suficiente para saber que en la guerra nada ocurre como lo imaginamos o contamos. Por esas razones le disgustaba el relato de Zdrjinski, como le disgustaba el propio oficial, quien, con sus largos bigotes que partían de las mejillas, se inclinaba, según una costumbre suya, hasta la cara misma de su interlocutor y lo apretujaba contra la pared de la choza ya de por sí demasiado pequeña. Rostov lo miraba en silencio.
“Ante todo, debía haber tantas apreturas y tanta confusión en la presa atacada que, aunque Rayevski hubiera llevado a sus hijos, no podría influir en nadie, todo lo más en la docena de hombres que estuvieron junto a él. Los demás no verían siquiera cómo y con quién iba Rayevski por el dique —pensaba Rostov—. Y aun aquellos que lo vieran no estarían como para sentirse muy animados, porque ¿qué podían importarles los cariñosos sentimientos paternales de ese hombre cuando su propio pellejo estaba en peligro? Por otra parte, la suerte de la patria no dependía de la pérdida o conquista de ese dique de Saltánovka, como cuentan que pasó en las Termopilas. ¿Para qué, entonces, ese sacrificio? Además, ¿a qué viene eso de llevar a los propios hijos a la guerra? Yo no me llevaría, sin hablar ya de mi hermano Petia, ni siquiera a Ilín, que no es de mi familia, pero que es un buen muchacho, procuraría dejarlo en algún sitio seguro”, seguía pensando Rostov mientras el oficial hablaba. Pero no manifestó sus pensamientos; su propia experiencia también se lo impedía. Sabía que el relato del oficial contribuía a la gloria de las armas rusas y que por eso mismo convenía aparentar credulidad. Y eso fue lo que hizo.
—¡No puedo más!— dijo Ilín, notando que el relato de Zdrjinski desagradaba a Rostov. —Tengo empapados los calcetines y la camisa. Voy a buscar un refugio; parece que no llueve tanto.
Ilín salió y el oficial se fue. Cinco minutos más tarde, Ilín volvía a la carrera, chapoteando en el fango.
—¡Hurra! ¡Vamos de prisa, Rostov! ¡Lo encontré! A doscientos pasos de aquí hay un albergue; los nuestros ya se han metido dentro. Podremos secarnos. También está María Enríkovna.
María Enríkovna era la mujer del médico del regimiento, una joven y linda alemana con quien se había casado en Polonia. El médico, ya fuera por falta de medios, ya porque no quisiera separarse de su joven esposa en los primeros tiempos, la llevaba consigo, siguiendo al regimiento de húsares, y sus celos eran el tema habitual de las bromas de los oficiales.
Rostov se echó sobre los hombros la capa, llamó a Lavrushka para que llevara sus cosas al albergue y se dirigió hacia allí con Ilín, caminando sobre el fango y los charcos, bajo una lluvia que iba amainando en la oscuridad de la tarde, rasgada de vez en cuando por algún lejano relámpago.
—Rostov, ¿dónde estás?
—Aquí… ¡Vaya relámpago!